sábado, 6 de agosto de 2011

Los príncipes encantados

Como todos saben, cuando el mundo se organizó en reinos todos los reyes eran malas personas.  Es que nadie llegaba a rey por ser un tipo manso, tranquilo o bonachón.  A reyes llegaban los hombres con espadas, los que ganaban guerras y los que masticaban a sus enemigos y después escupían el carozo.
Esos reyes malos se quedaban con los caballos blancos y se casaban con las chicas más lindas de los pueblos y había costureras y zapateros que les hacían trajes y botas y cinturones anchos para salir a pasear por ahí. 
Entonces la gente del pueblo los veía tan hermosos, tan ricamente ataviados (que quiere decir tan bien vestidos), con sus mujeres rubias y sus mujeres morenas pero todas hermosas  como joyas, que esos reyes malos parecían buenos porque todo lo hermoso nos hace temblequear un poco el corazón.
En esos tiempos de reyes masticadores había un rey especialmente masticador.
Tenía 5.823 caballos blancos. Cada vez que invadía un país, cada vez que entraba a un pueblo, cada vez que se apoderaba de una región, sus tropas de hombres negros requisaban la región y exigían como tributo   todos los caballos blancos.
Los había de todas las estampas. Magníficos caballos árabes robados de las caballerizas de los reyes vencidos y percherones de pechos gigantes robados a los campesinos. Había también unos caballos pequeñitos, con alzadas de un metro, de crines largas y lacias como melenas de princesa.
Cuando los caballos blancos se reproducían los potrillos eran cada vez más blancos, y no era extraño que de tanto en tanto nacieran caballos de ojos rojos.
El rey montaba uno de esos caballos de ojos rojos. Se sabía que los caballos de ojos rojos no veían bien y por eso el rey dejó de ir adelante en la batalla.
Con el tiempo los caballos de distinto pelaje  pasaron a ser los de la plebe.  De este modo los ricos comerciantes podían aspirar solamente a los caballos azulejos, y los labradores tenían que conformarse con los tordillos o los colorados.
Nadie quería a los caballos de pelaje manchado y ni siquiera los magníficos estrellados eran considerados dignos de un señor.
El rey, que era ya amo de todas las tierras que podían recorrerse con cincuenta recambios de caballos, era ya rey de dominios que incluían desiertos y montañas, bosques tropicales y llanuras.
Era un rey poderoso pero no tenía descendencia.
Se había casado con una doncella de los países centrales, una princesa de la llanura, una dama de la tierra de los caballos dorados, pero no habían tenido hijos.
La reina estaba enojada con su rey.  La reina había sido princesa de las tierras en las que los territorios eran libres, tan vastos y tan ricos que carecía de sentido hacerse dueño.
Era una princesa de tribus nómadas, de las que crean sus fronteras con el alcance de sus flechas y el galope de un solo caballo.
Cuando vio los ropajes de su futuro esposo, los aparejos de plata de sus caballos blancos, las crines plateadas ondeando al viento, todo eso la encandiló y se casó, medio encandilada, medio enamorada, medio medio nomás.
Pero cuando pasó el primer enamoramiento, cuando las ropas llenas de pedrería y encaje comenzaron a pesarle, cuando se aburrió de andar montada en su sufriente caballito de ojos rojos, cuando se dio cuenta de que extrañaba a los caballos dorados de su tierra, entonces se enojó tanto con su rey que se negó a tener descendencia.
El rey pensaba entonces que todos sus vastos territorios dejarían de tener sentido. Comenzó a pensar que los ríos y los valles quedarían sin dueño y que el desierto de sal se tragaría las casas que se habían erguido en sus orillas para cosecharla.
El rey pensaba. Organizó su ejército y aseguró las fronteras. Se dijo que debía hacer dueños a todos y cada uno para que cuidaran su reino cuando ya no hubiera reyes, porque el no soportaba la idea de que vinieran otros reyes a hacerse de sus caballos blancos.
Y estaba en eso cuando la reina un día se despertó embarazada.
La panza le creció como un tambor y cuando el rey apoyaba su oreja cerca de su ombligo podía incluso oír un golpeteo como un redoble de tambores.
Pasaron ocho meses y veinte días y la reina parió. Dos príncipes parió. Como siempre pasa uno nació primero y el otro después, pero nacieron tan rápido y con tanto barullo que nadie se dio cuenta de atarle al primero una cintita roja  y al final nadie supo cuál era el primero porque tan idénticos eran que hasta tenían sobre el hombro derecho la misma marca de nacimiento, una cruz de estrellas, como la cruz del sur.
