sábado, 30 de julio de 2011

El lobizón

Ramoncito nació con mucho pelo.
Mucho pelo y mucha uña.
Así que fueron a buscar al intendente Gorosito  para que le saliera de padrino,de puro miedo a que resultara Lobizón.
No tenían influencias para que la presidenta hiciera el curso de madrina y viniera hasta el pueblo a bautizarlo, y la insconstante de la madre se negó de pleno a tener otros seis Ramones antes que a él, de modo que no había manera en que fuera oficialmente el séptimo hijo varón.
Y tuvieron que conformarse con el intendente.
Así es que el intendente los convocó a la iglesia del pueblo y de paso hizo la entrega de un nuevo equipo de sonido al padre Antonio porque no se escuchaba nada y cuando decía "Podeis ir en paz" nadie se movía y tenía que terminar diciendo "Fuera, fuera todos, se terminó lo que se daba".
El intendente le salió de padrino y de madrina una concejal del peronismo porque, dijo la madre, mejor tener relaciones en todos los bandos, una nunca sabe.
A la ceremonia asistió el pueblo completo, menos los ricos porque los ricos prefieren aburrirse entre ellos.
La prensa también fue.
No todos los días el intendente era padrino y mucho menos de un posible lobizón.
Ramoncita le había trenzado la melena al hermanito,  y la punta de la trenza flaquita se le mojaba en la fuente bautismal.
El padre Antonio hizo los gestos y dijo las palabras, mientras el padrino, medio incómodo, sostenía a Ramoncito que chillaba como si fuera de verdad el lobizón.  No rasguñó a nadie porque la madre le había cortado las uñas al ras con un alicate profesional, que fue el regalo de bautismo de la madrina.
A la fiesta asistió la comunidad educativa de la Escuela 11 en pleno, el intendente, varios concejales y los parientes más cercanos, es decir el padre, la madre, Ramoncita y la abuela.  La gente de Saladillo Norte también fue porque la fiesta fue en la salita del barrio y había torta y chocolate.
El intendente dijo unas palabras emotivas.  Por suerte la abuela se avivó y se sentó antes de que empezara a hablar, porque había pasado media hora y no lo podían sacar de la historia del presidente que se ofreció de padrino para el séptimo hijo varón.
El cura Antonio, que siempre se las había dado de abstemio,  se sentó al lado de la tía Ana y juntos se terminaron el cafecito, pese a que todos  los que pasaban les avisaban que de café tenía poco, que era más bien un licorcito casero,  setenta por ciento alcohol y treinta por ciento café.
Para cuando terminó la fiesta la tía Ana estaba recontenta, la abuela Ethel había dicho tres poemas, el intendente se había ido a inaugurar una cancha de fútbol 5 y tres luminarias, y la mamá de Ramoncito lo tenía prendido en la teta por quinta vez.
Y al final no hubo ceremonia religiosa ni padrinazgo que sirviera para nada.
Ramoncito nos salió Lobizón.
Andaba oliendo asados por el pueblo, y las noches de luna se enloquecía y no perdonaba ni fiesta de quince ni de ochenta.  Ya era un clásico verlo entrar con los pelos todos parados y con los dientes largos de hambre.
La madre intentó toda clase de encantamientos pero nunca logró que comiera un plato de tallarines.
Máximo una que otra milanesa.
Mientras fue chico, en el pueblo hasta se esperaba la luna llena para organizar las fiestas importantes.  Es que no hay cachorro que no encante y  Ramoncito, melenudo y simpático como era, andaba de mesa en mesa  picoteando lo mejor de lo mejor.
A la escuela iba, porque la madre, que nunca había aprendido ni la A, no le perdonaba ni un día y ya tenía siete certificados de "Pequeño Sarmiento".
El problema le llegó, como a casi todos, durante la adolescencia.
Le empezaron a crecer las piernas y los brazos y metía miedo de tan grandote y bruto.
Las noches de luna se enloquecía y no había manera de pararlo.  Por suerte el padre era albañil y le armó un lindo cuartido con una ventanita de reja y una puerta de chapa bien fortachona que trancaban desde afuera aunque la pobre madre cada vez que ponía la tranca largaba alguna lágrima, de culpable que se sentía.
Por suerte Ramoncito había salido bien combinado de colores. El pelo renegrido y dos ojos oscuros que le brillaban como vidrios debajo de unas cejas espesas y lustrosas. De piel se parecía a la madre, medio doradón, y los dientes eran tan blancos que le relumbraban.
Así que cuando se le pasó la adolescencia ya era de buen ver, y mientras no hubiese luna llena se lo podía dejar por ahí con toda tranquilidad porque no sólo causaba buena impresión sino que más bien era muy buscado en las fiestas y en la peñas.
La secundaria la terminó, eso sí,  faltando de vez en cuando.  Es que entre la luna y las hormonas  cuando la madre sacaba la tranca de la puerta lo encontraba que era una pena, con los pelos todos revueltos,  cansado como si hubiera corrido media noche y muerto de hambre.  Y eso que nunca le ponía la tranca sin antes haberle hecho tres o cuatro bifes de cuadril, eso sí, sin ensalada, porque el pobre tenía intolerancia.
Por eso en esos días lo dejaba faltar a la escuela  y si justo tocaba alguna prueba ella misma hablaba con los profesores y presentaba las excusas del caso.  El chico bastante tenía con lo suyo.
La solución vino con el turismo.
La industria sin chimeneas vino a traerle a Ramón la solución de soluciones.
Lo convocó la peña El Ceibo y bailan todos los fines de semana en la parrilla de la ruta.
Y cuando no, ahí andan, de pueblo en pueblo, malambeando en cuanta feria se organiza.
Su figura de gaucho, sus crenchas largas y sus dientes relumbrones lo han hecho figura principal y preferido de las damas.
Y las noches de luna llena el número del lobizón lo ha puesto en el centro de la escena.
Dicen que este año bailan en Cosquín en luna llena y, según comentan, Ramoncito ya cobra un buen cachet.

