jueves, 15 de diciembre de 2011

Tornillito

Tornillito intentaba andar con un espejo, vigilando al enemigo. 
Lo había leído en un libro de Galeano y se lo había tomado al pie de la letra.
Pero el espejo le hacía morisquetas y le decía "bobo, bobo". y al fin su propia imagen lo terminaba enloqueciendo. 
Tornillito no sabía si ser malo o ser bueno. 
Ser bueno lo hacía sentir un pelotudo, pero ser malo lo hacía ser pelotudo sin derecho a réplica. Un pelotudo hecho y derecho nomás.  
Tornillito había nacido así, con dos vueltas de más, pasado de rosca.
Ya de bebé se andaba peleando hasta con los muñecos de peluche, y siendo un poco más grande se le daba por vapulear a la hermana menor,  medio faltita ella. Sólo que, de tanto en tanto, la quería tanto que le dolía el corazón.
De grande andaba indeciso también entre ser bueno o ser malo.  
Era como si un diablo amargo le estuviera zumbando en la oreja noche y día, diciéndole maldades y porquerías, y cuando el pobre quería entregarse y ser feliz el diablo amargo venía a  decirle - Boludo, infeliz, no vez que te quieren cagar. 
Así nunca podía hacer carrera. Desde adentro le venían las ideas buenas, prolijitas, pero cuando le llegaban a la superficie, ahí aparecía el diablo amargo y, páfate,  no hacía cosa buena.
La cosa vino a solucionarse del modo más casual, como a veces ocurre.
Tornillito se quedó sordo. 
Y el Diablo amargo no tuvo manera de hacerse oír, porque Tornillito lenguaje de señas no entendía. 
Hay quien dice que resolvió volverse sordo para gustarse cuando se miraba en el espejo.
Yo creo que es así.
Porque desde que se quedó sordo, el espejo empezó a devolverle su hermoso rostro de hombre bueno. 


miércoles, 14 de diciembre de 2011

¿Quiénes son los ignoritos?

Un ignorito es alguien que hace lo que no sabe hacer.
Un ignorito poda un árbol y no sabe nada de sus raíces.
Un ignorito firma órdenes que nadie puede cumplir.
Un ignorito pone límites en lugar de puertas y viceversa.
Un ignorito ignora todo, ignora lo que debe conocer.
Un ignorito es la distancia más larga entre dos puntos.
Un ignorito es un bobo con exceso de autoestima.
Un ignorito ignora totalmente lo que ignora.
Un ignorito es un ignorante con capacidad de mando.


Cliqueen en COMENTARIOS y dejenmé una descripción de un ignorito.  Ojo DESCRIPCIONES ni nombre ni apellido.  Entre 15 y 20 sílabas cada comentario por favor.  A ver si podemos juntos  armar el compendio del ignorito.

Los Ignoritos

Yo conozco un ignorito. Dos ignoritos. Tres ignoritos. Cuatro, cinco, seis, setecientos ignoritos.
Y me han hablado de muchos más.
Me tienen podrida los ignoritos.
El ignorito es más peligroso que una piedra en el riñón.  Te lo dije ¡Pin, pum, pan!

martes, 13 de diciembre de 2011

El cuadro que parecía vivir

Había un país. En el país había un rey. Y había un cuadro. Un cuadro que parecía vivir. Bahhh, en realidad los que parecían vivir eran los personajes del cuadro, y llevaban más de trescientos años pareciendo vivir.
El cuadro estaba en la pared principal del enorme comedor real. Si el rey se sentaba en una punta de la mesa todos los personajes del cuadro lo miraban comer. Si se sentaba en la otra punta parecía no pasar nada, pero, cuando el rey levantaba la vista, ahí estaban todos los personajes del cuadro mirándolo.
Si el rey hacía alguna macana una tormenta terrible asolaba el fondo del cuadro. Y si el rey tomaba una buena decisión el cuadro se iluminaba.
Gobernar con el cuadro viviente no era cosa fácil.
Constantemente el cuadro cambiaba, a veces de modo drástico, pero la mayoría de las veces de un modo sutil.
El rey vivía pensando que el cuadro marcaba cada uno de sus aciertos y cada uno de sus errores con una precisión que lo abrumaba.
Así es que un día decidió quemarlo. Pensaba el rey que no podía seguir pendiente de esa figuras cambiantes que un día reían y otro día lo miraban con toda severidad. Sabía que en otros reinos los reyes no vivían acosados por esa especie de dedo acusador que era su cuadro.
Y lo quemó.
Y mientras el  cuadro se quemaba le parecía sentir en el crepitar del fuego el alarido sordo de antiguas guerras y aún en medio de las llamas sintió que los ojos de la pintura lo miraban, esta vez llenos de espanto.
Terminada la faena se sintió libre.
Al mediodía se sentó en la real mesa y  miró la pared vacía y de pronto sintió unas tremendas ganas de reirse. Se sirvió vino y dijo:
-Por fin soy un verdadero rey, ahora no hay nadie que me diga qué hice mal y qué hice bien. Soy un verdadero rey.
Al atardecer los loros de palacio, como todos los atardeceres, salieron a alborotar e iniciaron su migración diaria hacia las bardas que rodeaban la ciudad.
Sólo que esta vez los loros no migraron hacia las bardas sino que iniciaron un vuelo sin retorno hacia las tierras allende el mar.
Cuando el rey lo supo se alegró. Los loros escandalizaban demasiado cada tarde.
Años después, ya viejo, se preguntaba que habría pasado si no quemaba el cuadro que parecía vivir.
Tal vez ustedes piensen que el rey ya no era rey.
Tal vez ustedes piensen que el rey sin nada ni nadie que le marcara sus errores había perdido su trono y sus tierras.
Pero no.
El rey era más poderoso que nunca. Era un emperador. Su riqueza era enorme, sus palacios se multiplicaban desde las montañas del oeste a las playas del este y desde los arenales del norte a los desiertos pinchudos del sur.
Pero los loros. Los loros jamás volvieron a molestarlo al atardecer. Y  nunca más tuvo quien le dijera la verdad. Y desde esos tiempos inmemoriales se dice que ésa es la única forma en que un rey puede ser rey.  Sin saber la verdad. Y no sé si es así. Pero parece que si. Que así es.

lunes, 12 de diciembre de 2011

La rosa más roja

La rosa más roja era socialista.
Y la llevaba en el ojal un amigo de la tía Andrea que se llamaba Juan Manuel.
Era una rosa preciosa.
Y Juan Manuel era grandote y ostentoso como un vikingo, caminando bamboleante por las calles de Mar del Plata.
Quería contarles eso a Juan María y a Mateo. Que había una rosa roja y era la más roja, la más bonita.
La rosa roja socialista, la rosa de un mundo en el que no le faltan a nadie sábana y mantel.*
Al menos ése era el  mundo que soñaban, rosa más, rosa menos, la tía Andrea y su amigo Juan Manuel.
Sueñen mis Mateitos con un mundo tan amable como con el que soñábamos nosotros, y sueñen fuerte y claro porque de esos sueños está hecha la gente buena. Y la gente buena atrae la felicidad.




 Que no le falten a nadie sábana y mantel (canción de María Elena Walsh la de la tortuga Manuelita)

domingo, 11 de diciembre de 2011

La Paranoia

Es gracioso esto de los blogs. No es para paranoicos.
Puede seguirte alguien y ni siquiera te das cuenta.
Es como una ventana sin cortinas que da a la calle y por la calle puede pasar casi cualquiera.
A veces me pregunto cómo será dentro de veinte, de treinta años.
Se me ocurre que un día la humanidad se tapará los ojos, los oídos y no querrá saber ya nada de nada.
No va a haber conejos en el mundo y va a haber miles y miles de perritos de raza.
No podremos oler bosta en el campo pero sí en los desfiles, ¿será así el mundo?
Cuando era chica pensaba que si Dios existía seguro que sufría de un infinito aburrimiento. Tanta y tanta cosa que tenía que escuchar.
Ahora, de casi vieja, pienso lo mismo, sólo que ya no me apiado de él. Cada cual es artífice de su propio destino, pienso.
Y mientras me pregunto y pienso y me contesto resolví seguirme a mí misma, sólo para estar segura de que mi paranoia tenga causa y al menos alguien me esté siguiendo.

Te viá redetir a juego

Se bajaba de la máquina Quiñones armado con una palanca.
-Te viá redetir a juego- decía.
Ella se quedaba ahí impasible, indiferente a la furia del peón.
-Te viá redetir a juego -dijo Quiñones- y revoleaba la palanca que tenía en la mano como para zampársela.
Carlos vino corriendo, medio cruzando campo, enterrando y desenterrando los pies ente los surcos.
-Espere Quiñones, -le gritaba-  no haga macanas.  Así no se arregla nada.
Y Quiñones se comíó el amague.
-Te viá redetir a juego -le dijo bajito, como para que nadie lo escuchara amenazar.
Carlos llegó y envestido de su autoridad de patrón le manoteó la palanca. Quiñones, dócil, dulcificado por la súbita aparición del otro se la dio sin mucha vuelta.
-Hay que tener un poco de paciencia -dijo el patrón- todo tiene arreglo.
Era enero y un sudor polvoriento les corría a los dos por la espalda y amenazaba con bajarles más allá del cinturón.
Quiñones se rascaba la cabeza con gorra y todo y decía, humildón:
-Es que a veces no se aguanta, no se aguanta.  Uno le da y le da y ella, cuando quiere, planta bandera y listo.
Y el tiempo  fue pasando, amanecer tras amanecer.
Un día sintió Quiñones que le ardía la nuca.
Era como una quemazón, algo más que el sol intratable de pleno enero.
Cuando miró para atrás venía como con cola de novia, sólo que era una cola de fuego.
La cosechadora, reina y señora de la trilla, se había incendiado y venía arrastrando una perezosa cola de llamas y de chispas.
Apagaron el incendio de puro caprichosos nomás.
-Al final, te redetí a juego nomás -dijo Quiñones, pateando despacito un fierro humeante de entre los restos de  la cosechadora.
Carlos, sin tener donde apoyar la pena, se dio vuelta y salió para las casas, con el pampero piadoso secándole despacio las lágrimas y el sudor.

miércoles, 7 de diciembre de 2011

Historia de Hayqué

Le decían Hayqué porque estaba siempre diciendo lo que había que hacer.
Andaba siempre con una lista de incomodidades abajo del brazo.
Si había que irse al Caribe en un crucero, Hayqué convertía el viaje en una travesía a fuerza de complicarse la vida.
Si había que preparar un asadito, arrancaba a las siete clavadas, casi de madrugada, organizando el menú y el cronograma.
No sabemos cuándo perdió el nombre para convertirse en  Hayqué.  Pero sospechamos que habrá sido cuando le hicieron creer, muy de chiquito, que había que ser prolijito para hacerse querer.

Pobrecito el cocodrilo

El sapo pensaba que el cocodrilo era jetón.
El sapo pensaba que de esa bocaza pinchuda sólo salían pavadas y, de tanto en tanto, alguna que otra liebre de las que iban a parar entre sus fauces de puro atropelladas.
El sapo pensaba que el cocodrilo era un matón adormilado y pelandrún, que andaba revolviendo el barro del fondo, atorrando todo el día para salir de golpe y comerse a las pobres criaturitas que nadaban en la orilla del río.
Por eso inventó el sapo la moda de las carteras de cocodrilo.
Habló con la Cocó Chanel, y la convenció de que no hay cosa más fina que unos buenos zapatos hechos de ofidio.
Es que el sapo de verdad pensaba que el cocodrilo era un mal tipo,  con su costumbre  de andar meta bostezo, haciéndose el distraído,  mientras buscaba gente desprevenida para comérsela.
Cuando el sapo advirtió que se le había ido la mano, ya era tarde.  El cocodrilo estaba en extinción y para verlo había que irse a meter en unos ríos que quedaban muy para el lado del África.
Ahora anda el sapo en campaña ecologista.
Insiste en imponer la moda del ecocuer, que es un modo de llamar al cuero trucho.
El sapo está arrepentido y anda diciendo "Pobrecito el cocodrilo" a todo el que quiera escucharlo, arrugando la jeta ancha y plana de sapo cancionero, para que nadie le diga que, igual que el cocodrilo, él es un gran jetón.

