Uno anda cirujeando cositas por ahí.
Un poco de cariño anda cirujeando uno.
Una palabra linda anda cirujeando uno.
A veces se cirujean cosas materiales, como por ejemplo una silla sin tapizado o un buen tanque de 200 litros, o una mesita de caña casi impecable.
Pero la mayoría de las veces uno anda en busca de momentos amables.
Porque uno sabe que la vida es eso nada más. Recolectar buenos ratos. Por eso hay gente que viaja miles de kilometros para tomar una cerveza en la torre Eiffel o para mirar por la ventanita del puente de los suspiros. Y hay otros que no se toman tanto trabajo porque saben que basta con ir a la Biblioteca del pueblo a escuchar el concierto de veinte bandoneones llorando tangos, o al parque de las aguas corrientes para soñar con ver a las aguas correr.
Y justamente a ese cirujeo chiquito, como de pueblo, se dedicaba Rosauro.
La madre le había puesto Rosauro porque quería un nombre que nadie tuviera, y bien que lo consiguió. Rosauro era único en el padrón electoral de la provincia y si uno ponía Rosauro en internet solamente salían las noticias de otros países y por supuesto alguna que otra noticia del diario de Saladillo que incluían los devenires de Rosauro por el pueblo.
Y como su mamá después de ponerle un nombre y un apellido se lo dejó a los abuelos y se fue a Buenos Aires para nunca más volver, el bueno de Rosauro, criado por dos viejos re viejos y un poco amargados por la huida de la atropellada de la hija, se acostumbro a andar por ahí cirujeando retacitos de cariño y alguna que otra alegría.
Rosauro era un personaje encantador. Tenía unos dientes más blancos que la mayoría de las personas y el dentista, la única vez que él necesitó visitarlo, le dijo que se había salido de la escala de los blancos y tuvo que preparar una pasta especial para arreglarle el diente que Verón le había astillado de un castañazo.
Rosauro tenía dientes blanquísimos, montones de pelo más rubio que castaño, unos hombros anchos y los ojos más grises que una tormenta sobre el mar.
A Rosauro le gustaba tocar la acordeona, pero no tanto por la música, que sí le gustaba, como por el hecho de andar juntando gente por ahí. Gente para bailar y para cantar.
En un tiempo también andaba con la guitarra pero un día descubrió que el acordeón a veces lloraba y a veces se reía y siempre rasguñaba el alma con su mezcla de soplido y de violín.
Rosauro creía que era bueno ir a la iglesia a encontrar la soledad y se sentaba a veces a tocarle la acordeona a los santos y a las santas. Y había un jesusito como de cuatro años al que le dedicaba casi siempre chamamés porque pensaba que a los chicos siempre les gustaba el chamamé y no podía dejar de pensar en un Jesusito alegre caminando en patas por ahí..
Rosauro era herrero, pero solamente hacía rejas si eran bonitas, y se dedicaba más que nada a los portones porque le gustaba mucho todo lo que se abriera.
Era un personaje Rosauro. Andaba siempre cirujeando cariño. Cariño de vecino, de padre, de madre, cariño en todas sus formas. Y Rosauro era lindo.
Tan lindo como para precipitar los acontecimientos que pasaré a relatar.
Lo interesante de los acontecimientos que se precipitan es que nadie ha podido explicar el modo en que el tiempo puede acelerarse a partir del momento en que una situación inesperada irrumpe. A partir del acontecimiento imprevisto las situaciones empiezan a apretujarse y una cosa empuja a la otra hasta que nos vemos de cabeza en un problema.
Y esa fue la situación de Rosauro el día que anunció que iba a casarse.
Se presentaron tres novias ante el altar. Llegaron como puestas de acuerdo a las ocho menos cinco en punto y se encontraron en el atrio todas de punta en blanco como novias que eran.
Como el monaguillo de la iglesia abrió las puertas a la primer señal, sin haber advertido que la señal era un NO grande como una casa, ahí nomás se precipitaron sobre la alfombra roja una mescolanza de padrinos, novias y madrinas. Y allá al fondo, muy de smoking y blanco como una lápida estaba Rosauro.
En un instante de confusión se trenzaron las tres madrinas, medio enredándose con las colas y los velos de las novias. Los tres padrinos, como puestos de acuerdo, se fueron para el lado de Rosauro, más para protegerse que para recriminarle.
Los invitados miraban para un lado y para el otro a la espera de que las mujeres de una punta se destrenzaran o los hombres de la otra arrancaran con los puñetazos.
Nada de eso pasó. Tuvo que agarrar el padre Antonio el micrófono y empezó a gritar - Haya paz, que haya paz he dicho, que esta es la casa del señor.
- Qué señor ni señor - dijo la madrina vestida de azul - que clase de cura es usted que anda arreglando casamientos poliméricos.
- Casamientos Polígamos - dijo el padre Antonio y la madrina de traje plateado le gritó - Cura degenerado.
- Cállense todos - gritaba el padre Antonio y nadie se callaba.