viernes, 29 de julio de 2011

La otra merluza

Le decían La Otra, porque era la segunda novia del merluzón.
A la primera, la llamaban por el nombre.  A ella, le decían La Otra, como si no mereciera ser llamada con un nombre propio y mucho menos con un apellido.
Hasta ella se decía La Otra.  Se le había pegado de tanto oírse nombrar.
Los merluzones eran muy enamoradizos en ese arroyo.  Era muy normal que tuvieran dos novias y hasta tres.
Y es que es bien sabido que, por más que quiera, una merluza no puede agarrar a un novio infiel con un garrote, y ellos se aprovechaban de esa circunstancia.
Lo cierto es que ella era La Otra.  La segunda novia.  La que estaba después de la primera.
Y por más que se engalanara de pies a cabeza, por más que se cuidara hasta la última escama y se retocara las agallas y se hiciera buches de agua de lluvia, por más que se produjera esperándolo recostada en el fondo del arroyo sobre una capa de algas verdes, por más que se perfumara con feromonas de merluza, por más que intentara platearse con la luna, hiciera lo que hiciera, él no dejaba a la primera, a la que tenía nombre y apellido.
Al final, fue ella la que resolvió dejarlo.
Lo plantó bien plantado, un día que vino a buscarla para ir a pasear en la estela de una lancha.  Se aseguró de estar muy buena moza, de mostrarse ágil y nadadora.  Y le dijo en el lenguaje de las merluzas que se fuera con viento fresco, aunque, como las merluzas no son muy expresivas, no lo dijo así de bien.
Ahora goza de nombre y apellido.
Ha puesto una oficina en el centro del arroyo dedicada al turismo.  Organiza viajes a la laguna del medio, y se sabe que sus excursiones a las cascaditas son un éxito.
Cuando el merluzón aparece con su primera novia y sus merlucitos ella piensa con melancolía en lo que podría haber sido. Sin embargo, cuando lo escucha hablar y lo ve acomodarse las pocas escamas que le quedan, entonces piensa que tal vez no está tan mal ser una merluza soltera y de buen ver.
Dicen las ranas que la soltería le va a durar bien poco, porque todos saben que la pretende un dorado que llegó de Corrientes hace un mes.

Pelea de Borrachos

Mandinga y Dios un día se emborracharon.
Se tomaron dos botellitas de tequila, una de licor de durazno, cuatro fernets con cola, cinco Torres (uno entre los dos) y la remataron con un champancito de zona fría.
Y ahí se armó el baile.
Sacaron los facones.
El de Mandinga era un faconcito chiquito, de uña de avestruz y con una hojita tandilera como de dama. Una miseria de faconcito.
El de Dios, en cambio, era un facón bien de plata y oro, reluciente.  Pero no cortaba ni el agua. Pura facha era el facón.
Mandinga se deslizaba por el salón, muy de traste parado, haciendo fintas.   Dios estaba como paralizado, medio encandilado, pavotón.
Enseguida se organizó la concurrencia.  A la derecha los partidarios del Bendito. A la izquierda los del Otro. Y ellos dos al medio, casi como bailando.
Mandinga hizo un amague y se tiró bien a fondo.  Dios metió la barriga y el faconcito certero del Maligno le cortó el cinturón.
La concurrencia ahogó un grito.  Dios se quedó tieso, teniéndose los pantalones,  y para cuando  quiso despabilarse, el Otro se le vino encima con el cuchillito derecho al corazón.  Suerte que tan dormido no estaba, porque se hizo a un lado y ahí quedó la sabandija con la hoja tandilera clavada hasta el fondo en un tablón.
Se retorcía el Maligno.  Hacía toda clase de morisquetas, tironeaba y sudaba y todo en vano.  La hoja como soldada  había quedado.
Dios lo miraba sorprendido, enduraznado, enlicorado, entequilado y contento de champán.
Al final parece que le dio lástima el desgraciado, y se acercó a despenarlo. Agarró su facón de plata y oro por la vaina y durmió al pobre infeliz con un buen mamporrón.