Pedro Mariotto e Hijos Sociedad Anónima

Pedro Mariotto e Hijos Sociedad Anónima.
Yo creo que mi papá sólo quería ser llamado hijo y pienso que lo logró mucho después, cuando la vida nos convirtió de verdad en anónimos y en mucho menos que  una sociedad.
Pedro Mariotto e Hijos. Hay palabras que son más que palabras. Es raro. E hijos.
Palabras que son más que palabras, ahí, escritas en blanco, sobre una pared.  

Historia de amor amor

El primer amor de la tía Andrea se llamaba Ramón.
Ella tenía ocho años y el setenta o por ahí, pero así es el amor, no hay edad para su gloria.
Cuando él se murió, aquejado de vejez, la llevaron en tren a despedirlo.
La llevaron engalanada con su vestido rosa y sus zapatitos con presilla, presintiendo tal vez que  la pobre, tan chiquita, tan de rosa, se sentía en estado de viudez.
Y si la línea recta es la menor distancia entre dos puntos entonces el amor es la menor distancia entre dos almas, pensaría ella muchos años después, ya vuelta una señorona.
La tía Andrea a los ocho años trazó una línea recta, rectísima, y se enamoró perdidamente del tío Ramón.

martes, 6 de diciembre de 2011

Pero no lee ni el Patoruzú

Así dijo la abuela.
La abuela, "que era una tigra para defender a los hijos", dijo el abuelo.
La abuela, que es la bisabuela de Juan María y de Mateo, dijo así:
- Sí, sí, muy inteligente, pero no lee ni el Patoruzú.
Y eso, en el idioma de la abuela, quería decir que la inteligencia es más inteligente cuando a uno le gusta saber cuanta cosa se pueda saber, sólo por saberla nomás.
Por eso, Isidoritos míos, no sean bestias y, ante la duda, lean el Patoruzú.

jueves, 24 de noviembre de 2011

Agua que no has de beber átala a un palo

Siempre decía así mi amigo Oscar.
Agua que no has de beber átala a un palo.
Pocos han visto agua atada a un palo. Pero yo la vi.
Atadita y obediente, al lado de la casa del Zuñi.
El Zuñi, que era medio mago y medio sordo se llamaba en realidad Gervasio Emanuel Zuñiga, pero todos lo conocíamos como El Zuñi, pero eso sí,  cuando nos dirigíamos a él le decíamos Zuñi nomás. Porque así se hace.
Decía uno por ejemplo:
-El Zuñi hace semanas que no viene por el boliche.- Pero, cuando uno se lo encontraba se imponía un protocolar  -¿Qué tal, Don  Zuñi ? ¿Cómo anda usted?, ...hace mucho que no lo vemos por el boliche.
El Zuñi tenía su casa, su lagunita, dos caballos criollos y cinco o seis perros.  Y su ganado, claro que sí.
Nos reíamos porque decíamos que era más devoto de sus perros que de la Virgencita de Luján, aunque la tuviera siempre ahí, en primer plano.
Decíamos que más bien la que era devota de la Virgen de Luján era la Zuñi, es decir la mujer del Zuñi, que así la llamábamos.
Ella era devota al máximo de la virgencita enyesada. Le encomendaba cuanta cosa se le ocurría. Si ponía una torta al horno ahí nomás decía:
-Te encomiendo esta tortita, virgencita de Luján. Que salga tierna y muy rica.
Si había tormenta eléctrica ponía a la virgencita mirando para afuera y le decía:
-Te encomiendo virgencita a Gervasio Emanuel y a todos los otros animalitos de Dios.
Y Gervasio Emanuel no se ofendía por esta igualación con el resto de la fauna local porque  él era un  enamorado del bicherío y que su mujer lo metiera en la misma bolsa que a perros y a vacas le parecía una cosa de lo más natural.
Lo de las artes mágicas del Zuñi vino a tomar estado público cuando hizo  la laguna  que ahora llamamos La Lagunita del Palo.
El Zuñi andaba alunado por esa época. Alunadísimo. Había sido un año de seca. Una seca como no se recordaba en la zona.Una seca cruel por culpa de la cual andábamos todos de la cuarta al pértigo. Los animales estaban que daban pena, puro pellejo, buscando pasto y caminado por las aguadas secas. Había que  preocuparse por mantener los bebederos llenos y andar todo el día ajetreando para que el  ganado  no se viniera abajo. Unas tormentas secas, todo rayo y trueno, partían el cielo y la virgencita de Luján se la pasó todo el verano mirando para afuera por la ventana del rancho, con la encomienda de traer lluvia y cuidar el monte.
La cosecha era un fracaso, con unos trigos flacos y petisos como hacía rato no se veían.
Esa mañana el Zuñi se levantó distinto. Meditabundo. Es que había tenido un  sueño, contó después. Un sueño bien raro.
Se afeitó en el patio, que no hay mejor lugar cuando uno quiere afeitarse la pelusa.
Esmeralda, que era el nombre de la Zuñi para andar por  la casa, parloteaba que daba gusto. Pero el Zuñi, que era  medio sordo de los dos oídos,  pero sordo del todo del oído derecho, le apuntaba con esa oreja y se concentraba para rescatar los detalles del sueño antes de que se le perdieran para siempre.
Esmeralda iba y venía con el mate dulce, que dulce lo cebaba a la mañana, y le empujaba al borde del plato los cuadraditos de torta azucarada como para dejar constancia de que eran para él.
Ella ya se había el despachado el resto de la torta porque, si él era lento para comer, ella era ansiosa.
El Zuñi se puso las bombachas de trabajo, lavadas y planchadas como sólo su mujer sabía hacerlo. Duritas de plancha  y con ese olor a jabón blanco que era un olor que había que conocer para saber que era olor a limpio.
Se puso una camisa de cuadrillé amarillo. Prolijita. Quería aprestarse para la ocasión, pero no ameritaba vestirse como para ir al pueblo. Sí creía conveniente acicalarse, como para cumplirle al sueño.
Con una hachuela afilada se fue al monte y se trajo un palo largo y firme, restos de un eucaliptus que había partido en dos un rayo. La mitad del árbol había sobrevivido y los retoños estaban empenachando la cicatriz oscura, pero la otra parte, vencida por la quemazón, se había rendido para un costado y de ahí sacó el Zuñi el palo endurecido a fuego, algo que le había llamado la atención hacía unos días.
Mientras se tomaba otros mates le afiló la punta al palo, mientras la Zuñi, Esmeralda, le decía:
-Tené cuidado con las manos Emanuel, que siempre fuiste medio inútil vos.
Ni una vez le preguntó para qué quería el palo, tal vez porque estaba acostumbrada a sus rarezas o tal vez porque estaba más acostumbrara a que de tan sordo nunca le contestara,  y no tenía ganas de andar gritando para preguntarle.  Apenas si le daba la voluntad para hacerle escuchar que no se cortara un dedo, pero hasta ahí nomás le llegaban las ganas.
Cuando la punta del palo estuvo bien afilada lo puso al lado de la ventana y  entró y puso a la virgen apuntando bien derecho como mirándolo.
Del cajón de Esmeralda se trajo la cinta rosada de un camisón floreado.
Cuando ella vió la cinta ya era tarde.  Ya la había cortado en dos pedazos y había dos lazos rosados atados bien fuerte al palo negro. La virgen vigilaba la maniobra.
Lo que se le complicó fue encontrar una cinta argentina. Se acordaba que había unas escarapelas en el costurero pero eran cortitas y  tuvo que pedirle ayuda a Esmeralda y soportar la perorata. Que el camisón era el bueno, por si se enfermaba, que para qué hacerle esa achuría, y alguna otra cosa que no pudo escuchar porque ella se olvidaba de despotricar apuntando a la oreja izquierda.
Al final, la cinta argentina salió de una camisa vieja, a rayas blancas y azules,  pero que estaba celeste y blanca de puro vieja y lavada nomás.
- La iba a usar como trapo -dijo Esmeralda- qué mas da.- Y le cortó tres tiras largas de la espalda de modo que salieron unas lindas cintas argentinas, que él ató al palo, con muchos nudos prolijos.
Y así quedó el palo, decorado con una cinta argentina, una rosa, otra argentina, otra rosa, y otra argentina al final.
Lo dejó apoyado al lado de la ventana, la virgen mirando fijo para el lado del palo.
Él se se fue a revolver al galponcito, buscando una maza que sabía que estaba pero que no usaba nunca.
Después desapareció y cuando Esmeralda tuvo listo el asado de cordero  y estaba por empezar a los gritos para llamarlo, se apareció todo sudado y metió la cabeza abajo de la bomba.
Cuando se sentó a la mesa era otro, pensó la Zuñi, se le había pasado la luna que ya llevaba como mes y medio sin aflojarle un día.
Comentó unas travesuras del cuatroojos, el perrito con dos manchas en la frente que era su preferido porque había aparecido el día que la hija se le fue a vivir al pueblo.
El vino lo tomó aguado, como siempre, con mucho hielo.
A la tardecita agarró el palo y rumbeó para el bajo.
Esmeralda lo vió caminar derechito hacia el atardecer.  Parecía una figurita de indio recortado contra la luz anaranjada, con ese palo que parecía lanza, todo decorado.
Se las arregló para clavar el palo en la tierra pero tuvo que cinchar como un loco.
Subido a un tronco le daba con la maza y  lo fue clavando hasta que las cintas le quedaron más o menos a metro y medio del piso.
Ahí paró y descansó.
Dio unas vueltas, medio alrededor del palo, medio yendo y viniendo por la hondonada, mirando el suelo, como buscando cositas.
La única que puede contarlo es la Zuñi, pero tampoco puede contar mucho porque se aburrió de mirarlo y se fue a descolgar la ropa del cordel. De paso le dio de comer a las gallinas y les volvió a poner agua porque, con esos calores, más vale que sobrara.
Por eso no vio volver al marido. Pero contó que le llamó la atención que del pajonal del bajo salían corriendo unas liebres y que unas perdices levantaron vuelo, y lo que más le llamó la atención fue el retumbar de un tucu tucu en los límites del patio, cosa que no escuchaba desde hacía años.
Cuando esa noche la hija los llamó al celular, Esmeralda le contó que estaba lloviendo, gracias a Dios.
-Sin rayos y sin truenos- agregó.
La hija le dijo:
-Pero qué  raro, mamá , si acá en el pueblo no llueve.
-Acá sí - le dijo la madre- una lluvia mansa pero que no se termina nunca, como si lloviera de día.
-Qué raro -dijo la hija- la verdad.
Y Esmeralda dijo que, pensándolo bien, era bien raro que en la radio no dijeran nada, en especial porque con el asunto de la seca caía medio milímetro y espaventaban por cien.
-Sí, es bien raro.
Cuando el sol despuntó, Gervasio Emanuel Zuñiga, el Zuñi, ya estaba de pie y le llevaba a su mujer un mate dulce, como sabía que a ella le gustaba a la mañana.
Ella se asombró de verlo tan cariñoso, porque pese a que siempre había sido un hombre bueno, eso de llevarle un mate a la cama era un acontecimiento.
La apuró a vestirse y desde la galería de la casa la llamaba.
Cuando ella salió y vio la laguna, tan bonita y tan brillante, con las vaquitas a la orilla y hasta una garza rampante rielando sobre el agua , casi se desmayó.
Decí que ahí estaba Emanuel, para atajarla. La agarró como cuando jóvenes, bien abrazada, pegándola al   costado, como de novios.  Le apoyó la pera en la cabeza y mirando la laguna azul por entre los pelos canosos de la mujer querida  le dijo.
-Ahí te até el agua, con la cinta de tu camisón y la cinta de la patria, con las cinchas del corazón, como me dijo ella, la virgencita enyesada.
Y de ahí, creo yo, vendrá el dicho que Oscar decía:  Agua que no has de beber, átala a un palo.
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domingo, 20 de noviembre de 2011

