Los lunes eran día de banco.
Y los martes, los miércoles, los jueves y los viernes.
Había tantos cheques voladores en su vida que en cualquier momento la Universidad le daba el título de ingeniero aeronáutico honoris causa.
Alfonsín era presidente y los bizcochitos de grasa costaban un Austral el cuarto. No había luz a partir de las 15 y el departamento estaba en el séptimo piso. Salía del trabajo a las 15, 30.
Pero lo importante era ver el vaso medio lleno. Eso decían.
No está muerto quien pelea. Eso decían.
De esas épocas me acuerdo de cuando lo corrió el caballo un domingo que estaba repartiendo boletas en la otra punta de la ciudad. Era un caballo que se creía perro porque había sido criado como caballo guardián en una quinta de Camet, y cuando lo vio venir para dejar la boleta en la puerta lo empezó a correr, puro diente y patas, y lo llevó a mil como kilómetro y medio, hasta que al final se aburrió de correr, el muy maldito.
Prácticamente la pifió el día que se dio cuenta de que no había salida. Pero ese mismo día lo conoció a Ramunno y fue como decían: un soplo de esperanza.
Ramunno le alquiló el departamento porque sí. Lo eligió de entre la parva de aspirantes a ojo nomás, y por eso pensó que en una de esas la suerte había pegado un viraje.
A Ramunno le respetó los alquileres al pelete. Ni un atraso. El viejo le había salvado la vida como salvan la vida los ángeles o los brujos. Lo había rescatado como quien rescata al gato más tullido de la canasta de gatos.
No está muerto quien pelea. Eso decían.
Y la fue peleando. La peleaba todos los días. Los lunes, los martes, los miércoles, los jueves y los viernes en el banco.
Sábados y domingos de caminata por los bordes de la ciudad, repartiendo boletas de a patacón por cuadra.
Es que la macana se la había mandado cuando quiso salvarse poniendo un negocito. Cuando se compró el kiosco y le pidió el préstamo al turco Julián. La piloteó como pudo casi un año. Cuando al turco los cheques le empezaron a rebotar como quien los tira contra un frontón, la cosa se puso fulera.
Un día un morocho acicalado se le apareció por el kiosco y arrasó con todos los puchos.
A la semana siguiente el mismo morocho de vaqueros de tiro bajo y botas negras bien lustradas se presentó y le explicó que no daba para más.
Cuando el morocho le rompió la rodilla con un fierro todavía se estaba riendo y el tipo indignado por sus carcajadas le arruinó las costillas de un coscorrón. Era que, mientras le daba con el fierro, el morocho le decía que el turco lo había mandado a darle el últimoatún.
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