Contrita

Contrita es un hada burlona.
Siempre tiene razones para estar arrugando la frente y sentarse en la punta del sillón, como ofendida. 
Es que es un hada que siempre se está riendo de la gente y cuando las personas se le enojan no se le ocurre otra cosa que sentarse con las piernas muy juntas y las manos entrelazadas, con cara de de tener un trámite sin terminar. 
Tiene la costumbre de burlase de los altos achicándoles las patas de las sillas y de los petisos bajando las ramas de los árboles para que anden medio inclinados por la vereda. 
Hace siempre la misma broma a los gordos moviéndoles la aguja de las balanzas tres kilos para arriba o dos para abajo cosa de reírse de sus caras.
A los feos les dice piropos sólo para incomodarlos y a los lindos también para que se pongan bobos. 
Contrita es un hada burlona y todos lo saben. 
Ella no entiende las razones de los tímidos y les enciende reflectores cuando entran al cine y hace que todos se callen cuando cantan. 
Ella arruina las comidas de las novias nuevas en la casa de la suegra y hace que se llenen de granos los adolescentes enamorados. 
Y luego se muestra como su nombre lo dice, terriblemente contrita.
Cuando fue al casamiento de los tíos Andrea y José puso laxante en el vino de los novios y emborrachó al abuelo.
Y a la tía Albina le robó el novio sólo por hacerle una broma y cuando se lo fue a devolver se lo había olvidado por ahí y no pudo dárselo nunca más.  Parece que lo perdió en Munro. 
Contrita es el hada de las bromas de mal gusto. 
Ella moja la tabla del inodoro cuando salen los chicos del baño y pone puloil en las talqueras. 
Ella pone pegamento en los picaportes y escarbadientes en los almohadones del living.
Ella cambia los horarios en la agenda y enrolla las medias de a pares equivocados. 
Ella es Contrita.  El hada de las bromas de mal gusto.  
Todas las Navidades insiste en quemar las luces de colores  y ha sido tan insistente, tan cargosa, que en todo el mundo, y sobre todo en China, se han dedicado a fabricar para las Navidades lucecitas intermitentes. 
Contrita está casada.  Su marido es un duende armado de paciencia.  Tiene un bigotito blanco y una pelada brillante que abriga con una boina.  
De vez en cuando la reta y le dice que tiene que ser más prudente, más amable. 
Pero la mayor parte de las veces la deja hacer.   Es que la conoció tal cual es, bromista y un poco pendenciera. 
Llevan mil años de casados y diez días.  Celebraron el último aniversario con una fiesta enorme a la que invitaron a toda la familia. 
Contrita preparó la torta.  Enorme.  Blanca.  Preciosa.  Toda, todita, recubierta de espuma de afeitar.

Pastafrolas, pasteles y tortas fritas.

Cuando Juan María sea grande le voy a regalar una pastafrola para que la coma con mamá, papá y Mateíto.
Y le voy a decir que en el diccionario dice pastaflora, pero a nosotros nos gusta decir pastafrola nomás.
Cuando Mateo sea grande le voy a dar dos pasteles.  Uno para él y otro para Juan María.
Cuando Juan María y Mateo sean grandes les voy a hacer tortas fritas rociadas con azúcar amarilla, y las vamos a comer bien calientes, mientras afuera llueve.
Les vamos contar las historias del tío Ruben y los cuentos del Abuelo Pedro y las travesuras interminables de Alejandro. Les vamos a contar de cuando el tío Ruben y  el tío Edil le ataron un paraguas a la abuela Ethel y querían tirarla desde el techo de la casa y la abuela, que tenía cuatro años, le dijo al tío Ruben -Te jodés-  y se le escapó corriendo por la cornisa.
Y les vamos a contar de la petisa Guinda. Y de cuando el abuelo Juan se comió 16 milanesas y 12 huevos fritos.  Y de cuando vino en tractor desde Luján y llegó con el culo flaco más flaco todavía.
Les vamos a contar de cuando Carlos, vestido muy de estanciero, se limpió la cara y las manos con el trapito cagado que dejó al lado de la cosechadora el muy maula del tío José.
Les vamos a contar todas esas cosas y mientras tanto, torta frita va y torta frita viene, vamos a intentar que tomen mate, pero si no quieren les vamos a dar chocolate bien caliente.
Sea como sea, todo esto pasará cuando los chicos sean grandes.
Cuando sean grandes yo voy a ser una vieja más vieja que las piedras, o capaz que seré unas cenicitas blancas flotando por ahí.
Por eso, por las dudas, les dejo estas historias para que las lean comiendo tortas fritas, y tal vez, ojalá, Dios quiera, tomándose unos mates bien amargos ya que al fin y al cabo, como dijo Paula, cantarán otro himno nacional. Y eso impresiona.

