Juan María y Mateo siempre le echaban la culpa.
Si el talco se caía y se desparramaba por todo el piso seguro que había sido el Hada Toquetona.
Que si a papá se le habían perdido todos los calzoncillos, era seguro que había sido el Hada Toquetona.
Que si mamá no encontraba las sartenes, también había sido el Hada Toquetona.
Que si la abuela Pilar perdía el bastón, pues ahí también había estado el Hada Toquetona.
Siempre la ligaba el Hada Toquetona.
El Hada Toquetona desarmaba los hormigueros, tiraba los fósforos, abría los cajones, metía masitas en la cama, vaciaba la Coca Cola en el inodoro, le cortaba los flecos a los almohadones, pintaba perros azules en las paredes y volcaba el helado en el piso.
El Hada Toquetona, en definitiva, era una molestia.
Juan María había sido quien por primera vez había visto a la nunca bien ponderada Hada Toquetona. Les contaba a todos que usaba un vestido verde y que tenía una trenza rubísima, larga, larga, larga que se le metía siempre en el agua o en el barro y que después arrastraba por todo el piso solamente para que Lucy renegara.
Y Mateo decía que él también la había visto. Daba fe de que la había sorprendido abriendo los cajones y que otra vez la encontró metida en el ropero escondida junto con un gato que trajo de la calle. Porque había sido el Hada Toquetona, indudablemente, la que había metido al gato en el ropero.
Mateo contaba también que el Hada Toquetona era un Hada distraída y por eso se había olvidado de cerrar la canilla y todita la cocina se había llenado de agua.
Y Juan decía que, efectivamente, el Hada Toquetona era muy traviesa, pero que no se merecía estar en penitencia porque era bueníiiiiiiiiisima.
Cuando la mamá de Mateo y Juan María se enojaba porque encontraba tirados todos los juguetes, los chicos siempre le explicaban que el Hada Toquetona era muy desordenada y que ellos ya nada podían hacer ante esa situación. Y debería ser verdad, porque si uno prestaba atención los escuchaba hablar de noche y decirle al Hada Toquetona que tenía que ser más prudente y ordenada.
En la casa todos pensaban que eran Juan María y Mateo los que involucraban a las hadas y a los duendes cuando en realidad eran ellos solitos los que organizaban todos los desastres.
Pero estaban equivocados. Era nomás el Hada Toquetona.
Ella inventaba casi todos los líos.
El día que desaparecieron los calzoncillos de papá había sido de ella la idea de que Mateíto los pusiera a todos en el lavarropas.
Y el día en que todos los zapatos de mamá bajaron por la escalera de entrada...esa también fue idea del Hada Toquetona, pero a Juan le pareció tan bonito que los vecinos vieran esos pies sin piernas bajando la escalera que no tuvo otra alternativa que ayudarla.
-Son cosas de la vida -le dijo Mateo a Juan- uno no puede andar despreciando a los amigos.
-Cuando éramos chiquitos y se nos caía el sonajero ella siempre estaba allí para alcanzarlo -justificaba Juan.
-Papá -decían los dos a dúo- ¡es una amiga!
Al final prometieron que el Hada Toquetona no entraría a la pieza de Lucy, ni se escondería en la heladera, ni dejaría que la trenza dorada se le metiera en el inodoro.
Pero yo sé que Juan María y Mateo todos los días planean con el Hada Toquetona la agenda completita.
Por eso cada mediodía se ensucia el mantel, y todas las tardes los chicos se llenan de barro las rodillas y de témpera las uñas y las orejas, por eso de noche los perros ladran a la luna y casi todas las mañanas papá pierde las llaves del auto y se queda otro rato en casa.
También es verdad que a la noche, extenuada por los trajines del día, nada en la alberca.
-Parece que la luna se ha caído en la pileta -dice mamá, la bruja rubia.
Y los chicos se miran y se ríen. Saben que mamá le dice pileta a la alberca porque es una bruja del sur donde las palabras nombran con distintos nombres. Y saben también que mamá, que es una bruja adulta, no puede ver al Hada que, en plena noche, lava en la alberca su larga melena rubia.
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