Le decían Epitafio porque tenía la mala costumbre de culminar toda charla con una sentencia.
Él era el que decía
-Podría haber sido un buen hombre, sólo fue un buen padre.
O el que cerraba una discusión política con el típico
-El general era el general.
Era el que cuando le preguntabas cómo estaba nunca decía "bien". Siempre aportaba el valor agregado de explicarte que
-Mejor no puedo andar, sería un derroche.
Epitafio vivía a la vuelta de la casa de la tía Mary, en el Once.
A la tía Mary le decíamos María Tetona porque era una especie de pastel redondito, con peluca y guardabarros.
Y Epitafio era el eterno enamorado de la tía.
Le mandaba flores con su correspondiente tarjetita, siempre escrita en un tono epitafial, como era su estilo.
La tía Mary gustaba de tenerlo como candidato siempre en espera.
Lo mantenía en una especie de fermento amoroso, en el que el pobre se iba volviendo espumoso y ambiguo.
Al fin un día, aburrida de tanto acoso floral y verbal, la tía Mary lo abordó y empujándolo contra la vidriera de la rotisería de Parrondo, le zampó un beso.
Se casaron a los seis meses.
Epitafio pasó a formar parte de la familia y desde ese entonces fue el encargado de todo el protocolo.
Los brindis de fin de año fueron presididos de allí en más por el tío Epitafio y él se tomaba el trabajo tan en serio, que todos los años preparaba un discurso diferente y lo culminaba con una frase como para darle a la matraca todo el año.
-Pan para los que tienen hambre, y hambre y sed de justicia para los que tienen pan.
Ésa fue una de las frases más logradas del tío Epitafio.
Hubo una época en que nos peleábamos por no sentarnos cerca del tío. Es que era muy posible que nos contara por milésima cuarta vez las virtudes de la acción cooperativa.
Pero lo extraño es que desde que el tío Epitafio desapareció las fiestas nunca más fueron tan festivas.
A los chicos de la familia nunca nos dijeron que se había ido con un circo. Pero, aunque los grandes pretendían no hablar del tema, era vox populi que se había fugado con una contorsionista que hacía un acto con una boa constrictor.
La tía Mary siempre decía que ojalá que la boa se lo tragara un día.
-Viejo verde -decía la tía Mary.
Pero yo más que verde lo recordaba un poco amarillo al tío Epitafio, y no podía evitar el imaginarme que la boa no querría comérselo, tan huesudo y correoso como era.
Así es que, después de la épica y secreta fuga, nos quedó a todos la manía de relojear en cuanto circo veíamos por ahí, no fuera cosa que lo encontráramos al tío Epitafio.
Es así, que hoy justamente me lo encontré, muy vestido de empresario, al lado de un camión ruso más grande que una casa.
Cuando lo vi lo reconocí al instante. Tal vez me ayudó un poco el hecho de que el camión tenía una boa pintada en la puerta.
La cuestión es que me le presenté ahí nomás diciéndole
-Tío Epitafio, soy yo, ¿se acuerda de mí?
Él me miró de arriba a abajo y me dijo, el muy viejo verde
-¡Qué te tardaste en llegar, igualita a tu tía Mary! Y ella, ¿cómo está?
No voy a mentir diciendo que no lo disfruté. La verdad es que me dio mucho gusto decirle que la tía Mary lo había declarado muerto a los siete años y un minuto de desaparecido y que había cobrado el seguro y se había juntado con el cura Enrique, el mismo cura Enrique que los había casado.
-¡Qué la re mil parió! - dijo Epitafio.
Dedicado a los muchos que pusieron color a mi vida. Las coincidencias con la realidad no son pura coincidencia, sino un poquito de verdad y un poco de mito, como corresponde.
viernes, 26 de agosto de 2011
miércoles, 24 de agosto de 2011
Perrícolas
Los perrícolas tenían cuatro patas y una cola. Los había de todo tipo. Elegantes y desarreglados.
Negros y blancos.
Rubios y platinados.
Buenos y malos.
Los perrícolas eran perros de esta tierra y luego estaban los extraperrícolas que eran los perros del espacio exterior.
Los extraperrícolas tenían cabezas ovaladas y ojos almendrados y cuatro patas y una cola.
No había extraperrícolas de todo tipo. Eran todos un poco parecidos. De pelo corto, azulados, con grandes ojos preocupados.