Negro el once

Y yo soñaba que el señor de la punta decía -Negro el once.
Me habían dado las fichas salmón y las había puesto alrededor del once, en el cuadro con el diecinueve y al final, emocionada, había puesto una fichita en el negro el once.
Y el señor de la punta dijo -Negro el once.
Y José me decía -Bien Gordi, la pegaste.-  Y me daba unas palmadas en la espalda y me dejaba turulata de cariño.
-Negro el once
-Negro el once
-Negro el once
Por eso fui al casino, porque había estado soñando toda la noche con el negro el once y cada vez José venía y me daba unas palmadas en la espalda y me decía -Bien, gordi, bien, pegaste un pleno.
-El once es mi número -decía mamá en el sueño. Y papá ponía cinco fichas en el once porque era el número de mamá y el señor de la punta decía -¡Cero! -y pasaba el rastrillito, y papá, con el pelo blanco y la cara más blanca que el pelo ponía la última ficha otra vez en el once y se daba vuelta para no mirar, se iba hasta tres mesas más allá y volvía.  Y el señor de la punta decía -Rojo el treinta y seis. Y papá volvía y nos llevaba a todos a la rastra sin tocarnos, sin llamarnos, echándonos simplemente una mirada violeta, cortita y triste.
Pero el once era el número de mamá.

sábado, 19 de noviembre de 2011

Una historia triste: El último atún

Los lunes eran día de banco.
Y los martes, los miércoles, los jueves y los viernes.
Había tantos cheques voladores en su vida que en cualquier momento la Universidad le daba el título de ingeniero aeronáutico honoris causa.
Alfonsín era presidente y los bizcochitos de grasa costaban un Austral el cuarto. No había luz a partir de las 15 y el departamento estaba en el séptimo piso. Salía del trabajo a las 15, 30.
Pero lo importante era  ver el vaso medio lleno. Eso decían.
No está muerto quien pelea. Eso decían.
De esas épocas me acuerdo de cuando lo corrió el caballo un domingo que estaba repartiendo boletas en la otra punta de la ciudad. Era un caballo que se creía perro porque había sido criado como caballo guardián en una quinta de Camet, y cuando lo vio venir para dejar la boleta en la puerta lo empezó a correr, puro diente y patas, y lo llevó a mil como kilómetro y medio, hasta que al final se aburrió de correr, el muy maldito.
Prácticamente la pifió el día que se dio cuenta de que no había salida. Pero ese mismo día  lo conoció a Ramunno y fue como decían: un soplo de esperanza.
Ramunno le alquiló el departamento porque sí. Lo eligió de entre la parva de aspirantes a ojo nomás, y por eso pensó que en una de esas la suerte había pegado un viraje.
A Ramunno le respetó los alquileres al pelete. Ni un atraso. El viejo le había salvado la vida como salvan la vida los ángeles o los brujos. Lo había rescatado como quien rescata al gato más tullido de la canasta de gatos.
No está muerto quien pelea. Eso decían.
Y la fue peleando. La peleaba todos los días. Los lunes, los martes, los miércoles, los jueves y los viernes en el banco.
Sábados y domingos de caminata por los bordes de la ciudad, repartiendo boletas de a patacón por cuadra.
Es que la macana se la había mandado cuando quiso salvarse poniendo un negocito. Cuando se compró el kiosco y le pidió el préstamo al turco Julián. La piloteó como pudo casi un año. Cuando al turco los cheques le empezaron a rebotar como quien los tira contra un frontón, la cosa se puso fulera.
Un día un morocho acicalado se le apareció por el kiosco y arrasó con todos los puchos.
A la semana siguiente el mismo morocho de vaqueros de tiro bajo y botas negras bien lustradas se presentó y le explicó que no daba para más.
Cuando el morocho le rompió la rodilla con un fierro todavía se estaba riendo y  el tipo indignado por sus carcajadas le arruinó las costillas de un coscorrón. Era que, mientras le daba con el fierro, el morocho le decía que el turco lo había mandado a darle el últimoatún.

sábado, 15 de octubre de 2011

Cirujeando

Uno anda cirujeando cositas por ahí.
Un poco de cariño anda cirujeando uno.
Una palabra linda anda cirujeando uno.
A veces se cirujean cosas materiales, como por ejemplo una silla sin tapizado o un buen tanque de 200 litros, o una mesita de caña casi impecable.
Pero la mayoría de las veces uno anda en busca de momentos amables.
Porque uno sabe que la vida es eso nada más.  Recolectar buenos ratos.  Por eso hay gente que viaja miles de kilometros para tomar una cerveza en la torre Eiffel o para mirar por la ventanita del puente de los suspiros.  Y hay otros que no se toman tanto trabajo porque saben que basta con ir a la Biblioteca del pueblo a escuchar el concierto de veinte bandoneones llorando tangos, o al parque de las aguas corrientes para soñar con ver a las aguas correr.
Y justamente a ese cirujeo chiquito, como de pueblo, se dedicaba Rosauro.
La madre le había puesto Rosauro porque quería un nombre que nadie tuviera, y bien que lo consiguió.  Rosauro era único en el padrón electoral de la provincia y si uno ponía Rosauro en internet solamente salían las noticias de otros países y por supuesto alguna que otra noticia del diario de Saladillo que incluían los devenires de Rosauro por el pueblo.
Y como su mamá después de ponerle un nombre y un apellido se lo dejó a los abuelos y se fue a Buenos Aires para nunca más volver, el bueno de Rosauro, criado por dos viejos re viejos y un poco amargados por la huida de la atropellada de la hija, se acostumbro a andar por ahí cirujeando retacitos de cariño y alguna que otra alegría.
Rosauro era un personaje encantador.  Tenía unos dientes más blancos que la mayoría de las personas y el dentista, la única vez que él necesitó visitarlo, le dijo que se había salido de la escala de los blancos y tuvo que preparar una pasta especial para arreglarle el diente que Verón le había astillado de un castañazo.
Rosauro tenía dientes blanquísimos,  montones de pelo más rubio que castaño, unos hombros anchos y los ojos más grises que una tormenta sobre el mar.
A Rosauro le gustaba tocar la acordeona, pero no tanto por la música, que sí le gustaba, como por el hecho de andar juntando gente por ahí.  Gente para bailar y para cantar.
En un tiempo también andaba con la guitarra pero un día descubrió que el acordeón a veces lloraba y a veces se reía y siempre  rasguñaba el alma con su mezcla de soplido y de violín.
Rosauro creía que era bueno ir a la iglesia a encontrar la soledad y se sentaba a veces a tocarle la acordeona a los santos y a las santas.  Y había un jesusito como de cuatro años al que le dedicaba casi siempre chamamés porque pensaba que a los chicos siempre les gustaba el chamamé y no podía dejar de pensar en un  Jesusito alegre caminando en patas por ahí..
Rosauro era herrero,  pero solamente hacía rejas si eran bonitas, y se dedicaba más que nada a los portones porque le gustaba mucho todo lo que se abriera.
Era un personaje Rosauro.  Andaba siempre cirujeando cariño.  Cariño de vecino, de padre, de madre, cariño en todas sus formas.  Y Rosauro era lindo.
Tan lindo como para precipitar los acontecimientos que pasaré a relatar.
Lo interesante de los acontecimientos que se precipitan es que nadie ha podido explicar el modo en que el tiempo puede acelerarse a partir del momento en que una situación inesperada irrumpe.  A partir del acontecimiento imprevisto las situaciones empiezan a apretujarse y una cosa empuja a la otra hasta que nos vemos de cabeza en un problema.
Y esa fue la situación de Rosauro el día que anunció que iba a casarse.
Se presentaron tres novias ante el altar.  Llegaron como puestas de acuerdo a las ocho menos cinco en punto y se encontraron  en el atrio todas de punta en blanco como novias que eran.
Como el monaguillo de la iglesia abrió las puertas a la primer señal,  sin haber advertido que la señal era un NO grande como una casa, ahí nomás se precipitaron sobre la alfombra roja una mescolanza de padrinos, novias y madrinas.   Y allá al fondo, muy de smoking y blanco como una lápida  estaba Rosauro.
En un instante de confusión se trenzaron las tres madrinas, medio enredándose con las colas y los velos de las novias.    Los tres padrinos, como puestos de acuerdo, se fueron para el lado de Rosauro, más para protegerse que para recriminarle.
Los invitados miraban para un lado y para el otro a la espera de que las mujeres de una punta se destrenzaran  o los hombres de la otra arrancaran con los puñetazos.
Nada de eso pasó.  Tuvo que agarrar el padre Antonio el micrófono y empezó a gritar - Haya paz, que haya paz he dicho, que esta es la casa del señor.
- Qué señor ni señor - dijo la madrina vestida de azul - que clase de cura es usted que anda arreglando casamientos poliméricos.
- Casamientos Polígamos - dijo el padre Antonio y la madrina de traje plateado le gritó - Cura degenerado.
- Cállense todos - gritaba el padre Antonio y nadie se callaba.
- Que hable el novio - gritaron desde la platea y el cura se le acercó, ni lerdo ni perezoso, con el micrófono inalámbrico  y lo calzó en la cabeza de Rosauro en un santiamén. .
- Que hable, que hable, que hable- coreaban los invitados
- Ejem - dijo Rosauro.
Al tercer ejem en la iglesia no se escuchaba ni el roce de los tules.
Todos habíamos quedado petrificados, como estatuitas, a la espera de las palabras de Rosauro.
- En primer lugar agradezco la presencia de todos Uds. - dijo - muy especialmente la de mis novias las cuales están una más bonita que la otra sin poder decirse cual es la más hermosa.
- En segundo lugar agradezco al padre Antonio la posibilidad de reunirnos en la casa del Señor.
- A los padrinos y madrinas les agradezco las fiestas que han preparado y a los amigos y amigas los numerosos presentes.
- Y finalmente les agradezco a todos que me acompañen en este día tan  especial en el que he decidido unir mi destino a las tres futuras madres de mis hijos.
Ahí hizo una pausa Rosauro y en la iglesia el silencio se hizo tan silencioso que lo único que se escuchaba era la respiración del novio reproducidad fielmente por el micrófono inalambrico donado por el intendente a la parroquia.
De pronto la escena se puso en movimiento.  La madrina de azul le manoteo el ramo a la novia respectiva y se abalanzó sobre Rosauro y le sacudió sin asco con las rosas dándole entre medio algún que otro sopapo,  como para que tuviera y para que guardara para el futuro próximo.  La madrina de plateado que se había quedado con la boca abierta de par en par reaccionó de golpe y después de mirarle la  panza a su hija y la cara a Rosauro lanzó un aullido largo y tan agudo que los caireles de la araña de cristal temblaron y el padre Antonio instintivamente se puso los brazos sobre la cabeza.
La tercer madrina, de negro ella, se sentó filosóficamente en la punta de un  banco y hubiera optado por desmayarse si eso no hubiera implicado perderse el espectáculo.
Los padrinos, desorientados, no sabían si ocuparse de Rosauro o de sus esposas, y de pronto, casi como de acuerdo salieron disparados hacia las respectivas cónyuges evidentemente persuadidos de la necesidad de minimizar daños futuros.
El que peor se las vió fue el cónyuge de la madrina de Azul que por intentar frenar a su enfurecida mujer ligó dos o tres mamporros y terminó con media orquídea en la cabeza.
Y justo en ese momento arrancó el organista con la marcha de San Lorenzo.
El pobre hombre, impactado por las escenas que presenciaba desde el balcón del órgano, recordó eso de que  la música calma a las fieras,  pero como la marcha nupcial le pareció inoportuna no se le ocurrió mejor cosa que darle a la marcha de San Lorenzo que había estado practicando para el te deum del 25 de mayo.
A decir verdad consiguió un curioso efecto.  La abuela de Rosauro, sentada en el primer banco y que desde hacía bastante tiempo no estaba lúcida, sino de la otra manera, se largó a cantar a voz en cuello Febo asoma, contentísima de entender por fin algo de lo que pasaba.
Rosauro, con el micrófono inalambrico todavía en la cabeza,  emocionado con la resurrección musical de la abuela, se enganchó con el clarín estridente sonó y su voz de tenor rebotó de punta a punta de la iglesia y fue arrastrando a los invitados que, a falta de otra forma de participación colaboraron entusiastas con la marcha.
El cura Antonio se sentó extenuado en el sillón de la esquina y mi primo Alejandro, disfrazado de monaguillo con el vestidito blanco todo lleno de  puntillas le daba con el agua bendita como para resutitarlo.
Para cuando terminó la marcha de San Lorenzo el cura estaba empapado,  la abuela de Rosauro toda colorada y contentísima, y Rosauro, más lindo que nunca, rodeado por sus tres bellas  novias tres.
Finalmente se desalojó la iglesia.  El cura Antonio se negó de pleno a celebrar el matrimonio y ni siquiera accedió a bendecir la unión cuatripartita.
Los invitados sanjaron la cuestión acercándose a saludar a los novios al altar y a felicitar a los futuros padres.
Albina le tocó la rodilla al novio y yo también, porque trae suerte.
Los monaguillos fueron enviados a apagar las luces y así nos fueron arriando hacia al atrio, despacito.
El organista para esa altura se había desatado y le daba al órgano con Traetormentas, una de deep purple que había ensayado todo el invierno.
Uds. se preguntarán como terminó la cosa.  Fácil.  Ahora Rosauro es obispo de la Iglesia de los Santos de los Utimos Días.
Pero en el pueblo todos sabemos que en las siestas de enero y de febrero vuelve siempre a tocarle el chamamé a Jesusito porque dice que no hay un silencio más fresco y refinado que el de la iglesia.
Y a pesar que ya va por los dieciseis hijos y tiene la metalúrgica más grande de la zona, sigue tocando la acordeona y cirujeando por ahí  momentos amables y cariño.
Dicen sus suegras que la culpa es de la madre, esa desvergonzada que lo dejó y se fue para siempre a Buenos Aires.