jueves, 28 de julio de 2011

Pa' lo que guste mandar

Era como quien dice un caballero rural.
Demasiado flaco para ser apuesto, pero indudablemente con un aire de Quijote. Bombachas de campo con alforzas. Camisa tan lavada que andaba entre el blanco y el transparente. Y pañuelito ajedrezado, atado con un nudo bien apretado.
-Pa' lo que guste mandar- ésa era su frase.
Si uno decía 
-Me gustaría un pastelito- ahí salía él, muy dispuesto, para la cocina.
Si uno decía 
- ¡Qué pena que el petiso esté desensillado!- ahí arrancaba para el galpón a buscar el apero.
Si uno decía 
-¡Qué tarde tan triste!- ahí miraba el cielo y el sol salía y una calandria venía a picotear lombrices cerca de la bomba.
Si uno decía 
-Extraño a la vieja...- él miraba el horizonte, y ahí nomás aparecía un auto y desde el auto saludaba la mismísima madre de uno, que venía con una caja de comida y un bolso con ropa limpia.
-Pa' lo que guste mandar- ésa era su frase.
No le sabíamos el nombre, así que de apellido era el trato nomás.
Y de Usted.
Porque era un caballero rural.
Si uno decía 
-Quisiera una novia para el baile de esta noche- él se sonreía y esa noche seguro que uno salía enamorado como un zonzo.
Cuando nos pusimos ambiciosos y empezamos a querer cosas más complicadas es cuando supimos su nombre.
El decía 
-Pa' lo que guste mandar- y todo se hacía.
Tenga cuidado usted, si algún día se le aparece.
Cuando le ofrezca una ayuda, no la acepte.  Búsquese los pastelitos, ensille el burro, ni se le ocurra andar deseando novias en voz alta.
Tenga en cuenta que una vez se me ocurrió decir 
-¡Qué todos se vayan a la mierda!- y toda la familia fue a parar al fondo de la letrina.
Al final una tarde, muy de cayetano, fui y le rocié el catre con agua bendita.
Cuando en el medio de la noche se escuchó un ruido como de agua hervida, y una humareda de puro azufre  salió por la ventana, me di cuenta de que a la mañana no estaría ahí para esperarnos con el mate recién cebado.
-Pa' lo que guste mandar- ésa era su frase.
Si uno hubiera sabido que es costumbre del Maligno andar ofreciendo demasías, entonces quizá, sólo quizá, le hubiéramos dicho que estaba bien, que no se molestara.


miércoles, 27 de julio de 2011

Historia de la inconstante

Ella no era constante ni para los vicios. 
Por eso no fumaba, ni tomaba, ni andaba con cosas raras, porque hasta para las cosas raras, alguna constancia se requiere. 
Eso sí, era también arisca para los libros, la pobre.  
No se le daban bien las matemáticas ni las letras.  Capaz que por inconstante nomás.   
Por eso se quedó estancadita en quinto grado.  Y eso que la maestra le dejó pasar tres grados de favor y otros dos para no quedarse sin alumnos. 
Sin embargo, durita como era, ella sabía de magia.
La primera magia la hizo como a los ocho.
Le había tocado izar la bandera y, después de darle a la cuerda hasta poner la bandera bien en la punta del asta, se quedó mirándola, toda desilusión, porque la bandera quedó ahí, como un trapito,  toda chupada.  
Y entonces ella sopló. 
Y la bandera de la escuela ondeó y después se quedó tiesa, como plastificada. Para siempre se quedó. 
Así quedó, durita, como banderita de la luna, pero acá en la tierra.
Y nadie la pudo bajar.  No hubo hondazo, ni lluvia, ni inclemencia que pudiera bajarla de allí.
La banderita, como si nada.
Y eso que la maestra la puso a ella misma a tirar del cordel, tira que te tira, todas las tardes, total aprender no aprendía nada.  Pero no hubo caso.  Allí se quedó.
Y hasta el día de hoy está ahí, estirada  y compuesta, como enhebrada en la punta del mástil de la Escuela 11, al norte del Saladillo, justo enfrente de la Estación sin Ferrocarril.  
Pero hasta para la magia era insconstante. 
Aprendió a hacer gualichos de amor.  Pero no le ponía empeño y los gualichos se le quedaban en enamoramientos pasajeros.
A lo que se dedicaba mayormente, era a los encantamientos sencillos, como por ejemplo un buen florecimiento de rosas en pleno invierno, o un acortamiento de pantalones de emergencia. 
La cosa se le complicaba cuando la receta mágica tenía más de cinco pasos.  Y ni que hablar cuando tenía que dejar en reposo algún ingrediente. Ahí todo fallaba, y podía salir chimango cualquier pollo.
Como se suele decir: era un poco atacada la pobre.
Cuando tuvo hijos le nacieron antes de tiempo.  La Ramoncita ni uñas tenía cuando el cura la bautizó, por si las moscas.  Ella,  cuando le vio los dedos tan mochos, tan desnuditos de uña,  hizo su magia y las uñas le crecieron, pintaditas y todo, de un rosa muy bonito.  Eso sí, no hubo cosa que le pudiera sacar el rosa de las uñas y ahí anda la Ramoncita, criando chanchos y gallinas con las manos más arregladas que una artista de T.V.
En el caso de Ramoncito la cosa fue más grave.  Estaba a medio hacer y lo tuvo que convencer para meterse adentro y terminarlo. Al final, cuando salió era todo un hombrecito, eso sí, con tanto pelo le salió, y con tanta uña que el intendente le salió de padrino, de puro miedo a sque resultara lobizón.
A los dos hijos les puso el mismo nombre porque eso de andar  buscando nombres la ponía impaciente y al final, qué mejor que ponerle el nombre de la abuela, que era la única pariente conocida.
Para lo que fue constante fue para el marido.  Se lo quedó para toda la vida.  Es que la abuela le había dicho que si uno conseguía un marido pasado por altar, mejor quedárselo para siempre, y le enseñó una magia sencilla para el propósito.  Solamente tenía que darle un beso sincero cada noche y la cosa estaba garantida.
De las magias, la que nunca quiso hacer fue la negra.
-La mágica negra no es lo mío- decía con toda seriedad. -No es cosa de cristianos andar pensando cosas fuleras.
-Para mí, la mágica blanca -decía- solamente cosas buenas para que te vuelvan- decía.
Y por eso puso un aviso en el periódico del pueblo.  Silvia Batisluschi, la directora de "El Argentino" le corrigió el anuncio y publicó "Magia Blanca para buenos deseos garantizados.  Lectura de manos y de cartas.  Dirigirse a Saladillo Norte, dos casas antes de la Estación"
Ella le había hecho a escribir a la Ramoncita: "Mágica Blanca para buenos deseos garantidos. Se lee la mano y echan cartas.  Preguntar por mi dos casas antes de la Estación"









