Era una siesta tan dormida, tan calurosa, que hasta los pájaros y los alacranes se habían quedado a la sombra para echarse una cabezadita.
La tía Julia quería dormir la siesta, y el tío José, que en esos tiempos antiguos tenía solamente cinco años y se llamaba José a secas, se le metía en la cama y le soplaba las mejillas para desperterla, y pedirle que le contara un cuento.
Entonces, la tía Julia le empezó a contar el cuento de la merluza cabalgante y, mientras le contaba el cuento, no va que se quedó dormida y entonces José, en puntitas de pie, se escapó y se fue al arroyo a buscar a la merluza.
La merluza vivía en el arroyo que pasaba justo atrás de la casa de José, que por esos años era chiquito y bizcocho. En el arroyito vivían también unos bagrecitos transparentes que bordaban circulitos en el agua y unas ranas jetonas que escandalizaban a la tardecita.
José buscó una ramita larga, larga, larga y se dispuso a molestar a las ranas y a los bagres, mientras hacía un poco de barullo por el agua, esperando que la merluza apareciera, rauda, como era su costumbre.
Y apareció.
Vestida de gala, como siempre, con un vestido ajustadísimo y plateado.
José se inclinó sobre el agua para verla más de cerca, agarrado de las ramas del sauce llorón, que lloraba sobre el agua, y así inclinado, trató de engancharle las enaguas con el palito largo para sacarla del arroyo.
Y ¡púmbate!. La rama del sauce se quebró y José se cayó en el arroyo bien de cabeza.
Y ahí lo manoteó la merluza. Se le puso entre las piernas y a José no le quedó otra que abrazarla por el cogote gordo y agarrarse bien fuerte, porque se largó a nadar como una loca de aquí para allá por el arroyito.
Lo revoleó por el fondo de barro bien revoleado, embadurnándolo de arriba a abajo, para que le quedara claro quién mandaba.
José se agarraba del cogote, apretaba las piernas y cabalgaba a la merluza, acordándose de las lecciones del viejo Martín, que le decía que era de gringos caerse del caballo.
La merluza se sacudía como una loca, un poco como queriendo sacárselo de encima y otro poco como queriendo hacerle ver qué ancho y qué largo era el arroyo.
Al final, tal vez cansada, tal vez resignadona, se quedó medio tranquila y empezó a nadar en línea recta, suavecito.
Ahí pudo José aliviar el apretón y, medio agarrado de unas escamas, medio cabalgando y medio nadando, recorrieron el arroyo de arriba a abajo.
Solamente las ranas y algunos camoatíes los vieron pasar así, abrazaditos, como de novio.
Cuando la tía Julia se despertó, no encontró a José por ninguna parte. Buscó en el galpón y en la casa de los peones. Se fue al montecito, buscó en el galpón de las herramientas y entre los fardos.
Pero José no aparecía, no había caso.
Lástima que nadie sabía el idioma de las ranas, porque esa tardecita fue todo un comentario: las ranas verdes, jetonas y chusmetas contaban que José se había ido cabalgando la merluza, y volvería cuando fuera grande.
Pero hablaban por hablar las ranas verdes. A la hora de comer, más puntual que un inglés, apareció José, muy de raya al costado.
El viejo Martín lo vio llegar y dio el alerta. Y el papá, loco de contento, le dejó el culo rojo a alpargatazos.
La tía Julia quería dormir la siesta, y el tío José, que en esos tiempos antiguos tenía solamente cinco años y se llamaba José a secas, se le metía en la cama y le soplaba las mejillas para desperterla, y pedirle que le contara un cuento.
Entonces, la tía Julia le empezó a contar el cuento de la merluza cabalgante y, mientras le contaba el cuento, no va que se quedó dormida y entonces José, en puntitas de pie, se escapó y se fue al arroyo a buscar a la merluza.
La merluza vivía en el arroyo que pasaba justo atrás de la casa de José, que por esos años era chiquito y bizcocho. En el arroyito vivían también unos bagrecitos transparentes que bordaban circulitos en el agua y unas ranas jetonas que escandalizaban a la tardecita.
José buscó una ramita larga, larga, larga y se dispuso a molestar a las ranas y a los bagres, mientras hacía un poco de barullo por el agua, esperando que la merluza apareciera, rauda, como era su costumbre.
Y apareció.
Vestida de gala, como siempre, con un vestido ajustadísimo y plateado.
José se inclinó sobre el agua para verla más de cerca, agarrado de las ramas del sauce llorón, que lloraba sobre el agua, y así inclinado, trató de engancharle las enaguas con el palito largo para sacarla del arroyo.
Y ¡púmbate!. La rama del sauce se quebró y José se cayó en el arroyo bien de cabeza.
Y ahí lo manoteó la merluza. Se le puso entre las piernas y a José no le quedó otra que abrazarla por el cogote gordo y agarrarse bien fuerte, porque se largó a nadar como una loca de aquí para allá por el arroyito.
Lo revoleó por el fondo de barro bien revoleado, embadurnándolo de arriba a abajo, para que le quedara claro quién mandaba.
José se agarraba del cogote, apretaba las piernas y cabalgaba a la merluza, acordándose de las lecciones del viejo Martín, que le decía que era de gringos caerse del caballo.
La merluza se sacudía como una loca, un poco como queriendo sacárselo de encima y otro poco como queriendo hacerle ver qué ancho y qué largo era el arroyo.
Al final, tal vez cansada, tal vez resignadona, se quedó medio tranquila y empezó a nadar en línea recta, suavecito.
Ahí pudo José aliviar el apretón y, medio agarrado de unas escamas, medio cabalgando y medio nadando, recorrieron el arroyo de arriba a abajo.
Solamente las ranas y algunos camoatíes los vieron pasar así, abrazaditos, como de novio.
Cuando la tía Julia se despertó, no encontró a José por ninguna parte. Buscó en el galpón y en la casa de los peones. Se fue al montecito, buscó en el galpón de las herramientas y entre los fardos.
Pero José no aparecía, no había caso.
Lástima que nadie sabía el idioma de las ranas, porque esa tardecita fue todo un comentario: las ranas verdes, jetonas y chusmetas contaban que José se había ido cabalgando la merluza, y volvería cuando fuera grande.
Pero hablaban por hablar las ranas verdes. A la hora de comer, más puntual que un inglés, apareció José, muy de raya al costado.
El viejo Martín lo vio llegar y dio el alerta. Y el papá, loco de contento, le dejó el culo rojo a alpargatazos.
Y, puede decirse que José, desde entonces y para siempre, no quiso mucho a las alpargatas. Lo que, en realidad, no está demasiado mal, porque es difícil encontrar buenas alpargatas número 46.
ResponderEliminarEthel Mariotto, que no ha tenido la suerte de encontrar regalos baratos como las alpargatas para quedar bien con su admirado yerno.