Perrícolas y extraperrícolas se encontraron un día en el desierto de Atacama.
Los perrícolas ladraban en castellano porque diecisiete eran argentinos, dos chilenos y tres peruanos.
Los extraperrícolas ladraban en un idioma desconocido que recordaba levemente el sonido de las películas viejas.
Como hablaban dos idiomas no se entendían.
Así que pronto los líderes de los dos grupos empezaron a idear un medio para comunicarse.
El líder de los perrícolas era un fox terrier muy hablador. El líder de los extraperrícolas se distinguía de los otros azulinos por unas línea de pelos largos que le recorrían el lomo.
El fox terrier ladró en castellano su nombre y saltó dando vueltas en el aire.
Tres veces lo hizo hasta que el extraperrícola entendió el mensaje y ladró su nombre y saltó haciendo volteretas en el aire.
Guau Bau se llamaba el extraperrícola.
Y así siguieron por un buen rato. Correr se decía así en castellano y asá en extraperrícola.
Piedra se decía así en castellano y asá en extraperrícola.
Cola, oreja, pelo, ojo, arena, roca y nariz. Todo tomó nombre en castellano y en extraperrícola.
El problema del desierto de atacama es que tiene poca cosa, así que pronto se quedaron sin palabras, sin cosas a las que darle sonido, sin hechos a los que llamar por su nombre.
El fox terrier quería invitar a Guau Bau a ir a un pueblito que quedaba ahí nomás. Así que caminaba cinco o seis metros y volvía y, ladrándole en castellano, le decía -Vamos pal' pueblo.
El extraperrícola entendía perfectamente pero, como era un viajero experimentado, no seguía a nadie sin saber exactamente adonde iría. Cualquier viajero experto sabe que debe dirigir su propio viaje.
Esto es algo que deberíamos aprender de los extraperrícolas, que en definitiva no fueron para el pueblo por más que el fox terrier se mareó de tanta voltereta.
Y así, por la falta de cosas para ser nombradas, quedó un poco frenado el intercambio cultural.
Pero la cosa no quedó ahí. Porque perrícolas y extraperrícolas continuaron viéndose.
Todos los años se encuentran y comparten conocimientos. Ése es el motivo por el que es posible ver allá por agosto una gran jauría que se reúne en las soledades de la puna.
Es una jauría que suele verse arrastrando unos bolsos de playa muy coloridos.
Llevan en los bolsos cosas diversas como por ejemplo lapiceras, manzanas, ranitas verdes, bufandas, y cuanta otra cosa pueda uno imaginarse.
Es que llevan a la puna cosas y más cosas para darles nombres.
Por eso es tan común ver a los perros robarse las pantuflas, los zoquetes, las revistas u otros objetos que quedan tirados por ahí.
Ahora hay en la comitiva perrícolas bolivianos, paraguayos y hasta un colombiano y todos ladran bastante bien el extraperrícola, aunque del otro lado no se quedan cortos y hay en particular una extraperrícola que ladra un castellano casi sin acento.
Se dice que en las noches de luna llena en la puna de Atacama suelen armarse unas peñas de lo más interesantes. Perrícolas y extraperrícolas le ladran a la luna las canciones más lindas que conocen.
Y en la puna de Atacama nadie los molesta.
Ellos le cantan a la luna y la luna parece sonrojarse.
Si ustedes viajan al desierto de Atacama y duermen algún día a la luz de las estrellas y caminan de puntitas respetando el silencio profundo del desierto, van a poder ver, como vi yo, que perrícolas y extraperrícolas comparten la luz de la luna y bajo esa luz cantan y charlan y se informan, y de tanta charla y tanta cosa cantada y susurrada en el desierto ha nacido un idioma nuevo al que han decido llamar, a modo de homenaje, lunguardo.
Negros y blancos.
Rubios y platinados.
Buenos y malos.
Los perrícolas eran perros de esta tierra y luego estaban los extraperrícolas que eran los perros del espacio exterior.
Los extraperrícolas tenían cabezas ovaladas y ojos almendrados y cuatro patas y una cola.
No había extraperrícolas de todo tipo. Eran todos un poco parecidos. De pelo corto, azulados, con grandes ojos preocupados.
Perrícolas y extraperrícolas se encontraron un día en el desierto de Atacama.