lunes, 25 de julio de 2011

Cuento del hada distraída

  A Juan María y a Mateo José les gustan los cuentos.
  Por eso, la abuela Ethel quiso escribir uno para que lo escuchen y después le digan si es lindo o feo o es cualquier cosa.
  Pero, como la abuela Ethel nunca ha escrito cuentos (la abuela Ethel escribe a veces versitos absurdos y queribles, pero nunca cuentos), se le ocurrió llamar a una de esas hadas que andan recorriendo espacios desconocidos en los mundos del sur, del norte, del este o el oeste, o hasta veredas de la otra cuadra.
  Y un día vino una de esas hadas. Por cierto que era muy linda: tenía el pelo rosado y llevaba un vestido blanco lleno de volados, que más parecía un pastel de crema chantillí que un vestido real, de esos que la gente puede ponerse cualquier día para ir al almacén o a la perfumería.
  La abuela se puso muy contenta:
  -Ahora voy a poder escribir un lindo cuento- dijo.
  Y, haciéndose la sabia, se sentó frente a su computadora, porque la abuela Ethel es una abuela moderna de ésas que no entienden nada de cacerolas.
  Pero la pobre abuela Ethel todavía está esperando. Porque, sin que ella sepa aún porqué, la que vino en su ayuda fue el Hada Preciosa, que es también el Hada Distraída, (parece que siempre los preciosos son un poco distraídos, porque se lo pasan mirándose al espejo y no tienen  tiempo de andar pensando en serio).
  El caso es que el Hada Distraída todavía no recuerda que tiene que ayudar a la pobre abuela  a escribir un cuento.
  Y la abuela Ethel, espera que te espera, mira una y otra vez las fotos de Mateíto y Juan María, esperando que se le ocurra alguna historia. Y para colmo de males, los chicos desde las fotos le hacen morisquetas y la abuela embobada se emboba totalmente.