- Que hable el novio - gritaron desde la platea y el cura se le acercó, ni lerdo ni perezoso, con el micrófono inalámbrico y lo calzó en la cabeza de Rosauro en un santiamén. .
- Que hable, que hable, que hable- coreaban los invitados
- Ejem - dijo Rosauro.
Al tercer ejem en la iglesia no se escuchaba ni el roce de los tules.
Todos habíamos quedado petrificados, como estatuitas, a la espera de las palabras de Rosauro.
- En primer lugar agradezco la presencia de todos Uds. - dijo - muy especialmente la de mis novias las cuales están una más bonita que la otra sin poder decirse cual es la más hermosa.
- En segundo lugar agradezco al padre Antonio la posibilidad de reunirnos en la casa del Señor.
- A los padrinos y madrinas les agradezco las fiestas que han preparado y a los amigos y amigas los numerosos presentes.
- Y finalmente les agradezco a todos que me acompañen en este día tan especial en el que he decidido unir mi destino a las tres futuras madres de mis hijos.
Ahí hizo una pausa Rosauro y en la iglesia el silencio se hizo tan silencioso que lo único que se escuchaba era la respiración del novio reproducidad fielmente por el micrófono inalambrico donado por el intendente a la parroquia.
De pronto la escena se puso en movimiento. La madrina de azul le manoteo el ramo a la novia respectiva y se abalanzó sobre Rosauro y le sacudió sin asco con las rosas dándole entre medio algún que otro sopapo, como para que tuviera y para que guardara para el futuro próximo. La madrina de plateado que se había quedado con la boca abierta de par en par reaccionó de golpe y después de mirarle la panza a su hija y la cara a Rosauro lanzó un aullido largo y tan agudo que los caireles de la araña de cristal temblaron y el padre Antonio instintivamente se puso los brazos sobre la cabeza.
La tercer madrina, de negro ella, se sentó filosóficamente en la punta de un banco y hubiera optado por desmayarse si eso no hubiera implicado perderse el espectáculo.
Los padrinos, desorientados, no sabían si ocuparse de Rosauro o de sus esposas, y de pronto, casi como de acuerdo salieron disparados hacia las respectivas cónyuges evidentemente persuadidos de la necesidad de minimizar daños futuros.
El que peor se las vió fue el cónyuge de la madrina de Azul que por intentar frenar a su enfurecida mujer ligó dos o tres mamporros y terminó con media orquídea en la cabeza.
Y justo en ese momento arrancó el organista con la marcha de San Lorenzo.
El pobre hombre, impactado por las escenas que presenciaba desde el balcón del órgano, recordó eso de que la música calma a las fieras, pero como la marcha nupcial le pareció inoportuna no se le ocurrió mejor cosa que darle a la marcha de San Lorenzo que había estado practicando para el te deum del 25 de mayo.
A decir verdad consiguió un curioso efecto. La abuela de Rosauro, sentada en el primer banco y que desde hacía bastante tiempo no estaba lúcida, sino de la otra manera, se largó a cantar a voz en cuello Febo asoma, contentísima de entender por fin algo de lo que pasaba.
Rosauro, con el micrófono inalambrico todavía en la cabeza, emocionado con la resurrección musical de la abuela, se enganchó con el clarín estridente sonó y su voz de tenor rebotó de punta a punta de la iglesia y fue arrastrando a los invitados que, a falta de otra forma de participación colaboraron entusiastas con la marcha.
El cura Antonio se sentó extenuado en el sillón de la esquina y mi primo Alejandro, disfrazado de monaguillo con el vestidito blanco todo lleno de puntillas le daba con el agua bendita como para resutitarlo.
Para cuando terminó la marcha de San Lorenzo el cura estaba empapado, la abuela de Rosauro toda colorada y contentísima, y Rosauro, más lindo que nunca, rodeado por sus tres bellas novias tres.
Finalmente se desalojó la iglesia. El cura Antonio se negó de pleno a celebrar el matrimonio y ni siquiera accedió a bendecir la unión cuatripartita.
Los invitados sanjaron la cuestión acercándose a saludar a los novios al altar y a felicitar a los futuros padres.
Albina le tocó la rodilla al novio y yo también, porque trae suerte.
Los monaguillos fueron enviados a apagar las luces y así nos fueron arriando hacia al atrio, despacito.
El organista para esa altura se había desatado y le daba al órgano con Traetormentas, una de deep purple que había ensayado todo el invierno.
Uds. se preguntarán como terminó la cosa. Fácil. Ahora Rosauro es obispo de la Iglesia de los Santos de los Utimos Días.
Pero en el pueblo todos sabemos que en las siestas de enero y de febrero vuelve siempre a tocarle el chamamé a Jesusito porque dice que no hay un silencio más fresco y refinado que el de la iglesia.
Y a pesar que ya va por los dieciseis hijos y tiene la metalúrgica más grande de la zona, sigue tocando la acordeona y cirujeando por ahí momentos amables y cariño.
Dicen sus suegras que la culpa es de la madre, esa desvergonzada que lo dejó y se fue para siempre a Buenos Aires.
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