Hubo un tiempo que fue hermoso

Hubo un tiempo que fue hermoso, y fui libre de verdad....
Eso decía la canción. 
Pero nadie sabe muy bien cuando fue ese tiempo. 
Debe haber sido entre las décadas del 60 y del 80, pero no todo el tiempo.  De a ratos nomás. .
A los argentinos nos duele la Argentina. 
La Argentina es como una ampolla de esas que te salen por usar los zapatos nuevos que tanto te gustan.  Soportás el dolor porque te encantan.   Pero eso no podés hacerlo siempre.   Lo hacés cuando tenés 16 sin duda alguna, lo hacés cuando tenés 23 y tal vez si tenés 34 y todavía andás buscando novio.  Pero llega el momento que la ampolla importa más que el zapato.
No estás dispuesto a sufrir eternamente dolor de pies.   En un momento dado querés fervientemente descalzarte y ponerte un país que no te ande jorobando siempre, un país más sencillo, quizá un país como una alpargata o una ojota.  Un país que te deje caminar sin andar sufriendo todo el tiempo. 
Ahoras son épocas de Cristina.  
Ella es la presidenta y hay personas que la aman como si la conocieran y otros que la odian como si la conocieran. 
Yo siento que veo todo desde una lejanía en verdad lejana, como si hubieran pasado doscientos años y mi mirada y mis sentimientos estuvieran ojeando un viejo libro de historia. 
Siento al presente como algo que ya fue.  Sin que me diera cuenta también fue para mi, pero no hay dudas, ya fue.  Yo ya viví esta historia, ya la pasé, ya estuve, ya transcurrí, ya transcurrió. 
Vivo el presente con un fatalismo que me sorprende. 
Me digo que esta es la época de Cristina, y antes la de Kirchner, y antes la de De la Rua y antes la de Menem y antes Alfonsín, la de los militares y antes la de  Isabelita, y antes la de Perón, y antes la de los militares y antes la de presidentes fugaces y cautivos, golpes de Estado, Perón, y golpes de Estado y tal vez Yrigoyen y otra vez unicatos y  así hasta el fondo de la pequeña historia de esta Argentina.
Básicamente una sucesión interminable de arrogancia, un diálogo entre sordos paraplejicos, una imposibilidad. Y mucha verguenza.
Vivo el presente con  fatalismo .  Me da tanta vergüenza el pasado como el presente y me da miedo decirlo y me vuelve a dar vergüenza sentir miedo. 
Se que quiero otra cosa pero ya no se que quiero. 
Quiero un lugar en el mundo en el que no sean los presidentes, ni los dictadores,  ni los poderosos de turno los que marquen las tristezas de mi vida. 
Quiero ser libre. 
Libre. 
Libre. 
Porque así me sentía en ese tiempo que fue hermoso.  Libre.  De verdad.   No hay bien más grandioso, dijo el abuelo Pedro, que la libertad. 
No elijas jamás lo que te haga esclavo.  Elegí la libertad.  Y a eso me dedico cada día, y en eso fracaso cada día, porque no puede haber miedo en la búsqueda de la libertad. 




viernes, 30 de septiembre de 2011

Culebrita y Anaconda

Culebrita y Anaconda eran hermanas. Habían nacido de misma madre pero los genes parece que los habían sacado mitad de padre y madre y la otra mitad propiamente del mundo de los sérpidos y otros seres reptantes y apretantes.
Culebrita arrancaba con la hipótesis y Anaconda pegaba el apretón final.
Al menos eso decía el tío José que, cuando se esmeraba, era casi un genio del sobrenombre.
Le supo poner sobrenombre a todos los vecinos y compañeros de trabajo  y de tan adjetivantes que solían ser los sobrenombres, el pobre sujeto pasaba a llamarse tal cual el tío José lo había bautizado.
Hubo una época en que, cuando entraba uno nuevo al trabajo, hasta se le encomendaba buscarle un nombre, con lo que el tío José pasó a ser como un párroco de bautismo civil, propiamente.
A Culebrita y Anaconda les puso el sobrenombre pero funcionaba solamente en conjunto.
Culebrita suelta no era Culebrita y Anaconda suelta no era ninguna Anaconda.
Solamente cuando estaban juntas ocupándose de algún pobre mortal eran Culebrita y Anaconda, dueto serpentario de gran capacidad.
-Pero ¡qué lindo era escucharlas!- dice el tío José-  ¡Qué lindo! Si me parece ayer.
-Uno no podía ni pensar, de tanto palabrerío que había en el aire -dice el tío José- Culebrita largaba un venenito inocente, medio dulzón y ahí nomás Anaconda hipnotizaba a la presa y páfate, la pasaba al mundo de los escurridos -dice el tío José- Era gracioso verlas en acción.
-Cuando Culebrita se fue la verdad se la extrañó. Anaconda anduvo un buen tiempo como desorientada.
-Por suerte llegó Internet y la banda ancha. Ahora se encuentran en el messenger y le dan a los teclados sin pena y sin asco.
-Ellas dicen que no es lo mismo pero yo pienso que sí -dice el tío José- Culebrita y Anaconda... ¡Qué buenas pilchas esas dos!

miércoles, 21 de septiembre de 2011

La verdadera Bruja Mala

La Verdadera, Original, Made in Argentina Bruja Mala existe.
Y si ustedes le preguntan les dirá que ella es buena.
Porque en donde ella vive no funcionan bien los espejos. Parece ser que el espejero loco puso una fábrica de espejos hace como 201 años y fabricó todos los espejos de la región y por la ley de la oferta y la demanda con tanto espejo bajó el precio y todos compraron espejos del espejero loco y por eso en la Argentina la gente tiene espejos que no funcionan bien.
Durante muchos años no supimos que los espejos funcionaban mal.
Es que en eso consistía la magia de los espejos. Uno miraba y veía algo distinto a lo real, pero eso sí, el espejo siempre mostraba más o menos lo que uno esperaba ver. Por ejemplo, yo siempre me vi con un sombrero rojo  y estaba convencida de que me quedaba muy bien y tanto y tanto repetirlo terminó convenciéndonos a todos de que era hermosa. Los forasteros llegaban al pueblo decididos a conocer a la gran belleza y se volvían a sus tierras desilusionados, pero de puro educados jamás nos dijeron que estábamos chiflandengues.
La  magia de los espejos consiste justamente en que uno no puede dejar de creer lo que ve con sus propios ojos.
Y supe también de un hombre que se veía alto y era un gurrimín gracioso y de un hombre alto que nunca se vio tan alto y de un hombre lindo que nunca se vio hermoso y de una mujer hermosa que jamás pudo verse tal cual era.
Y en ese mundo de espejos dislocados vivía la bruja mala y se creía buenísima y andaba por ahí haciendo maldades y mirándose al espejo que la engañaba y no la dejaba ver qué mala era.  Ella decía:
-La gente no me entiende, no me devuelve, no me agradece, la gente es mala.
Ella decía:
-Hace dos semanas que los invité a cenar y no me devolvieron la invitación-  pero no se daba cuenta de que había puesto en la mesa tres tomatitos y una cubetera. Claro que el espejo engañador del comedor había mostrado una mesa llena de manjares y ella siempre creía lo que veían sus ojos...en el espejo que le convenía...claro está.
Así era el mundo de la bruja mala.
Un día fue al psicólogo. Pero el psicólogo también tenía espejos del espejero loco.
¿Y qué vio la bruja mala?
La bruja mala se vio a sí misma buena y preocupada.  El psicólogo le decía:
-Crea en usted misma, acéptese -y ella salía hecha una diabla a lanzar hechizos de mala leche y desamores.
El psicólogo le decía:
-Deje de preocuparse por la opinión de los demás -y ella se dejó crecer las uñas y andaba por ahí rasguñando criaturitas.
El psicólogo le dijo:
-Mírese al espejo -y ella veía a una señora agradable y sonriente, divertida y acogedora.
La  bruja mala decía cosas feas. Si estabas dos kilos más gorda te decía que estabas gordita pero linda, si estabas hecha una bolsa de huesos comentaba que te sobraban dos kilitos, cosas de fomentarte la anorexia, si tu tío era feo como un pisotón te decía:
-¡Qué linda! Sos igualita a tu tío, la misma piel y los mismos ojos,¡igualita!
La verdadera bruja mala vivía en Argentina. Ella se calificaba como persona solidaria y buena amiga. Y usaba un espejo del espejero loco e iba a un psicólogo que al final resultó el espejero loco en carne y hueso.
Ella era feliz solamente si su felicidad era exclusiva. Le gustaba ser rica entre pobres. Le gustaba ser linda entre los feos, alta entre los petisos y flaca entre los gordos.
Pero lo más horrible de la bruja mala era justamente que se viera buena.
El espejero loco lo sabía y por eso había fabricado los espejos con magia mentirosa.

Si ustedes, ahora mismo, van y se miran a un espejo van a poder comprobar que seguramente tienen un espejo del espejero loco.
Si levantan la mano derecha el espejo levantará la izquierda y si guiñan el ojo izquierdo el espejo les guiñará el derecho.
Seguramente alguien les va a decir que es un efecto óptico lo que están viendo. Y es verdad. Pero dense cuenta de que si el espejo puede engañarlos con tanta exactitud en algo tan evidente, en cuánto los estará engañando sin que se den cuenta.
Así es que a la bruja mala el espejo del espejero loco le decía siempre lo que quería oír. Bastaba que ella dijera:
-¿Quién se merece un bombón?-  para que el espejo le dijera -La más linda, la bruja más buena y amable, ésa se merece un bombón.

