La mamá de Mateo y Juan María era una bruja rubia de dos mundos.
Su primer mundo, en el que había nacido, era un mundo lejano y agreste, rodeado de aguas salvajes y apenas habitado por algunas tribus.
La tribu de la mamá de Mateo y Juan María era una tribu de brujos escribientes, de los que cuentan historias y las historias ocurren.
El otro mundo de la mamá de Mateo y Juan María quedaba mucho más cerca del sol.
Éste era un mundo del todo diferente, en el que el invierno solamente sucedía en verano y en el que las personas se iban volviendo como de cobre, a fuerza de soles que las horneaban como a pequeños panes.
Cuando la bruja rubia vino de su mundo austral al mundo de los soles calientes se llevó muy pocas cosas.
Dicen que puso en una valija un saco muy abrigado que le había tejido su mamá, la abuela Ethel, unos zapatos rojos, como de payaso, y unas joyas azules de esas extrañas que nadie usa.
Todas cosas muy mágicas y que servían exclusivamente para ir y venir de un mundo a otro.
A veces, muy de vez en cuando, se la veía en el mundo del sol achicharrante, muy vestida con su saco de pelo marrón. Y es que estaba viajando al sur, donde unos vientos de hielo antártico barrían los desiertos.
Cuando Mateo y Juan María nacieron su mamá los nombró con nombres de los dos mundos.
Así Mateo se llamó Mateo José y tuvo el nombre de su padre y el nombre del mundo del sol. Y Juan María en cambio recibió el nombre de las pampas australes.
Los nombres se los puso antes de verles las caras y de ese modo no fueron ni el color de los ojos, ni la forma de las manos, ni siquiera el largo de sus piernas o el tamaño de su boca lo que hicieron que uno fuera uno y el otro fuera otro.
Fue la pura casualidad la que les mezcló los nombres con el carácter, y puso todo patas arriba. Aunque muchos piensan que fue la brujería rubia la que en definitiva hizo que Juan María tuviera nombre de sur y carácter de norte y Mateo un nombre de norte y la molesta voluntad del domador.
Esta cuestión de los nombres cambiados sería con el tiempo una gran cosa, porque así ambos fueron hijos de dos mundos.
La mamá les cantaba canciones de su tierra en las que Febo asoma y el clarín estridente sonó y en las que tortugas enamoradas viajan de París a Pehuajó.
Las canciones de la tierra nueva sonaban solitas en el aire.
Aprendieron los dichos de la tierra lejana y así, sabiendo desde jóvenes que el que no llora no mama, decidieron llorar lo suficiente como para crecer sin pausa.
De la tierra del sol aprenderían a escalar pirámides y a nadar en mares de olas azules y turquesas.
De la tierra austral aprenderían una melancolía sin pausa.
De vez en cuando su mamá los abrazaba muy fuerte y los tres juntos se metían dentro del saco que tejió la abuela Ethel, y allí bien abrigados dentro del saco peludo y en pleno día y a pleno sol, viajaban juntos al Saladillo para ver la pampa, en la que bajo un sol más tibio y tímido se desplegaba el pueblo de su mamá, la bruja rubia, que de puro enamorada se mudó a la tierra del sol.
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