Ramoncito nació con mucho pelo.
Mucho pelo y mucha uña.
Así que fueron a buscar al intendente Gorosito para que le saliera de padrino,de puro miedo a que resultara Lobizón.
No tenían influencias para que la presidenta hiciera el curso de madrina y viniera hasta el pueblo a bautizarlo, y la insconstante de la madre se negó de pleno a tener otros seis Ramones antes que a él, de modo que no había manera en que fuera oficialmente el séptimo hijo varón.
Y tuvieron que conformarse con el intendente.
Así es que el intendente los convocó a la iglesia del pueblo y de paso hizo la entrega de un nuevo equipo de sonido al padre Antonio porque no se escuchaba nada y cuando decía "Podeis ir en paz" nadie se movía y tenía que terminar diciendo "Fuera, fuera todos, se terminó lo que se daba".
El intendente le salió de padrino y de madrina una concejal del peronismo porque, dijo la madre, mejor tener relaciones en todos los bandos, una nunca sabe.
A la ceremonia asistió el pueblo completo, menos los ricos porque los ricos prefieren aburrirse entre ellos.
La prensa también fue.
No todos los días el intendente era padrino y mucho menos de un posible lobizón.
Ramoncita le había trenzado la melena al hermanito, y la punta de la trenza flaquita se le mojaba en la fuente bautismal.
El padre Antonio hizo los gestos y dijo las palabras, mientras el padrino, medio incómodo, sostenía a Ramoncito que chillaba como si fuera de verdad el lobizón. No rasguñó a nadie porque la madre le había cortado las uñas al ras con un alicate profesional, que fue el regalo de bautismo de la madrina.
A la fiesta asistió la comunidad educativa de la Escuela 11 en pleno, el intendente, varios concejales y los parientes más cercanos, es decir el padre, la madre, Ramoncita y la abuela. La gente de Saladillo Norte también fue porque la fiesta fue en la salita del barrio y había torta y chocolate.
El intendente dijo unas palabras emotivas. Por suerte la abuela se avivó y se sentó antes de que empezara a hablar, porque había pasado media hora y no lo podían sacar de la historia del presidente que se ofreció de padrino para el séptimo hijo varón.
El cura Antonio, que siempre se las había dado de abstemio, se sentó al lado de la tía Ana y juntos se terminaron el cafecito, pese a que todos los que pasaban les avisaban que de café tenía poco, que era más bien un licorcito casero, setenta por ciento alcohol y treinta por ciento café.
Para cuando terminó la fiesta la tía Ana estaba recontenta, la abuela Ethel había dicho tres poemas, el intendente se había ido a inaugurar una cancha de fútbol 5 y tres luminarias, y la mamá de Ramoncito lo tenía prendido en la teta por quinta vez.
Y al final no hubo ceremonia religiosa ni padrinazgo que sirviera para nada.
Ramoncito nos salió Lobizón.
Andaba oliendo asados por el pueblo, y las noches de luna se enloquecía y no perdonaba ni fiesta de quince ni de ochenta. Ya era un clásico verlo entrar con los pelos todos parados y con los dientes largos de hambre.
La madre intentó toda clase de encantamientos pero nunca logró que comiera un plato de tallarines.
Máximo una que otra milanesa.
Mientras fue chico, en el pueblo hasta se esperaba la luna llena para organizar las fiestas importantes. Es que no hay cachorro que no encante y Ramoncito, melenudo y simpático como era, andaba de mesa en mesa picoteando lo mejor de lo mejor.
A la escuela iba, porque la madre, que nunca había aprendido ni la A, no le perdonaba ni un día y ya tenía siete certificados de "Pequeño Sarmiento".
El problema le llegó, como a casi todos, durante la adolescencia.
Le empezaron a crecer las piernas y los brazos y metía miedo de tan grandote y bruto.
Las noches de luna se enloquecía y no había manera de pararlo. Por suerte el padre era albañil y le armó un lindo cuartido con una ventanita de reja y una puerta de chapa bien fortachona que trancaban desde afuera aunque la pobre madre cada vez que ponía la tranca largaba alguna lágrima, de culpable que se sentía.
Por suerte Ramoncito había salido bien combinado de colores. El pelo renegrido y dos ojos oscuros que le brillaban como vidrios debajo de unas cejas espesas y lustrosas. De piel se parecía a la madre, medio doradón, y los dientes eran tan blancos que le relumbraban.
Así que cuando se le pasó la adolescencia ya era de buen ver, y mientras no hubiese luna llena se lo podía dejar por ahí con toda tranquilidad porque no sólo causaba buena impresión sino que más bien era muy buscado en las fiestas y en la peñas.
La secundaria la terminó, eso sí, faltando de vez en cuando. Es que entre la luna y las hormonas cuando la madre sacaba la tranca de la puerta lo encontraba que era una pena, con los pelos todos revueltos, cansado como si hubiera corrido media noche y muerto de hambre. Y eso que nunca le ponía la tranca sin antes haberle hecho tres o cuatro bifes de cuadril, eso sí, sin ensalada, porque el pobre tenía intolerancia.
Por eso en esos días lo dejaba faltar a la escuela y si justo tocaba alguna prueba ella misma hablaba con los profesores y presentaba las excusas del caso. El chico bastante tenía con lo suyo.
La solución vino con el turismo.
La industria sin chimeneas vino a traerle a Ramón la solución de soluciones.
Lo convocó la peña El Ceibo y bailan todos los fines de semana en la parrilla de la ruta.
Y cuando no, ahí andan, de pueblo en pueblo, malambeando en cuanta feria se organiza.
Su figura de gaucho, sus crenchas largas y sus dientes relumbrones lo han hecho figura principal y preferido de las damas.
Y las noches de luna llena el número del lobizón lo ha puesto en el centro de la escena.
Dicen que este año bailan en Cosquín en luna llena y, según comentan, Ramoncito ya cobra un buen cachet.
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