Por eso no se fíen nunca de los espejos, tomen la precaución de escuchar a los demás y preguntarles siempre si es verdad que tienen puesto un sombrerito rojo (yo me enteré que estaba sin sombrero cuando me lo dijo la tía Ana). Y si ustedes se creen muy buenos o muy simpáticos, asegúrense de no estar mirándose en el espejo equivocado o haciéndose asesorar por el espejero loco.
Porque mirar espejos engañeros ha traído muchísimos problemas por estos lares.
Aquejados como estamos por la plaga de los espejos del espejero loco, un día las brujas buenas hicieron un aquelarre en el hotel Provincial de Mar del Plata para tratar de dar solución a la cuestión de los espejos equivocados.
En el hall principal pusieron espejos verdaderos de un lado y espejos del espejero loco del otro.
Al medio pusieron una cortina grande, tipo telón, que pidieron prestada del auditorio.
En la calle un grupito de hadas encantadoras invitaba a los turistas a colaborar en el experimento.
El experimento consistía en que la persona se miraba en los espejos de un lado y después en los del otro y un comité de observadores tomaba nota de las reacciones.
Los turistas tenían que decir cuáles eran espejos de verdad y cuáles los espejitos mágicos del espejero loco.



(continuará)

martes, 13 de septiembre de 2011

Historia de Dos Dolores (versión 2)

Cuando nació le pusieron de nombre Dolores.
Siempre lo consideró un mal nombre porque se lo tomó como una predicción.
Pero la verdad que, más que predicción, se convirtió en una profesía autocumplida.
Porque ella, lamentablemente, era la mismísima Dolorosa.
Tal es así que le pusieron de sobrenombre Dos Dolores.
Es que donde ella veía la oportunidad de sufrir siempre lo hacía por partida doble.
Si hacía frío siempre la agarraba desabrigaba. Si había mucho sol el bloqueador solar no le daba resultado y si llovía no sólo andaba sin paraguas, sino que se agarraba todas las baldosas flojas.
Si le regalaban chocolate justo ayer le había dado una pataleta al hígado fenomenal, y si compraba zapatos nunca eran tan cómodos como los del año anterior, de modo que cada año iba de peor en peor.
Cuando andaba ligera de vientre nunca encontraba un baño y, si andaba estreñida, seguro la invitaban a comer fondeau.
Nunca un sobrenombre estuvo mejor puesto.  Friolenta, sancochada, descompuesta, intoxicada, amargada y todo eso era Dos Dolores, todo por dos.
Lo malo es que la manía de sufrir por todo se le había pegado de tal forma que cuando había motivo para alegrarse ella siempre podía encontrar el lado negativo, y si no había lado negativo al menos por cábala tenía que preocuparse.
Es que le daba un no sé qué eso de ponerse contenta, no fuera cosa que por estar contenta pasara algo.
Cuando Dos Dolores se hizo de un novio nos quedamos pasmados.
-Por fin -dijimos- se le hizo.
El novio era alto, fortachón y más rubio que un vikingo.
Pero cuando habló, ¡uy!, cuando habló... También parecía un vikingo.  No se le entendía nada pero nada.
Pensamos que Dos Dolores no dejaría pasar la ocasión y sufriría por la mala suerte de haber conseguido un novio tan lindo pero tan bobo.
Pero lo impredecible es impredecible, por eso es impredecible.
Dos Dolores no dijo ni pío.  Y se la ve muy bien.
Anda con su novio de aquí para allá y parece que se casa para mediados de noviembre.
Todos dicen que pronto va a perder el apelativo porque desde que tiene al rubio de palenque 'ande rascarse está más contenta que unas castañuelas.
Me pregunto qué cosa habrá cambiado tanto a Dos Dolores.
Pero no sólo me pregunto sino que también me respondo.
Porque siempre fui muy respondona yo.
Así que me respondo que Dos Dolores anda olvidada de sus penas porque está ocupada en hacer feliz a su vikingo, tan rubio, tan alto, tan bonito y tarumbón.

sábado, 10 de septiembre de 2011

Que trío eran esos dos

-¡Ay!, ¡qué trío, pero qué trío eran esos dos!
-¡Pero qué trío!
-Sólo de recordarlos me da risa -dice la rana.
-¡Qué trío eran esos dos!
Iban de acá para allá discutiendo si uno era uno o era el otro, conversando de la vez que un plato volador había dejado al vasco Iturralde chamuscado como una tostada, o del día que el sinfín se llevó la mano del Zoilo y la mano los saludaba después desde la entrada del silo, sobretodo las noches de luna llena.
- Pero qué trío eran esos dos. ¡Qué trío!. Sólo de recordarlos me da risa -dice la rana-  y se rasca oronda la panza verde con una manito chiquitita, como de muñeca.
Les gustaba el vino porque las noches son largas en medio de la pampa. Y el pucho. En esas noches largas escuchaban Radio Necochea y se quedaban como recordando, con unas virutas de humo haciéndole marco a la cara y una mirada a veces azul, a veces castaña, perdida en la nada de la ventanita que mete la noche adentro.
De día era otra cosa.
Se les iban al diablo las congojas y andaban de acá para allá con el combustible verde de algún mate cimarrón entre pecho y espalda.
Eran de los que todavía churrasqueaban antes del mediodía y sabían de luces malas y esas cosas.
-¡Qué trío, pero qué trío eran esos dos! -dijo la rana.
Cuando uno se casó, el otro anduvo con la melancolía como seis meses.
-Ando con la melancolía -decía- y se ve que la llevaba puesta porque parecía el ánima en pena del mismísimo Juan Moreyra, muy de bombachas y alpargatas, puro pellejo, pucho  y crencha.
-Ando con la melancolía -decía- y buscaba un vasito de culo gordo para servirse el vino, directamente de la damajuana.
Pero cuando llegó la cosecha y el recién casado volvió al ruedo volvieron a brillar con todo su esplendor y la rana verde les hizo una canción.
-¡Qué trío, pero qué trío hacían esos dos!- cantaba la rana verde tocando su guitarrita de junco enlagunado.
Un día vino el pampero y sopló fuerte y hubo un revoleo de ramas por el aire.
Era pleno enero y un sol rajante quemaba las cabezas. Vinieron uno de cada punta del potrero, sosteniéndose la gorra los dos, como si anduvieran de coreografía por el campo.
El recién casado manoteó el tractor y salió para el caserío y el otro se puso a lidiar con la petisa a la que, de puro amable,  había puesto a pastorear sin freno.
La muy desgraciada se negó a abrir la boca y al final, cansado de lidiar se le subió sin freno y a pelo nomás.
Todavía no lo hemos vuelto a ver, ni a él ni a la petisa.
Hubo quien dijo que teníamos que buscarlo en el fondo de la laguna y quien comentó que lo habían visto trotando para el lado de Benito Juárez.
Yo no sé.
Pero cuando la rana canta todos nos acordamos del fabuloso trío de dos.
Sé que cuando el que quedó tuvo el  primer hijo varón  le puso el nombre del desaparecido, y sé por los parientes que es un hecho que cada vez que llama al hijo llama de paso al viejo amigo. Y sé que  no pierde la esperanza de verlo aparecer,  porque quien recuerda hace vivir, como se dice.
-Pero ¡qué trío, qué trío eran esos dos! -canta la rana. Y suenan a risa las cuerdas verdes de su guitarrita enlagunada.

miércoles, 7 de septiembre de 2011

La noche de los sueños bifurcados

Esa noche soñé sueños bifurcados.
Soné que soñaba.
En mi sueño iba en un tren rojo y me sentaba en los butacones verdes de primera. Se sentía el olor del cuero verde y el sonido del tren en marcha me adormecía. No quería perder de vista mi valija y sin embargo los ojos se me cerraban hasta que al fin me dormí y soñé.
Así fue que soñé que soñaba. En el sueño que soñé que soñaba iba en un tren. Y me sentaba en los butacones verdes de primera. Sentía el olor del cuero y el sonido del tren me adormecía. No quería perder de vista mis dos valijas y sin embargo los ojos se me cerraban hasta que al fin me dormí y soñé.
Soñé que iba en un tren rojo con butacones verdes. Había olor a cuero y el traqueteo del tren me adormecía y yo no quería perder de vista mis tres valijas y sin embargo los ojos se me cerraban hasta que al fin me dormí y soñé. Soñé que me despertaba y  me estaban robando la tercer valija y me indigné tanto que me desperté de ese sueño y seguí soñando que estaba dormida y me robaban la segunda valija de modo que del disgusto me desperté también de ese sueño y seguí soñando que dormía y había una sola valija y me la robaban y como yo veía que la robaban me enojé tanto que me desperté. Y ahora iba en un tren  rojo con butacones verdes y ya no tenía mi valija y empezaba a correr de vagón en vagón buscando mi valija y encontraba a mi papá y a mi mamá en el vagón comedor. Eran jovencísimos y estaban de novio y mi papá le regalaba una pulsera de oro a mi mamá. Los saludé al pasar pero ellos no pudieron reconocerme y yo pensé:
-Claro, si todavía no he nacido...-,  pero la verdad es que me sentí muy mal porque no me habían conocido porque al fin y al cabo eran mi papá y mi mamá. Salí del vagón comedor y entré en clase turista. Estaban el abuelo y la abuela y eran jovencísimos y el abuelo le regalaba a la abuela una pulsera y yo los saludaba y ellos no me conocían y yo pensaba:
-¿Cómo puede ser que no me conozcan?-  pero seguí buscando mi valija y encontré a los bisabuelos en el anteúltimo vagón. Eran jovencísimos y el bisabuelo le regalaba una pulsera a la bisabuela. Cuando los saludé el bisabuelo mi miró como queriéndome recordar, pero yo seguí buscando mi valija, así que llegué al último vagón. En el último  vagón estaba José con mi valija y era muy viejo. Lo saludé y el pareció no conocerme y le dije:
-Señor, ésa es mi valija,- pero él me contestó:
-No puede ser,  es la valija de mi esposa.
Y entonces me vi, al ladito de José, agarrándole la mano y soñando que soñaba.

domingo, 4 de septiembre de 2011

Tiburcio

Le decíamos Tiburcio.
Es que tenía el doble de dientes que la mayoría de las personas, o, al menos, así nos parecía cada vez que había que contarlo para algún asado de domingo.
Abría la boca y desaparecía media tapa de asado.
Otro bocadito y  la fuente entera de papas fritas pasaba a la historia.
Si había masas finas, había que defenderlas a brazo partido.
Una pizza desaparecía entre los dientes de Tiburcio en un santiamén.
Los alfajorcitos de maicena los deglutía como a hostias.
Y los salamines, por favor, era una máquina tragamonedas, no un hombre.
Y ni qué hablar cuando se le daba por tomar un traguito.  Temblaba el cavernet y hasta la Coca cola light sabía que tenía los minutos contados.
Cuando Tiburcio caía sin avisar, era una cosa de mirar la fuente y disponerse a defenderla  con uñas y dientes.
La abuela Ethel, distraída como siempre decía
- Vos comiste Tiburcio? Y todos nos mirábamos de reojo como diciendo - Chau, ya fue.  
La tía Claudia manoteaba ahí nomás la Coca cola, y el abuelo Juan se reía porque le encantaba que Tiburcio nos dejara mirando.  Siempre fue un poco camorrero el abuelo Juan.
La tía Claudia  se impacientaba siempre, y si lo que había eran bifecitos de lomo, el pobre Tiburcio no alcanzaba a entrar, que Claudia le decía
- Hasta mañana, Tiburcio.
Y hasta la tía Ana entendía la inderecta y le decía
- Ta manana, Tiburzo.  Y le abría la puerta.
Cuando Tiburcio se casó estábamos todos a la expectativa.
Pensábamos que había llegado la hora de la venganza.
- Sanguchitos de miga - pensábamos.
- Quesito con cerezas - pensábamos.
- Cabernet y Sirah - pensábamos. 
- Asadito al asador - pensábamos.
- Corderito, lechoncito - pensábamos.
- Cómo nos vamos a vengar, Tiburcio - pensábamos.
- Prepará la billetera - pensábamos.
Eso sí, lo que nunca, pero nunca pensamos es lo que nos tenía preparado el muy tacaño.
Fiesta a la canasta.  Él ponía la torta.
Y mirá que el abuelo Juan y la abuela Ethel eran manosueltas.  Pero esa vez sí que se quedaron pasmados.
La abuela Ethel dijo - Llevamos sanguchitos de miga.
El abuelo Juan dijo - Podemos poner la Coca Cola.
La tía Andrea dijo - Vamos a la iglesia, pasamos por la fiesta, nos comemos la torta y después a casita.  Y nos tomamos un café con leche y a barajas.
Por una vez en la vida la frasesita célebre del abuelo Juan nos puso a todos contentos.
Y así pasó el casorio de Tiburcio, con un café con leche ¡ Y a barajas !