El rey estaba loco de contento.
Hubo repiques de campanas, monedas lanzadas al aire y, muy lejos, porque la reina había prohibido escándalos, se escucharon salvas de cañones.
La reina en su cama gigante miraba a sus bebés y pensaba: dos príncipes nacieron.  Y los ojos se le llenaban de lágrimas porque ella no quería tener hijos masticadores de enemigos.
El rey organizó un desfile para festejar la llegada de los príncipes. Las costureras y los costureros trabajaron día y noche para vestir a los señores y al pueblo. Los zapateros dedicaron días y días a hacer botas lujosas y zapatitos de brocato. Los zapatos del pueblo no importaban porque la gente descalza siempre es más mansa, decían los consejeros del rey.
Sumergido en los preparativos del boato el rey pensaba: ahora el reino no se quedará sin dueños, y ya veía un poco inconveniente sus planes de hacer que todos se sintieran dueños de esa tierra sin fin.
La reina le daba la teta a los principitos y los dos vástagos reales parecían contarle cosas con sus ojos mientras les daba de mamar.
Al fin llegó el gran día. Los corceles blancos enjaezados y magníficos relinchaban en las calles y un sol más brillante que de costumbre hacía brillar la pedrería y encandilaba a todos.
Subió la reina a la carroza real. Seis caballos de ojos rojos tiraban del carruaje. La reina llevaba en brazos a los dos príncipes.  El rey acompañaba el cortejo en su propio corcel.
El pueblo gritaba al paso de los príncipes. Los señores del pueblo arrojaban monedas al paso y la multitud se abría y se cerraba como una flor.
De pronto los caballos de la carroza real enloquecieron. El llamado de una yegua madrina en la distancia fue escuchado por los caballos casi ciegos y salieron disparados los seis en un revoltijo de cascos.
La reina se tiró en el piso del carruaje  sobre sus dos hijitos y se sostuvo con todas sus fuerzas.  La cabalgata le pareció eterna, los brazos le dolían y los dos principitos lloraban y gritaban pero ella no podía dejar de aplastarlos con su cuerpo de tanto miedo como tenía de que salieran despedidos por el aire.
Poco a poco la carrera desbocada se convirtió en algo más normal.  Los caballos aminoraron la marcha y al fin comenzaron a andar al paso.
Un silencio de campiña había en el aire cuando al fin la reina se animó a mirar. Estaban en el campo.
Al fin el carruaje se detuvo. Los caballos blancos pastaban en una llanura ondulante, con los ojos cerrados, mansamente.
La reina bajó del carruaje y luego bajó a los príncipes.
Extendió su vestido de hilos de oro y pedrería sobre el suelo y vestida con las enaguas reales se tendió al sol, con los dos principitos a su lado, y así, mientras les deba de mamar bajo el cálido sol del verano se quedó dormida.
Cuando despertó el sol estaba dorando el horizonte y la campiña se veía rojiza  y mansa. Pero los dos príncipes no estaban junto a ella.
Un poco más allá, corriendo por la pradera, dos potrillos dorados iban y venían recorriendo el horizonte.
La reina sintió que se le salía el corazón y empezó a llamar a sus bebés.  Juan María, Mateo, gritaba... y los dos potrillitos salvajes vinieron a hacia ella.
Cuando el rey por fin encontró el carruaje de la reina la noche había caído sobre el campo.
La encontró sentada sobre su vestido bordado, sentada como una flor sobre sus enaguas de encaje, con su pálido cabello desparramado sobre los hombros y dos potrillos dorados olisqueándola.
El rey no le creyó a la reina que esos dos potrillos de pelaje brillante eran los dos príncipes, y no se lo puede criticar porque nadie en su sano juicio lo entendería.
Sin embargo la reina insistía en que eran los dos principitos y le mostraba al rey que los caballitos tenían casi en el cogote una cruz de estrellitas como la cruz del sur.
El rey no salía de su desconsuelo.  La reina se le había vuelto loca, decían todos, y ella se pasaba el día en los establos mimando a dos potrillos de los más comunes, de color marrón.
Entre los caballos blancos de la cuadra real los dos potrillos de patas largas aprendían a relinchar y levantarse sobre las patas traseras.
La reina se había negado a abandonar los establos y había organizado su dormitorio en un stud.
