El sapo pensaba que el cocodrilo era jetón.
El sapo pensaba que de esa bocaza pinchuda sólo salían pavadas y, de tanto en tanto, alguna que otra liebre de las que iban a parar entre sus fauces de puro atropelladas.
El sapo pensaba que el cocodrilo era un matón adormilado y pelandrún, que andaba revolviendo el barro del fondo, atorrando todo el día para salir de golpe y comerse a las pobres criaturitas que nadaban en la orilla del río.
Por eso inventó el sapo la moda de las carteras de cocodrilo.
Habló con la Cocó Chanel, y la convenció de que no hay cosa más fina que unos buenos zapatos hechos de ofidio.
Es que el sapo de verdad pensaba que el cocodrilo era un mal tipo, con su costumbre de andar meta bostezo, haciéndose el distraído, mientras buscaba gente desprevenida para comérsela.
Cuando el sapo advirtió que se le había ido la mano, ya era tarde. El cocodrilo estaba en extinción y para verlo había que irse a meter en unos ríos que quedaban muy para el lado del África.
Ahora anda el sapo en campaña ecologista.
Insiste en imponer la moda del ecocuer, que es un modo de llamar al cuero trucho.
El sapo está arrepentido y anda diciendo "Pobrecito el cocodrilo" a todo el que quiera escucharlo, arrugando la jeta ancha y plana de sapo cancionero, para que nadie le diga que, igual que el cocodrilo, él es un gran jetón.
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