sábado, 3 de septiembre de 2011

El general sí tiene quien le escriba

Había un general.
Y cuarenta y siete soldaditos.
Tres sargentos.
Siete cañones.
Dos jeeps.
Un tanquecito.
Dos misiles tierra tierra.
Todos venían en una caja de cartón muy colorida con una ventanita de plástico transparente.
Papá Mateo se la regaló a Juan María y Mateín y se enloquecieron.
Dentro de la caja venía también una pequeña cantidad de matas artificiales, unos casquitos con red para camuflaje, un equipo de comunicaciones con una pantallita de computadora en la que se veía un planisferio, y una antenita satelital a escala.
Enseguida armaron el escenario de guerra en el living.
El cuartel general en un bunker dentro de un portamacetas de cerámica invertido que se abría y cerraba con sistema neumático a dedo y era idea de Juan.
Mateín se encargó de las comunicaciones y la antenita satelital fue a parar a una colina alta formada por dos almohadones.  Un soldado protegía las instalaciones.
Las batallas al principio eran contra un enemigo invisible. Es que solamente les habían regalado una caja de soldaditos.
Hasta que a Mateín se le ocurrió robarle la pintura de uñas a la tía Vicky y les cambió los uniformes a la mitad de los soldados, y a dos sargentos.
Como el nuevo batallón no tenía general Juan puso a cargo a un play-movil  con uniforme de capataz, y para compensar la falta de sargento en el primer batallón se agregó otro play-movil vestido de granjero.
Y para dotar al ejército de logística pronto hubo dos cocineros en cada grupo, dos ingenieros en comunicaciones y otro grupo de personajes con funciones varias. Personal de Apoyatura Bélica lo llamaron y provenía todo de un reclutamiento de emergencia efectuado entre los juguetes que la abuela Pilar había guardado de cuando papá Mateo era chiquito.
A los soldaditos de plomo de la segunda guerra mundial no los habían encontrado porque papá los guardaba en su mesa de luz.
Como Mateín quería el batallón con el verdadero general y Juan también no tuvieron más remedio que apelar al azar.  Hicieron piedra, papel o tijera y a Mateín le tocó el general con ropa de capataz de la construcción.
Como el batallón de Juan no tenía antena satelital Juan dijo que era porque sus soldados tenían telefonitos satelitales ultramodernos que se llevaban en el bolsillo superior derecho del uniforme y se activaban y desactivaban apretando el botón del bolsillo, por eso no se veían y Mateín dijo que bueno pero que la antena satelital de su batallón no era para comunicaciones, sino que dirigía unos misiles aire tierra que estaban instalados en una base a 35.000 km de altura, es decir por la estratósfera o por ahí. Y Juan dijo que no importaba porque el tenía un batallón de mosquitos venenosos que atacaban todas las tardecitas y ,lo más importante, a sus soldados no los picaban porque los telefonitos celulares satelitales que tenían el bolsillo superior derecho emitían una señal inaudible para el oído humano que los rechazaba.
Y Mateín dijo que no se preocupaba porque él pensaba mandar un grupo comando para atacar a los cocineros del batallón de Juan y destruir todas sus provisiones, y luego solamente se atrincheraría en las montañas a espera de que a que por hambre se retiraran todas las tropas de Juan María.
Juan desplegó sus tropas formando tres frentes diferentes. Empezó el ataque dirigiendo un misil tierra tierra a donde suponía que estaban los soldados de Mateín.
Mateín atacó las provisiones de Juan, murieron los dos cocineros pero Mateín sufrió una baja.
Juan lanzó a sus mosquitos y los soldados de Mateín se defendieron impregnándose en el perfume importado de mamá, pero pese a ello varios murieron en medio de convulsiones.
Cinco bajas había sufrido cada grupo cuando Mateín resolvió reclutar tropas nativas y trajo doce broches de colgar la ropa para que avanzaran por la retaguardia del enemigo.
Juan buscó refugio en un bunker de titanio y trajo dos ollas de la cocina en las que los soldados pudieran refugiarse.
Mateotín rodeó las ollas con sus tropas y se dispuso a lanzar un ataque masivo apuntando su misil tierra tierra y girando la antena satelital para que desde las instalaciones aéreas a 35.000 metros de altura, es decir desde la estratósfera o por ahí,  se bombardeara a las ollas y a Juan.
Y justo llegó mamá.
Cuando los vio jugando a la guerra casi le da un ataque.
Juan se asustó mucho porque nunca había visto a mamá tan enojada.  Mateotín no se asustó porque estaba acostumbrado a que mamá lo corriera por toda la casa... no se asustó al principio... porque cuando mamá los agarró a los dos y les dijo lo que les dijo se pegó semejante susto que se largó a llorar.
Es que mamá era la nieta de la bisabuela Lita y decía unas cosas muy esplendorosas cuando quería.
Se tuvieron que quedar los dos en su cuarto, quietitos y sin chistar hasta que llegó Mateo papá.
-Si quieren guerra -dijo mamá- también van a tener corte marcial.
A las nueve y media mamá los llamó para cenar.
Puso los platos y ni una palabra dijo.
Papá quiso defenderse:
-Todos los chicos juegan a la guerra- dijo.
Mamá puso en el plato de papá Mateo una hermosa tortilla de cebolla y papá Mateo (que odia la cebolla) empalideció.
A los chicos les llenó el plato de ensalada.  Brócoli, coliflor y lechuga. Los chicos también empalidecieron porque odiaban  la comida verde y al coliflor le tenían una antipatía personal.
-Ajá -dijo mamá- y no les trajo otra cosa para comer.
Papá Mateo hizo una broma y dijo:
-Pido una pizza-  pero mamá Vero lo miró con ojos refulgentes de bruja rubia y lo paralizó.
Meteín y Juan dijeron que no tenían hambre. Pero mamá Vero dijo:
-Se comen todo- y los chicos, puchereando, se terminaron la coliflor.
Mamá esa noche puso la televisión.
Papá se sentó en su sillón, los chicos en el piso, y mamá en otro sillón.
Los hizo mirar History Channel  y papá Mateo tuvo que contarles cuánta gente se había muerto en la primera y en la segunda guerra mundial.
Mamá se hacía la buenita y le decía a papá:
-Contales cuántos papás murieron en la primera y en la segunda guerra mundial. Y cuántos nenes. Y cuántas mamás.
Mateín y Juan esa noche no podían dormir. Tenían mucho miedo de que una guerra empezara por ahí.
A las dos de la mañana no aguantaron más y se metieron en la cama de papá y mamá.
Mamá, que era una bruja sabia, los perdonó a los tres.
Pero antes papá, Mateín y Juan, tuvieron que volver a robarle el esmalte a la tía Vicky y cambiar todos los uniformes de los soldados por elegantes ropas prèt a porter.
Mamá, a modo de colaboración, le puso al general un bonito aro de strass y a los misiles los desactivó con un buen y decidido pisotón.

viernes, 26 de agosto de 2011

El tío Epitafio

Le decían Epitafio porque tenía la mala costumbre de culminar toda charla con una sentencia.
Él era el que decía
-Podría haber sido un buen hombre, sólo fue un buen padre.
O el que cerraba una discusión política con el típico
-El general era el general.
Era el que cuando le preguntabas cómo estaba nunca decía "bien".  Siempre aportaba el valor agregado de explicarte que
-Mejor no puedo andar, sería un derroche.
Epitafio vivía a la vuelta de la casa de la tía Mary, en el Once.
A la tía Mary  le decíamos María Tetona porque era una especie de pastel redondito,  con peluca y guardabarros.
Y Epitafio era el eterno enamorado de la tía.
Le mandaba flores con su correspondiente tarjetita, siempre escrita en un tono epitafial,  como era su estilo.
La tía Mary gustaba de tenerlo como candidato siempre en espera.
Lo mantenía en una especie de fermento amoroso, en el que el pobre se iba volviendo espumoso y ambiguo.
Al fin un día, aburrida de tanto acoso floral y verbal, la tía Mary lo abordó y empujándolo contra la vidriera de la rotisería de Parrondo, le zampó un beso.
Se casaron a los seis meses.
Epitafio pasó a formar parte de la familia y desde ese entonces fue el encargado de todo el protocolo.
Los brindis de fin de año fueron presididos de allí en más por el tío Epitafio y él se tomaba el trabajo tan en serio, que todos los años preparaba un discurso diferente y lo culminaba con una frase como para darle a la matraca todo el año.
-Pan para los que tienen hambre, y hambre y sed de justicia para los que tienen pan.
Ésa fue una de las frases más logradas del tío Epitafio.
Hubo una época en que nos peleábamos por no sentarnos cerca del tío. Es que era muy posible que nos contara por milésima cuarta vez las virtudes de la acción cooperativa.
Pero lo extraño es que desde que el tío Epitafio desapareció las fiestas nunca más fueron tan festivas.
A los chicos de la familia nunca nos dijeron que se había ido con un circo. Pero, aunque los grandes pretendían no hablar del tema, era  vox populi que se había fugado con una contorsionista que  hacía un acto con una boa constrictor.
La tía Mary siempre decía que ojalá que la boa se lo tragara un día.
-Viejo verde -decía la tía Mary.
Pero yo más que verde lo recordaba un poco amarillo al tío Epitafio, y no podía evitar el imaginarme que la boa no querría comérselo, tan huesudo y correoso como era.
Así es que, después de la épica y secreta fuga, nos quedó a todos  la manía de relojear en cuanto circo veíamos por ahí, no fuera cosa que lo encontráramos al tío Epitafio.
Es así, que hoy justamente me lo encontré, muy vestido de empresario, al lado de un camión  ruso más grande que una casa.
Cuando lo vi lo reconocí al instante. Tal vez me ayudó un poco el hecho de que el camión tenía una boa pintada en la puerta.
La cuestión es que me le presenté ahí nomás diciéndole
-Tío Epitafio, soy yo, ¿se acuerda de mí?
Él me miró de arriba a abajo y me dijo, el muy viejo verde
-¡Qué te tardaste en llegar, igualita a tu tía Mary! Y ella, ¿cómo está?
No voy a mentir diciendo que no lo disfruté. La verdad es que me dio mucho gusto  decirle que la tía Mary lo había declarado muerto a los siete años y un minuto de desaparecido y que había cobrado el seguro y se había juntado con el cura Enrique, el mismo cura Enrique que los había casado.
-¡Qué la re mil parió! - dijo Epitafio.