Historia de Restituta

Cuando nació le pusieron por nombre Restituta porque vino a restituir las cosas que nos habían sido quitadas.
Vino a devolver el orden de las cosas.  Vino a poner lo primero antes que lo segundo y lo último al final.
Vino a llamar al pan pan y al vino vino y a prohibir definitivamente lo prohibido.
Le pusieron por nombre Restituta y creció con el solo objetivo de ser la mandamás.
Comenzó restituyendo la alegría.
Dijo Restituta: -Que la alegría se haga.- Y todos los teléfonos sonaron y nos invitaron a una fiesta.  Y nos pusimos contentos y todos llevamos regalos. Y todas las primas hicieron una torta. Y enfriamos el vino. Y festejamos.
Dijo Restituta: -Que la alegría se haga.-  Y a todos se les dió por andar silbando.
Dijo Restituta: -Que la alegría se haga.-  Y todos los amigos volvieron al pueblo, fueron cayendo de uno en uno, dos el primer mes, otro el segundo y a los seis meses volvimos a tener la escuela llena de chicos y dos maestras.
Dijo Restituta:  -Que la alegría se haga.-  Y dejamos de tener dictadores y dictadoras.   Las radios se olvidaron los discursos y los periodistas empezaban a anunciar actos populares  y en mitad del anuncio se les trabucaba la lengua y terminaban comentando lo que comerían ese mediodía.
Dijo Restituta: -Que todos los chicos sean felices.- Y ese mismo día el Universo se puso en orden y cada vez que a un adulto se le daba por andar a los golpes le caía encima una lluvia personal y congelada que le dejaba los huesos temblando y los dientes azules.
Dijo Restituta: -Que todos coman.- Y de inmediato los gobernantes y las gobernantas empezaron a sentir retortijones y se fueron todos a donde la gente siempre quería que fueran y mientras tanto crecieron las mazorcas y los panes se levaron solos en los hornos  y un sonido de ollas y sartenes repicaba por todas partes y el olor de las salsas rojas y de los melones de verano invadió el aire.
Dijo Restituta:  -Que el sol salga y la lluvia venga.- Y llovió en los desiertos y se iluminaron las selvas.
Dijo Restituta: -Yo soy la mandamás, pero no mando más que lo que quieras. 
-Decime tus tres deseos.- dijo Restituta.
Y nos miramos todos con cara de desconcierto y dijimos:
-Que todos los que amamos sean felices.
-Que todos los que amamos estén sanos.
-Que amemos a todos.
Y dijimos -Ya está.
Dijo Restituta: -Eso es fácil.- Y nos restituyó todo lo deseado porque para eso había nacido, para restituirnos lo que se pierde cuando uno se hace viejo y bobo.

miércoles, 20 de julio de 2011

La historia del Hada Toquetona

Juan María y Mateo siempre le echaban la culpa.
Si el talco se caía y se desparramaba por todo el piso seguro que había sido el Hada Toquetona.
Que si a papá se le habían perdido todos los calzoncillos, era seguro que había sido el Hada Toquetona.
Que si mamá no encontraba las sartenes, también había sido el Hada Toquetona.
Que si la abuela Pilar perdía el bastón, pues ahí también había estado el Hada Toquetona.
Siempre la ligaba el Hada Toquetona.
El Hada Toquetona desarmaba los hormigueros, tiraba los fósforos, abría los cajones, metía masitas en la cama, vaciaba la Coca Cola en el inodoro, le cortaba los flecos a los almohadones, pintaba perros azules en las paredes y volcaba el helado en el piso.
El Hada Toquetona, en definitiva, era una molestia.
Juan María había sido quien por primera vez había visto a la nunca bien ponderada  Hada Toquetona.  Les contaba a todos que usaba un vestido verde y que tenía una trenza rubísima, larga, larga, larga que se le metía siempre en el agua o en el barro y que después arrastraba por todo el piso  solamente para que Lucy renegara.
Y Mateo decía que él también la había visto.  Daba fe de que la había sorprendido abriendo los cajones y que otra vez la encontró metida en el ropero escondida junto con un gato que trajo de la calle.  Porque había sido el Hada Toquetona, indudablemente,  la que había metido al gato en el ropero.
Mateo contaba también que el Hada Toquetona era un Hada  distraída y por eso se  había olvidado de cerrar la canilla y todita la cocina se había llenado de agua.
Y Juan decía que, efectivamente, el Hada Toquetona era muy traviesa, pero que no se merecía estar en penitencia porque era bueníiiiiiiiiisima.
Cuando la mamá de Mateo y Juan María se enojaba porque encontraba tirados todos los juguetes, los chicos siempre le explicaban que el Hada Toquetona era muy desordenada y que ellos ya nada podían hacer ante esa situación.  Y debería ser verdad, porque si uno prestaba atención los escuchaba hablar de noche y decirle al Hada Toquetona que tenía que ser más prudente y ordenada.
En la casa todos pensaban que eran Juan María y Mateo los que involucraban a las hadas y a los duendes cuando en realidad eran ellos solitos los que organizaban todos los desastres.
Pero estaban equivocados.  Era nomás el Hada Toquetona.
Ella inventaba casi todos los líos.
El día que desaparecieron los calzoncillos de papá  había sido de ella la idea de que Mateíto los pusiera a todos en el lavarropas.
Y el día en que todos los zapatos de mamá bajaron por la escalera de entrada...esa también fue idea del Hada Toquetona, pero a Juan le pareció tan bonito que los vecinos vieran esos pies sin piernas bajando la escalera que no tuvo otra alternativa que ayudarla.
-Son cosas de la vida -le dijo Mateo a Juan- uno no puede andar despreciando a los amigos.
-Cuando éramos chiquitos y se nos caía el sonajero ella siempre estaba allí para alcanzarlo -justificaba Juan.
-Papá -decían los dos a dúo- ¡es una amiga!
Al final prometieron que el Hada Toquetona no entraría a la pieza de Lucy,  ni se escondería en la heladera, ni dejaría que la trenza dorada se le metiera en el inodoro.
Pero yo sé que Juan María y Mateo todos los días planean con el Hada Toquetona la agenda completita.
Por eso cada mediodía se ensucia el mantel, y todas las tardes los chicos se llenan de barro las rodillas y de témpera las uñas y las orejas, por eso de noche los perros ladran a la luna y casi todas las mañanas papá pierde las llaves del auto y se queda otro rato en casa.
También es verdad que a la noche, extenuada por los trajines del día, nada en la alberca.
-Parece que la luna se ha caído en la pileta -dice mamá, la bruja rubia.
Y los chicos se miran y se ríen.  Saben que mamá le dice pileta a la alberca porque es una bruja del sur donde las palabras nombran con distintos nombres.  Y saben también que mamá, que es una bruja adulta, no puede ver al Hada que, en plena noche, lava en la alberca su larga melena rubia.

