Se bajaba de la máquina Quiñones armado con una palanca.
-Te viá redetir a juego- decía.
Ella se quedaba ahí impasible, indiferente a la furia del peón.
-Te viá redetir a juego -dijo Quiñones- y revoleaba la palanca que tenía en la mano como para zampársela.
Carlos vino corriendo, medio cruzando campo, enterrando y desenterrando los pies ente los surcos.
-Espere Quiñones, -le gritaba- no haga macanas. Así no se arregla nada.
Y Quiñones se comíó el amague.
-Te viá redetir a juego -le dijo bajito, como para que nadie lo escuchara amenazar.
Carlos llegó y envestido de su autoridad de patrón le manoteó la palanca. Quiñones, dócil, dulcificado por la súbita aparición del otro se la dio sin mucha vuelta.
-Hay que tener un poco de paciencia -dijo el patrón- todo tiene arreglo.
Era enero y un sudor polvoriento les corría a los dos por la espalda y amenazaba con bajarles más allá del cinturón.
Quiñones se rascaba la cabeza con gorra y todo y decía, humildón:
-Es que a veces no se aguanta, no se aguanta. Uno le da y le da y ella, cuando quiere, planta bandera y listo.
Y el tiempo fue pasando, amanecer tras amanecer.
Un día sintió Quiñones que le ardía la nuca.
Era como una quemazón, algo más que el sol intratable de pleno enero.
Cuando miró para atrás venía como con cola de novia, sólo que era una cola de fuego.
La cosechadora, reina y señora de la trilla, se había incendiado y venía arrastrando una perezosa cola de llamas y de chispas.
Apagaron el incendio de puro caprichosos nomás.
-Al final, te redetí a juego nomás -dijo Quiñones, pateando despacito un fierro humeante de entre los restos de la cosechadora.
Carlos, sin tener donde apoyar la pena, se dio vuelta y salió para las casas, con el pampero piadoso secándole despacio las lágrimas y el sudor.
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