Dedicado a los muchos que pusieron color a mi vida.  Las coincidencias con la realidad no son pura coincidencia, sino un poquito de verdad y un poco de mito, como corresponde. 

miércoles, 24 de agosto de 2011

Perrícolas

Los perrícolas tenían cuatro patas y una cola. Los había de todo tipo. Elegantes y desarreglados.
Negros y blancos.
Rubios y platinados.
Buenos y malos.
Los perrícolas eran perros de esta tierra y luego estaban los extraperrícolas que eran los perros del espacio exterior.
Los extraperrícolas tenían cabezas ovaladas y ojos almendrados y cuatro patas y una cola.
No había extraperrícolas de todo tipo. Eran todos un poco parecidos. De pelo corto, azulados, con grandes ojos preocupados.
Perrícolas y extraperrícolas se encontraron un día en el desierto de Atacama.
Los perrícolas ladraban en castellano porque diecisiete eran argentinos, dos chilenos y tres peruanos.
Los extraperrícolas ladraban en un idioma desconocido que recordaba levemente el sonido de las películas viejas.
Como hablaban dos idiomas no se entendían.
Así que pronto los líderes de los dos grupos empezaron a idear un medio para comunicarse.
El líder de los perrícolas era un fox terrier muy hablador. El líder de los extraperrícolas se distinguía de los otros azulinos por unas línea de pelos largos que le recorrían el lomo.
El fox terrier ladró en castellano su nombre y saltó dando vueltas en el aire.
Tres veces lo hizo hasta que el extraperrícola entendió el mensaje y ladró su nombre y saltó haciendo volteretas en el aire.
Guau Bau se llamaba el extraperrícola.
Y así siguieron por un buen rato. Correr se decía así en castellano y asá en extraperrícola.
Piedra se decía así en castellano y asá en extraperrícola.
Cola, oreja, pelo, ojo, arena, roca y nariz. Todo tomó nombre en castellano y en extraperrícola.
El problema del desierto de atacama es que tiene poca cosa, así que pronto se quedaron sin palabras, sin cosas a las que darle sonido, sin hechos a los que llamar por su nombre.
El fox terrier quería invitar a Guau Bau a ir a un pueblito que quedaba ahí nomás. Así que caminaba cinco o seis metros y volvía y, ladrándole en castellano, le decía -Vamos pal' pueblo.
El extraperrícola entendía perfectamente pero, como era un viajero experimentado, no seguía a nadie sin saber exactamente adonde iría. Cualquier viajero experto sabe que debe dirigir su propio viaje.
Esto es algo que deberíamos aprender de los extraperrícolas, que en definitiva no fueron para el pueblo por más que el fox terrier se mareó de tanta voltereta.
Y así,  por la falta de cosas para ser nombradas,  quedó un poco frenado el intercambio cultural.
Pero la cosa no quedó ahí. Porque perrícolas y extraperrícolas continuaron viéndose.
Todos los años se encuentran y comparten conocimientos. Ése es el motivo por el que es posible ver allá por agosto una gran jauría que se reúne en las soledades de la puna.
Es una jauría que suele verse arrastrando unos bolsos de playa muy coloridos.
Llevan en los bolsos cosas diversas como por ejemplo lapiceras, manzanas, ranitas verdes, bufandas, y cuanta otra cosa pueda uno imaginarse.
Es que llevan a la puna cosas y más cosas para darles nombres.
Por eso es tan común ver a los perros robarse las pantuflas, los zoquetes, las revistas u otros objetos que quedan tirados por ahí.
Ahora hay en la comitiva perrícolas bolivianos, paraguayos y hasta un colombiano y todos ladran bastante bien el extraperrícola, aunque del otro lado no se quedan cortos y hay en particular una extraperrícola que ladra un castellano casi sin acento.
Se dice que en las noches de luna llena en la puna de Atacama suelen armarse unas peñas de lo más interesantes. Perrícolas y extraperrícolas le ladran a la luna las canciones más lindas que conocen.
Y en la puna de Atacama nadie los molesta.
Ellos le cantan a la luna y la luna parece sonrojarse.
Si ustedes viajan al desierto de Atacama y duermen algún día a la luz de las estrellas y caminan de puntitas  respetando el silencio profundo del desierto, van a poder ver, como vi yo, que perrícolas y extraperrícolas comparten la luz de la luna y bajo esa luz cantan y charlan y se informan, y de tanta charla y tanta cosa cantada y susurrada en el desierto ha nacido un idioma nuevo al que han decido llamar, a modo de homenaje, lunguardo.

martes, 9 de agosto de 2011

Barriletes y Manzanas

Nunca hubo una naturaleza muerta más viva, que las manzanas de yeso del Cholo Catalán.
Era el artista vernáculo por antonomasia, cosa que no sé bien qué quiere decir,  pero que suena a que no había otro artista más vernáculo que él.
El Cholo Catalán era un industrial del arte.  De haber nacido en China hubiera producido miles y miles de manzanitas coloradas, para decorar todos los hogares de occidente. Pero, como nació en Saladillo, su arte llegó a la cocina de Eva Ruiz y de allí a la inmortalidad.
Eva Ruiz efectivamente  lo inmortalizó cuando comparó su arte con las dagas florentinas, los cristales de Murano y otras fruslerías traídas de Europa por los que tenían la suerte de arrimarse al continente de los ancestros.
Como bien dijo Eva
-Todo muy lindo, pero yo estoy muy contenta con la manzana de yeso del Cholo Catalán.
Es que las manzanitas del Cholo Catalán eran más rojas que las que llegan desde el Valle del Río Negro y más brillantes. Olor no tenían, porque no llegó a tanto el arte del Cholo Catalán.
El Cholo Catalán también fabricaba barriletes, barriletes que, de haber sido chino el Cholo Catalán,  hubieran remontado los cielos del mundo entero.
Pero, como el  Cholo Catalán no era chino, los barriletes no invadieron los cielos del mundo entero sino que solamente se remontaron en los cielos de papá y de mamá.
Había barriletes de todas las formas y colores. Los había romboidales, octogonales, pequeñitos, enormes, y también los barriletes de cajón, esos que se remontaban de noche, con una velita encendida,  lo que era el equivalente a remontar estrellas.
Papá iba a comprar los barriletes a la casa del Cholo Catalán, y mamá inauguraba primaveras sólo para que los primos, que en esa época éramos reprimos,  los pudiéramos remontar.
El cielo de papá y mamá era, en definitiva  un cielo tan de fantasía como la  industria pueblerina del Cholo Catalán.
De esa época remota en que papá  y mamá eran jovencísimos y ni Claudia, ni Ana, ni Vero habían nacido, recuerdo en especial un barrilete enorme que nos costó mucho remontar. .
Corríamos por el descampado para que el viento lo izara, papá adelante, los chicos sosteniendo la cola hecha de trapo.
A veces me parece estar todavía corriendo.
Sosteniendo la cola de trapo de un barrilete gigantesco. Papá corre adelante y los chicos gritamos mientras el barrilete comienza a remontarse.
De pronto, llega un viento grande y el barrilete se eleva más y más. Se nos escapa el piolín de entre las manos y el barrilete se eleva hasta desaparecer y perderse en el cielo al que van los barriletes perdidos.
Papá y los chicos nos quedamos mirando para arriba, hasta ya no verlo más.
A veces me parece que no hemos dejado de mirar el cielo esperando que un viento, esta vez benevolente, nos devuelva el barrilete del Cholo Catalán.

sábado, 6 de agosto de 2011

Violín en bolsa

Violín en Bolsa es un trabajador de la música, un musiquero.
Violín en Bolsa nació el mismísimo día de la música, un 22 de noviembre a eso de las 2 de la mañana, porque, como es bien sabido, desde el primer momento le gustó andar dando vueltas en  mitad de la noche.
Dicen que nació musiquero porque la madre clavaba el dial en Radio Nacional a las seis de la mañana y se la pasaba todo el día meta zamba, tango, chacarera y milonga.  Cuando llegaban los noticieros bajaba el volumen y cantaba por su cuenta, porque decía que para escuchar maldades mejor cantarse sola, que era más razonable.
Así es que Violín en Bolsa salió del vientre materno prácticamente como músico recibido en el conservatorio.  De gurrumín ya andaba haciendo ruiditos armoniosos, buscando hacer su música primero con la boca y después con las patitas o las manos.
Donde le dejaban  algún instrumento a su alcance  ahí andaba él,  toqueteando, sacándole sonidos a las cosas.
La quena y la flauta se le hicieron amigas ahí nomás. Y la armónica. Y hasta un piano que había en el cine parroquial.
De la guitarra ni hablar.
Pero de lo que se enamoró fue del violín.
Se enamoró y delinquió.
Esa  fue su primera y única entrada a un calabozo. Y ahí nomas la sabiduría popular le impuso el sobrenombre: Violín en Bolsa, tres cuartos musiquero y un cuartito ladrón.
Fue una suerte que Parrondo le levantara la denuncia. De entrada estaba decidido a que lo procesaran, porque el violín lo había traído de no se qué pueblo de Polonia, y a Parrondo, que andaba abriendo su casa para todos,  le había caído muy mal todo el asunto.
Pero cuando se enteró de que había sido un caso de puro amor ahí nomás cambió de idea.  Le contaron que a Violín en Bolsa ni siquiera lo habían buscado. Estaba en la plaza, debajo de un árbol, tocando meta y ponga el violincito rojo.
Parrondo levantó la denuncia.
Ahora todos los domingos Violín en Bolsa ofrece un  pequeño concierto en la casa de la calle Mitre, y desde la primavera hasta fines del verano, Parrondo deja las ventanas abiertas para que la música del violín salga por las rejas, toda firuleteada,  y le cuente a la gente dolorosas y urgentes historias de amor.




Para Oscar Di Césare, mi amigo, que nació el día de la música y aunque no tocara el violín también era un enamorado de todas las armonías.  Y para Parrondo, amigo de Verónica y de toda la familia Mirassou