El cuento del hada enfurruñada

Cuando Mateo y Juan María nacieron la abuela Ethel encargó a las hadas ir a visitarlos.  Es que una bruja vieja no puede andar jorobando con las escobas en vuelos demasiado largos,  y como los dos pibitos  nacieron antes de que saliera el avión de línea,  la abuela tuvo que llamar  a las hadas para  una visita de emergencia.
Así es que se sentó en el sillón del living, miró a su gato negro, y convocó a las hadas de la buena suerte y del buen carácter, al hada de los artistas y  también al hada de los sueños bonitos, pensando en encomendarles a ellas, tan buenas voladoras, unas cuantas cositas.
Mientras esperaba mirando la T.V. la  abuela Ethel se quedó dormida, muy sentadita en su sillón de bruja, como fingiendo no estar dormida en absoluto.
Y las hadas llegaron para recibir el encargo.  Y como estaba la abuela Ethel dormida en el sillón y encontraron a la Tía Ana bien despierta allí nomás comenzaron a anotar.
Es una suerte que las hadas anoten los pedidos en largas tiras de papel transparente que después olvidan por todas partes.  Porque de no ser así vaya a saber qué dones hubieran recibido los dos recién nacidos.
Es que se sabe que Ana es una brujita un poco mal llevada.
La cosa es que las hadas llegaron al país del norte cargadas con unos cuantos dones.  Y así los dos recién nacidos recibieron el don de la música, el don de los sueños bonitos, el don de la risa y el don de la buena suerte que es el don más extraño porque es el que justamente se da para no necesitarse.
La macana es que las hadas son muy buenas mandaderas y aunque anotan todo en largas hojas de papel que pierden por todas partes, esta vez no olvidaron llevar de visita al hada enfurruñada.
Y allí está Mateotito, en el país del norte,  enfurruñado y chillando, hasta que logra pasarle a su mamá el don que le mandó la tía Ana.

sábado, 16 de julio de 2011

Cuento de la merluza cabalgante

Esta historia sucedió durante la siesta.
Era una siesta tan dormida, tan calurosa, que hasta los pájaros y los alacranes se habían quedado a la sombra para echarse una cabezadita.
La tía Julia quería dormir la siesta, y el tío José, que en esos tiempos antiguos tenía solamente cinco años y se llamaba José a secas, se le metía en la cama y le soplaba las mejillas para desperterla, y pedirle que le  contara un cuento.
Entonces, la tía Julia  le empezó a contar el cuento de la merluza cabalgante y, mientras le contaba el cuento, no va que se quedó dormida y entonces  José, en puntitas de pie,  se escapó y se fue al arroyo a buscar a la merluza.
La merluza  vivía en el arroyo que pasaba justo atrás de la casa de José, que por esos años era chiquito y bizcocho.    En el arroyito vivían también unos bagrecitos transparentes que bordaban circulitos en el agua y unas ranas jetonas que escandalizaban a la tardecita.
José buscó una ramita larga, larga, larga  y se dispuso a molestar a las ranas y a los bagres, mientras hacía un poco de barullo por el agua, esperando que la merluza apareciera, rauda, como era su costumbre.
Y apareció.
Vestida de gala, como siempre, con un vestido ajustadísimo y plateado.
José se inclinó sobre el agua para verla más de cerca, agarrado de las ramas del sauce llorón, que lloraba sobre el agua, y así inclinado, trató de engancharle las enaguas con el palito largo para sacarla del arroyo.
Y ¡púmbate!.   La rama del sauce se quebró y José se cayó en el arroyo bien de cabeza.
Y ahí lo manoteó la merluza.  Se le puso entre las piernas y a José no le quedó otra que abrazarla por el cogote gordo y agarrarse bien fuerte, porque se largó a nadar como una loca de aquí para allá por el arroyito.
Lo revoleó por el fondo de barro bien revoleado, embadurnándolo de arriba a abajo, para que le quedara claro quién mandaba.
José se agarraba del cogote, apretaba las piernas y cabalgaba a la merluza, acordándose de las lecciones del viejo Martín, que le decía que era de gringos caerse del caballo.
La merluza se sacudía como una loca, un poco como queriendo sacárselo de encima y otro poco como queriendo hacerle ver qué ancho y qué largo era el arroyo.
Al final, tal vez cansada, tal vez resignadona, se quedó medio tranquila y empezó a nadar en línea recta, suavecito.
Ahí pudo José aliviar el apretón y, medio agarrado de unas escamas, medio cabalgando y medio nadando, recorrieron el arroyo de arriba a abajo.
Solamente las ranas y algunos camoatíes los vieron pasar así, abrazaditos, como de novio.
Cuando la tía Julia se despertó, no encontró a José por ninguna parte.  Buscó en el galpón y en la casa de los peones. Se fue al montecito, buscó en el galpón de las herramientas y entre los fardos.
Pero José no aparecía, no había caso.
Lástima que nadie sabía el idioma de las ranas, porque esa tardecita fue todo un comentario: las ranas verdes, jetonas y chusmetas contaban que José se había ido cabalgando la merluza, y volvería cuando fuera grande.