El rey, que pese a ser un rey masticador de enemigos era un rey enamorado de su reina pronto también mudó su despacho a los establos.
Y sus súbditos más allegados, como suele ocurrir con los súbditos más allegados, inmediatamente se mudaron a los establos también.
Y todos enloquecieron y empezaron a comprar los caballitos morenos de los campesinos, sobre todo los súbditos más súbditos que se sabe que súbitamente cambian de idea.
Así los caballos blancos dejaron de ser los únicos caballos de la aristocracia y los campesinos más pobres vieron de pronto valorizados sus caballitos criollos.
El tiempo pasaba.
Los caballitos se fueron convirtiendo en fuertes potros y el rey, pese a que nunca se resignó a ser un rey sin descendencia,  tuvo que volver a pensar en un reino sin reyes.
La reina se ocupaba de los dos potros como si fueran sus hijitos, les leía largas historias y procuraba que aprendieran aunque sea de oídas todas las cosas que eran importantes.
En secreto sufría porque nunca serían como ella había soñado, pero ella afirmaba que eran los príncipes y así los trataba, aunque todos pensaban que estaba loca como una cabra.
El rey, que como ya dijimos la amaba mucho, se fue poniendo triste, y su único consuelo era pensar en que tal vez algún día, alguien le devolvería a sus hijitos y ella volvería a ser la de antes.
Sin embargo el tiempo pasaba y ni noticias de los niños que el creía perdidos.
Un día el rey, que ya no pensaba en masticar enemigos sino solamente en organizar su reino para cuando no hubiera reyes, decidió salir a recorrer sus tierras.
Organizó una comitiva real como nunca se había visto y un día, entre cornetas,  el cortejo real salió por las puertas de la ciudad.
La comitiva estaba encabezada por el regimiento real de caballos blancos y su yegua madrina, de color marrón.
En el carruaje real, el mismo que años antes había llevado a los principitos, viajaban la reina y su rey.  Esta vez seis caballos tordillos tiraban del carruaje y los dos potros dorados lo flanqueaban, cabalgando a su aire.
Después de veinte mudas de caballos llegaron a las praderas del sur, las tierras de la reina, donde había sido doncella.
La reina y el rey cenaban en una carpa blanca, con cientos de luces encendidas y en la pradera oscurecida la carpa parecía un farolito translúcido.
La corte pronto fue a dormir.  Estaban extenuados.  El rey se inclinó sobre sus almohadones de terciopelo y alargó el brazo para tocar con sus dedos el pelo de la reina. Es que no podía dormir sin enredar sus dedos en la pálida cabellera.
Los potros dorados retozaban por la pradera y al llegar la noche las estrellas del hemisferio sur se desparramaron por el cielo y entonces los potros se lanzaron al galope hacia la cruz del sur.
Cuando el rey y la reina despertaron la corte entera estaba ya despierta esperándolos.
Los dos potros dorados habían desaparecido durante la noche y simplemente ya no estaban más.
El rey organizó la búsqueda y diez patrullas salieron a recorrer la llanura.
La reina se quedó en la carpa blanca, encendiendo cada noche todas las luces y tocando campanas día tras día llamándolos.
Cuando el rey volvió había envejecido, su largo pelo oscuro mostraba un reflejo de plata en el costado.
La reina vagaba por el campo y se negaba a retirarse de las praderas.
Nunca volvieron los potros dorados. Pero un día dos adolescentes se perfilaron en el horizonte.  Primero fueron solo figuritas recortándose contra un amanecer plateado, pero a media mañana ya se pudo ver a los dos chicos.
Venían desnudos y descalzos.
Cuando vieron a la reina salieron corriendo hacia ella que les abrió los brazos de par en par.
En el hombro derecho se les veían unas estrellas que formaban la cruz del sur y sabían todos los cuentos que cuando eran potros les había contado su mamá.
El rey nunca olvidó el tiempo en que era un rey sin descendencia. Tampoco olvidó el día que sus hijos volvieron desnudos y sin zapatos. Y aunque nunca pudo creer que sus hijos fueran dos potros dorados, en su fuero íntimo se dijo que nunca más desearía sólo caballos blancos. Y lo más importante es que el rey, antiguo masticador de enemigos, decidió que nunca, pero nunca, volvería a haber niños sin zapatos en su reino, y que su reino sería algo más que un reino, sería un país.











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