Los príncipes encantados

Como todos saben, cuando el mundo se organizó en reinos todos los reyes eran malas personas.  Es que nadie llegaba a rey por ser un tipo manso, tranquilo o bonachón.  A reyes llegaban los hombres con espadas, los que ganaban guerras y los que masticaban a sus enemigos y después escupían el carozo.
Esos reyes malos se quedaban con los caballos blancos y se casaban con las chicas más lindas de los pueblos y había costureras y zapateros que les hacían trajes y botas y cinturones anchos para salir a pasear por ahí. 
Entonces la gente del pueblo los veía tan hermosos, tan ricamente ataviados (que quiere decir tan bien vestidos), con sus mujeres rubias y sus mujeres morenas pero todas hermosas  como joyas, que esos reyes malos parecían buenos porque todo lo hermoso nos hace temblequear un poco el corazón.
En esos tiempos de reyes masticadores había un rey especialmente masticador.
Tenía 5.823 caballos blancos. Cada vez que invadía un país, cada vez que entraba a un pueblo, cada vez que se apoderaba de una región, sus tropas de hombres negros requisaban la región y exigían como tributo   todos los caballos blancos.
Los había de todas las estampas. Magníficos caballos árabes robados de las caballerizas de los reyes vencidos y percherones de pechos gigantes robados a los campesinos. Había también unos caballos pequeñitos, con alzadas de un metro, de crines largas y lacias como melenas de princesa.
Cuando los caballos blancos se reproducían los potrillos eran cada vez más blancos, y no era extraño que de tanto en tanto nacieran caballos de ojos rojos.
El rey montaba uno de esos caballos de ojos rojos. Se sabía que los caballos de ojos rojos no veían bien y por eso el rey dejó de ir adelante en la batalla.
Con el tiempo los caballos de distinto pelaje  pasaron a ser los de la plebe.  De este modo los ricos comerciantes podían aspirar solamente a los caballos azulejos, y los labradores tenían que conformarse con los tordillos o los colorados.
Nadie quería a los caballos de pelaje manchado y ni siquiera los magníficos estrellados eran considerados dignos de un señor.
El rey, que era ya amo de todas las tierras que podían recorrerse con cincuenta recambios de caballos, era ya rey de dominios que incluían desiertos y montañas, bosques tropicales y llanuras.
Era un rey poderoso pero no tenía descendencia.
Se había casado con una doncella de los países centrales, una princesa de la llanura, una dama de la tierra de los caballos dorados, pero no habían tenido hijos.
La reina estaba enojada con su rey.  La reina había sido princesa de las tierras en las que los territorios eran libres, tan vastos y tan ricos que carecía de sentido hacerse dueño.
Era una princesa de tribus nómadas, de las que crean sus fronteras con el alcance de sus flechas y el galope de un solo caballo.
Cuando vio los ropajes de su futuro esposo, los aparejos de plata de sus caballos blancos, las crines plateadas ondeando al viento, todo eso la encandiló y se casó, medio encandilada, medio enamorada, medio medio nomás.
Pero cuando pasó el primer enamoramiento, cuando las ropas llenas de pedrería y encaje comenzaron a pesarle, cuando se aburrió de andar montada en su sufriente caballito de ojos rojos, cuando se dio cuenta de que extrañaba a los caballos dorados de su tierra, entonces se enojó tanto con su rey que se negó a tener descendencia.
El rey pensaba entonces que todos sus vastos territorios dejarían de tener sentido. Comenzó a pensar que los ríos y los valles quedarían sin dueño y que el desierto de sal se tragaría las casas que se habían erguido en sus orillas para cosecharla.
El rey pensaba. Organizó su ejército y aseguró las fronteras. Se dijo que debía hacer dueños a todos y cada uno para que cuidaran su reino cuando ya no hubiera reyes, porque el no soportaba la idea de que vinieran otros reyes a hacerse de sus caballos blancos.
Y estaba en eso cuando la reina un día se despertó embarazada.
La panza le creció como un tambor y cuando el rey apoyaba su oreja cerca de su ombligo podía incluso oír un golpeteo como un redoble de tambores.
Pasaron ocho meses y veinte días y la reina parió. Dos príncipes parió. Como siempre pasa uno nació primero y el otro después, pero nacieron tan rápido y con tanto barullo que nadie se dio cuenta de atarle al primero una cintita roja  y al final nadie supo cuál era el primero porque tan idénticos eran que hasta tenían sobre el hombro derecho la misma marca de nacimiento, una cruz de estrellas, como la cruz del sur.
El rey estaba loco de contento.
Hubo repiques de campanas, monedas lanzadas al aire y, muy lejos, porque la reina había prohibido escándalos, se escucharon salvas de cañones.
La reina en su cama gigante miraba a sus bebés y pensaba: dos príncipes nacieron.  Y los ojos se le llenaban de lágrimas porque ella no quería tener hijos masticadores de enemigos.
El rey organizó un desfile para festejar la llegada de los príncipes. Las costureras y los costureros trabajaron día y noche para vestir a los señores y al pueblo. Los zapateros dedicaron días y días a hacer botas lujosas y zapatitos de brocato. Los zapatos del pueblo no importaban porque la gente descalza siempre es más mansa, decían los consejeros del rey.
Sumergido en los preparativos del boato el rey pensaba: ahora el reino no se quedará sin dueños, y ya veía un poco inconveniente sus planes de hacer que todos se sintieran dueños de esa tierra sin fin.
La reina le daba la teta a los principitos y los dos vástagos reales parecían contarle cosas con sus ojos mientras les daba de mamar.
Al fin llegó el gran día. Los corceles blancos enjaezados y magníficos relinchaban en las calles y un sol más brillante que de costumbre hacía brillar la pedrería y encandilaba a todos.
Subió la reina a la carroza real. Seis caballos de ojos rojos tiraban del carruaje. La reina llevaba en brazos a los dos príncipes.  El rey acompañaba el cortejo en su propio corcel.
El pueblo gritaba al paso de los príncipes. Los señores del pueblo arrojaban monedas al paso y la multitud se abría y se cerraba como una flor.
De pronto los caballos de la carroza real enloquecieron. El llamado de una yegua madrina en la distancia fue escuchado por los caballos casi ciegos y salieron disparados los seis en un revoltijo de cascos.
La reina se tiró en el piso del carruaje  sobre sus dos hijitos y se sostuvo con todas sus fuerzas.  La cabalgata le pareció eterna, los brazos le dolían y los dos principitos lloraban y gritaban pero ella no podía dejar de aplastarlos con su cuerpo de tanto miedo como tenía de que salieran despedidos por el aire.
Poco a poco la carrera desbocada se convirtió en algo más normal.  Los caballos aminoraron la marcha y al fin comenzaron a andar al paso.
Un silencio de campiña había en el aire cuando al fin la reina se animó a mirar. Estaban en el campo.
Al fin el carruaje se detuvo. Los caballos blancos pastaban en una llanura ondulante, con los ojos cerrados, mansamente.
La reina bajó del carruaje y luego bajó a los príncipes.
Extendió su vestido de hilos de oro y pedrería sobre el suelo y vestida con las enaguas reales se tendió al sol, con los dos principitos a su lado, y así, mientras les deba de mamar bajo el cálido sol del verano se quedó dormida.
Cuando despertó el sol estaba dorando el horizonte y la campiña se veía rojiza  y mansa. Pero los dos príncipes no estaban junto a ella.
Un poco más allá, corriendo por la pradera, dos potrillos dorados iban y venían recorriendo el horizonte.
La reina sintió que se le salía el corazón y empezó a llamar a sus bebés.  Juan María, Mateo, gritaba... y los dos potrillitos salvajes vinieron a hacia ella.
Cuando el rey por fin encontró el carruaje de la reina la noche había caído sobre el campo.
La encontró sentada sobre su vestido bordado, sentada como una flor sobre sus enaguas de encaje, con su pálido cabello desparramado sobre los hombros y dos potrillos dorados olisqueándola.
El rey no le creyó a la reina que esos dos potrillos de pelaje brillante eran los dos príncipes, y no se lo puede criticar porque nadie en su sano juicio lo entendería.
Sin embargo la reina insistía en que eran los dos principitos y le mostraba al rey que los caballitos tenían casi en el cogote una cruz de estrellitas como la cruz del sur.
El rey no salía de su desconsuelo.  La reina se le había vuelto loca, decían todos, y ella se pasaba el día en los establos mimando a dos potrillos de los más comunes, de color marrón.
Entre los caballos blancos de la cuadra real los dos potrillos de patas largas aprendían a relinchar y levantarse sobre las patas traseras.
La reina se había negado a abandonar los establos y había organizado su dormitorio en un stud.
El rey, que pese a ser un rey masticador de enemigos era un rey enamorado de su reina pronto también mudó su despacho a los establos.
Y sus súbditos más allegados, como suele ocurrir con los súbditos más allegados, inmediatamente se mudaron a los establos también.
Y todos enloquecieron y empezaron a comprar los caballitos morenos de los campesinos, sobre todo los súbditos más súbditos que se sabe que súbitamente cambian de idea.
Así los caballos blancos dejaron de ser los únicos caballos de la aristocracia y los campesinos más pobres vieron de pronto valorizados sus caballitos criollos.
El tiempo pasaba.
Los caballitos se fueron convirtiendo en fuertes potros y el rey, pese a que nunca se resignó a ser un rey sin descendencia,  tuvo que volver a pensar en un reino sin reyes.
La reina se ocupaba de los dos potros como si fueran sus hijitos, les leía largas historias y procuraba que aprendieran aunque sea de oídas todas las cosas que eran importantes.
En secreto sufría porque nunca serían como ella había soñado, pero ella afirmaba que eran los príncipes y así los trataba, aunque todos pensaban que estaba loca como una cabra.
El rey, que como ya dijimos la amaba mucho, se fue poniendo triste, y su único consuelo era pensar en que tal vez algún día, alguien le devolvería a sus hijitos y ella volvería a ser la de antes.
Sin embargo el tiempo pasaba y ni noticias de los niños que el creía perdidos.
Un día el rey, que ya no pensaba en masticar enemigos sino solamente en organizar su reino para cuando no hubiera reyes, decidió salir a recorrer sus tierras.
Organizó una comitiva real como nunca se había visto y un día, entre cornetas,  el cortejo real salió por las puertas de la ciudad.
La comitiva estaba encabezada por el regimiento real de caballos blancos y su yegua madrina, de color marrón.
En el carruaje real, el mismo que años antes había llevado a los principitos, viajaban la reina y su rey.  Esta vez seis caballos tordillos tiraban del carruaje y los dos potros dorados lo flanqueaban, cabalgando a su aire.
Después de veinte mudas de caballos llegaron a las praderas del sur, las tierras de la reina, donde había sido doncella.
La reina y el rey cenaban en una carpa blanca, con cientos de luces encendidas y en la pradera oscurecida la carpa parecía un farolito translúcido.
La corte pronto fue a dormir.  Estaban extenuados.  El rey se inclinó sobre sus almohadones de terciopelo y alargó el brazo para tocar con sus dedos el pelo de la reina. Es que no podía dormir sin enredar sus dedos en la pálida cabellera.
Los potros dorados retozaban por la pradera y al llegar la noche las estrellas del hemisferio sur se desparramaron por el cielo y entonces los potros se lanzaron al galope hacia la cruz del sur.
Cuando el rey y la reina despertaron la corte entera estaba ya despierta esperándolos.
Los dos potros dorados habían desaparecido durante la noche y simplemente ya no estaban más.
El rey organizó la búsqueda y diez patrullas salieron a recorrer la llanura.
La reina se quedó en la carpa blanca, encendiendo cada noche todas las luces y tocando campanas día tras día llamándolos.
Cuando el rey volvió había envejecido, su largo pelo oscuro mostraba un reflejo de plata en el costado.
La reina vagaba por el campo y se negaba a retirarse de las praderas.
Nunca volvieron los potros dorados. Pero un día dos adolescentes se perfilaron en el horizonte.  Primero fueron solo figuritas recortándose contra un amanecer plateado, pero a media mañana ya se pudo ver a los dos chicos.
Venían desnudos y descalzos.
Cuando vieron a la reina salieron corriendo hacia ella que les abrió los brazos de par en par.
En el hombro derecho se les veían unas estrellas que formaban la cruz del sur y sabían todos los cuentos que cuando eran potros les había contado su mamá.
El rey nunca olvidó el tiempo en que era un rey sin descendencia. Tampoco olvidó el día que sus hijos volvieron desnudos y sin zapatos. Y aunque nunca pudo creer que sus hijos fueran dos potros dorados, en su fuero íntimo se dijo que nunca más desearía sólo caballos blancos. Y lo más importante es que el rey, antiguo masticador de enemigos, decidió que nunca, pero nunca, volvería a haber niños sin zapatos en su reino, y que su reino sería algo más que un reino, sería un país.











jueves, 4 de agosto de 2011

La tía y el devorador de pescados

-¿Un devorador de pecados? -dijo el tío.
-No, no. De pescados,  PES CA DOS -dijo la tía. 
-Devorador de pescados. De pescados con aletas, con escamas, de los que se venden en la pescadería. 
-Un comedor de escamas, de agallas, de espinas. 
-Un tragador de atunes, de gatusos, de esturiones. 
-Un devorador de pescados necesito -dijo la tía -Para que se coma todo el pescado podrido que compré en mi vida.  
-Un gran devorador de pescados necesito.
Es que la tía se había creído todo, todito, todo, lo que le  habían enseñado en la escuela, en la iglesia y en el trabajo.  
La tía se había tragado toda la constitución nacional y hasta la ley de impuesto a las ganancias, y hasta la ley electoral, se había creído. 
La tía necesitaba un devorador de pescados. Uno que no tuviera problemas en tragarse todo el pescado podrido que la pobre, pobre, pobre, se había comprado.


Dedicado a todos los vendedores de pescado podrido.  Mercadito Nacional Argentino con distribución local y domiciliaria.  Salud.