Pero hablaban por hablar las ranas verdes.  A la hora de comer, más puntual que un inglés, apareció José, muy de raya al costado.
El viejo Martín lo vio llegar y dio el alerta.  Y el papá,  loco de contento, le dejó el culo rojo a alpargatazos.



Historia de la bruja rubia

La mamá de Mateo y Juan María era una bruja rubia de dos mundos.
Su primer mundo, en el que había nacido, era un mundo lejano y agreste, rodeado de aguas salvajes y apenas habitado por algunas tribus.
La tribu de la mamá de Mateo y Juan María era una tribu de brujos escribientes, de los que cuentan historias y las historias ocurren.
El otro mundo de la mamá de Mateo y Juan María quedaba mucho más cerca del sol.
Éste era un mundo del todo diferente, en el que el invierno solamente sucedía en verano y en el que las personas se iban volviendo como de cobre, a fuerza de soles que las horneaban como a pequeños panes.
Cuando la bruja rubia vino de su mundo austral al mundo de los soles calientes se llevó muy pocas cosas.
Dicen que puso en una valija un saco muy abrigado que le había tejido su mamá, la abuela Ethel, unos zapatos rojos, como de payaso, y unas joyas azules de esas extrañas que nadie usa.
Todas cosas muy mágicas y que servían exclusivamente para ir y venir de un mundo a otro.
A veces,  muy de vez en cuando, se la veía en el mundo del sol achicharrante, muy vestida con su saco de pelo marrón.  Y es que estaba viajando al sur, donde unos vientos de hielo antártico barrían los desiertos.
Cuando Mateo y Juan María nacieron su mamá los nombró con nombres de los dos mundos.
Así Mateo se llamó Mateo José y tuvo el nombre de su padre y el nombre del mundo del sol.  Y Juan María en cambio recibió el nombre de las pampas australes.
Los nombres se los puso antes de verles las caras y de ese modo no fueron ni el color de los ojos, ni la forma de las manos,  ni siquiera el largo de sus piernas o el tamaño de su boca lo que hicieron que uno fuera uno y el otro fuera otro.
Fue la pura casualidad la que les mezcló los nombres con el carácter, y puso todo patas arriba.  Aunque muchos piensan que fue la brujería rubia la que en definitiva  hizo que Juan María tuviera nombre de sur y carácter de norte y Mateo un nombre de norte y la molesta voluntad del domador.
Esta cuestión de los nombres cambiados sería con el tiempo una gran cosa, porque así ambos fueron hijos de dos mundos.
La mamá les cantaba canciones de su tierra  en las que Febo asoma y el clarín estridente sonó y en las que tortugas enamoradas viajan de París a Pehuajó.
Las canciones de la tierra nueva sonaban solitas en el aire.
Aprendieron los dichos de la tierra lejana y así, sabiendo desde jóvenes que el que no llora no mama, decidieron llorar lo suficiente como para crecer sin pausa.
De la tierra del sol aprenderían a escalar pirámides y a nadar en mares de olas azules y turquesas.
De la tierra austral aprenderían una melancolía sin pausa.
De vez en cuando su mamá los abrazaba muy fuerte y los tres juntos se metían dentro del saco que tejió la abuela Ethel, y allí bien abrigados dentro del saco peludo y en pleno día y a pleno sol, viajaban juntos al Saladillo para ver la pampa, en la que bajo un sol más tibio y tímido se desplegaba el pueblo de su mamá, la bruja rubia, que de puro enamorada se mudó a la tierra del sol.

De como se hicieron dueños

Había dos mundos.  Uno era de tierras calientes y en el otro había todo tipo de tierras.  Había incluso tierras que no eran de tierra sino de pura agua, con montañas de hielo negro y ríos sólidos.
Y los dos mundos se chocaron sin chocarse y se mezclaron sin mezclarse y entonces cayeron sobre la tierra caliente Juan María y Mateo José para hacerse dueños.
Y se hicieron dueños de todo lo que anda y de lo que no anda.  De lo que se escucha y de lo que se vislumbra, de lo que se huele y de lo que se esconde, del bicherío del campo y de los perros de la calle y de los caballos crinudos de la sierra. 
Y se hicieron dueños porque toda cosa, imaginería o palabra era vista, oída o aprendida para dársela, enrolladita, como una ofrenda.