Había un país. En el país había un rey. Y había un cuadro. Un cuadro que parecía vivir. Bahhh, en realidad los que parecían vivir eran los personajes del cuadro, y llevaban más de trescientos años pareciendo vivir.
El cuadro estaba en la pared principal del enorme comedor real. Si el rey se sentaba en una punta de la mesa todos los personajes del cuadro lo miraban comer. Si se sentaba en la otra punta parecía no pasar nada, pero, cuando el rey levantaba la vista, ahí estaban todos los personajes del cuadro mirándolo.
Si el rey hacía alguna macana una tormenta terrible asolaba el fondo del cuadro. Y si el rey tomaba una buena decisión el cuadro se iluminaba.
Gobernar con el cuadro viviente no era cosa fácil.
Constantemente el cuadro cambiaba, a veces de modo drástico, pero la mayoría de las veces de un modo sutil.
El rey vivía pensando que el cuadro marcaba cada uno de sus aciertos y cada uno de sus errores con una precisión que lo abrumaba.
Así es que un día decidió quemarlo. Pensaba el rey que no podía seguir pendiente de esa figuras cambiantes que un día reían y otro día lo miraban con toda severidad. Sabía que en otros reinos los reyes no vivían acosados por esa especie de dedo acusador que era su cuadro.
Y lo quemó.
Y mientras el cuadro se quemaba le parecía sentir en el crepitar del fuego el alarido sordo de antiguas guerras y aún en medio de las llamas sintió que los ojos de la pintura lo miraban, esta vez llenos de espanto.
Terminada la faena se sintió libre.
Al mediodía se sentó en la real mesa y miró la pared vacía y de pronto sintió unas tremendas ganas de reirse. Se sirvió vino y dijo:
-Por fin soy un verdadero rey, ahora no hay nadie que me diga qué hice mal y qué hice bien. Soy un verdadero rey.
Al atardecer los loros de palacio, como todos los atardeceres, salieron a alborotar e iniciaron su migración diaria hacia las bardas que rodeaban la ciudad.
Sólo que esta vez los loros no migraron hacia las bardas sino que iniciaron un vuelo sin retorno hacia las tierras allende el mar.
Cuando el rey lo supo se alegró. Los loros escandalizaban demasiado cada tarde.
Años después, ya viejo, se preguntaba que habría pasado si no quemaba el cuadro que parecía vivir.
Tal vez ustedes piensen que el rey ya no era rey.
Tal vez ustedes piensen que el rey sin nada ni nadie que le marcara sus errores había perdido su trono y sus tierras.
Pero no.
El rey era más poderoso que nunca. Era un emperador. Su riqueza era enorme, sus palacios se multiplicaban desde las montañas del oeste a las playas del este y desde los arenales del norte a los desiertos pinchudos del sur.
Pero los loros. Los loros jamás volvieron a molestarlo al atardecer. Y nunca más tuvo quien le dijera la verdad. Y desde esos tiempos inmemoriales se dice que ésa es la única forma en que un rey puede ser rey. Sin saber la verdad. Y no sé si es así. Pero parece que si. Que así es.
Tal vez sea así. Y es una pena. Porque, quiera uno o no, el quemar el cuadro que parecía vivir se parece mucho a acallar las voces de la prensa veraz, la que es capaz de decir aquello que debe ser dicho para que los gobernantes empiecen a ser, nada más y nada menos, lo que los pueblos necesitan para alcanzar la grandeza y la felicidad.
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