Mandinga y Dios un día se emborracharon.
Se tomaron dos botellitas de tequila, una de licor de durazno, cuatro fernets con cola, cinco Torres (uno entre los dos) y la remataron con un champancito de zona fría.
Y ahí se armó el baile.
Sacaron los facones.
El de Mandinga era un faconcito chiquito, de uña de avestruz y con una hojita tandilera como de dama. Una miseria de faconcito.
El de Dios, en cambio, era un facón bien de plata y oro, reluciente. Pero no cortaba ni el agua. Pura facha era el facón.
Mandinga se deslizaba por el salón, muy de traste parado, haciendo fintas. Dios estaba como paralizado, medio encandilado, pavotón.
Enseguida se organizó la concurrencia. A la derecha los partidarios del Bendito. A la izquierda los del Otro. Y ellos dos al medio, casi como bailando.
Mandinga hizo un amague y se tiró bien a fondo. Dios metió la barriga y el faconcito certero del Maligno le cortó el cinturón.
La concurrencia ahogó un grito. Dios se quedó tieso, teniéndose los pantalones, y para cuando quiso despabilarse, el Otro se le vino encima con el cuchillito derecho al corazón. Suerte que tan dormido no estaba, porque se hizo a un lado y ahí quedó la sabandija con la hoja tandilera clavada hasta el fondo en un tablón.
Se retorcía el Maligno. Hacía toda clase de morisquetas, tironeaba y sudaba y todo en vano. La hoja como soldada había quedado.
Dios lo miraba sorprendido, enduraznado, enlicorado, entequilado y contento de champán.
Al final parece que le dio lástima el desgraciado, y se acercó a despenarlo. Agarró su facón de plata y oro por la vaina y durmió al pobre infeliz con un buen mamporrón.
No hay comentarios:
Publicar un comentario