Los perrícolas ladraban en castellano porque diecisiete eran argentinos, dos chilenos y tres peruanos.
Los extraperrícolas ladraban en un idioma desconocido que recordaba levemente el sonido de las películas viejas.
Como hablaban dos idiomas no se entendían.
Así que pronto los líderes de los dos grupos empezaron a idear un medio para comunicarse.
El líder de los perrícolas era un fox terrier muy hablador. El líder de los extraperrícolas se distinguía de los otros azulinos por unas línea de pelos largos que le recorrían el lomo.
El fox terrier ladró en castellano su nombre y saltó dando vueltas en el aire.
Tres veces lo hizo hasta que el extraperrícola entendió el mensaje y ladró su nombre y saltó haciendo volteretas en el aire.
Guau Bau se llamaba el extraperrícola.
Y así siguieron por un buen rato. Correr se decía así en castellano y asá en extraperrícola.
Piedra se decía así en castellano y asá en extraperrícola.
Cola, oreja, pelo, ojo, arena, roca y nariz. Todo tomó nombre en castellano y en extraperrícola.
El problema del desierto de atacama es que tiene poca cosa, así que pronto se quedaron sin palabras, sin cosas a las que darle sonido, sin hechos a los que llamar por su nombre.
El fox terrier quería invitar a Guau Bau a ir a un pueblito que quedaba ahí nomás. Así que caminaba cinco o seis metros y volvía y, ladrándole en castellano, le decía -Vamos pal' pueblo.
El extraperrícola entendía perfectamente pero, como era un viajero experimentado, no seguía a nadie sin saber exactamente adonde iría. Cualquier viajero experto sabe que debe dirigir su propio viaje.
Esto es algo que deberíamos aprender de los extraperrícolas, que en definitiva no fueron para el pueblo por más que el fox terrier se mareó de tanta voltereta.
Y así, por la falta de cosas para ser nombradas, quedó un poco frenado el intercambio cultural.
Pero la cosa no quedó ahí. Porque perrícolas y extraperrícolas continuaron viéndose.
Todos los años se encuentran y comparten conocimientos. Ése es el motivo por el que es posible ver allá por agosto una gran jauría que se reúne en las soledades de la puna.
Es una jauría que suele verse arrastrando unos bolsos de playa muy coloridos.
Llevan en los bolsos cosas diversas como por ejemplo lapiceras, manzanas, ranitas verdes, bufandas, y cuanta otra cosa pueda uno imaginarse.
Es que llevan a la puna cosas y más cosas para darles nombres.
Por eso es tan común ver a los perros robarse las pantuflas, los zoquetes, las revistas u otros objetos que quedan tirados por ahí.
Ahora hay en la comitiva perrícolas bolivianos, paraguayos y hasta un colombiano y todos ladran bastante bien el extraperrícola, aunque del otro lado no se quedan cortos y hay en particular una extraperrícola que ladra un castellano casi sin acento.
Se dice que en las noches de luna llena en la puna de Atacama suelen armarse unas peñas de lo más interesantes. Perrícolas y extraperrícolas le ladran a la luna las canciones más lindas que conocen.
Y en la puna de Atacama nadie los molesta.
Ellos le cantan a la luna y la luna parece sonrojarse.
Si ustedes viajan al desierto de Atacama y duermen algún día a la luz de las estrellas y caminan de puntitas respetando el silencio profundo del desierto, van a poder ver, como vi yo, que perrícolas y extraperrícolas comparten la luz de la luna y bajo esa luz cantan y charlan y se informan, y de tanta charla y tanta cosa cantada y susurrada en el desierto ha nacido un idioma nuevo al que han decido llamar, a modo de homenaje, lunguardo.
martes, 9 de agosto de 2011
Barriletes y Manzanas
Nunca hubo una naturaleza muerta más viva, que las manzanas de yeso del Cholo Catalán.
Era el artista vernáculo por antonomasia, cosa que no sé bien qué quiere decir, pero que suena a que no había otro artista más vernáculo que él.
El Cholo Catalán era un industrial del arte. De haber nacido en China hubiera producido miles y miles de manzanitas coloradas, para decorar todos los hogares de occidente. Pero, como nació en Saladillo, su arte llegó a la cocina de Eva Ruiz y de allí a la inmortalidad.
Eva Ruiz efectivamente lo inmortalizó cuando comparó su arte con las dagas florentinas, los cristales de Murano y otras fruslerías traídas de Europa por los que tenían la suerte de arrimarse al continente de los ancestros.
Como bien dijo Eva
-Todo muy lindo, pero yo estoy muy contenta con la manzana de yeso del Cholo Catalán.
Es que las manzanitas del Cholo Catalán eran más rojas que las que llegan desde el Valle del Río Negro y más brillantes. Olor no tenían, porque no llegó a tanto el arte del Cholo Catalán.
El Cholo Catalán también fabricaba barriletes, barriletes que, de haber sido chino el Cholo Catalán, hubieran remontado los cielos del mundo entero.
Pero, como el Cholo Catalán no era chino, los barriletes no invadieron los cielos del mundo entero sino que solamente se remontaron en los cielos de papá y de mamá.
Había barriletes de todas las formas y colores. Los había romboidales, octogonales, pequeñitos, enormes, y también los barriletes de cajón, esos que se remontaban de noche, con una velita encendida, lo que era el equivalente a remontar estrellas.
Papá iba a comprar los barriletes a la casa del Cholo Catalán, y mamá inauguraba primaveras sólo para que los primos, que en esa época éramos reprimos, los pudiéramos remontar.
El cielo de papá y mamá era, en definitiva un cielo tan de fantasía como la industria pueblerina del Cholo Catalán.
De esa época remota en que papá y mamá eran jovencísimos y ni Claudia, ni Ana, ni Vero habían nacido, recuerdo en especial un barrilete enorme que nos costó mucho remontar. .
Corríamos por el descampado para que el viento lo izara, papá adelante, los chicos sosteniendo la cola hecha de trapo.
A veces me parece estar todavía corriendo.
Sosteniendo la cola de trapo de un barrilete gigantesco. Papá corre adelante y los chicos gritamos mientras el barrilete comienza a remontarse.
De pronto, llega un viento grande y el barrilete se eleva más y más. Se nos escapa el piolín de entre las manos y el barrilete se eleva hasta desaparecer y perderse en el cielo al que van los barriletes perdidos.
Papá y los chicos nos quedamos mirando para arriba, hasta ya no verlo más.
A veces me parece que no hemos dejado de mirar el cielo esperando que un viento, esta vez benevolente, nos devuelva el barrilete del Cholo Catalán.
Era el artista vernáculo por antonomasia, cosa que no sé bien qué quiere decir, pero que suena a que no había otro artista más vernáculo que él.
El Cholo Catalán era un industrial del arte. De haber nacido en China hubiera producido miles y miles de manzanitas coloradas, para decorar todos los hogares de occidente. Pero, como nació en Saladillo, su arte llegó a la cocina de Eva Ruiz y de allí a la inmortalidad.
Eva Ruiz efectivamente lo inmortalizó cuando comparó su arte con las dagas florentinas, los cristales de Murano y otras fruslerías traídas de Europa por los que tenían la suerte de arrimarse al continente de los ancestros.
Como bien dijo Eva
-Todo muy lindo, pero yo estoy muy contenta con la manzana de yeso del Cholo Catalán.
Es que las manzanitas del Cholo Catalán eran más rojas que las que llegan desde el Valle del Río Negro y más brillantes. Olor no tenían, porque no llegó a tanto el arte del Cholo Catalán.
El Cholo Catalán también fabricaba barriletes, barriletes que, de haber sido chino el Cholo Catalán, hubieran remontado los cielos del mundo entero.
Pero, como el Cholo Catalán no era chino, los barriletes no invadieron los cielos del mundo entero sino que solamente se remontaron en los cielos de papá y de mamá.
Había barriletes de todas las formas y colores. Los había romboidales, octogonales, pequeñitos, enormes, y también los barriletes de cajón, esos que se remontaban de noche, con una velita encendida, lo que era el equivalente a remontar estrellas.
Papá iba a comprar los barriletes a la casa del Cholo Catalán, y mamá inauguraba primaveras sólo para que los primos, que en esa época éramos reprimos, los pudiéramos remontar.
El cielo de papá y mamá era, en definitiva un cielo tan de fantasía como la industria pueblerina del Cholo Catalán.
De esa época remota en que papá y mamá eran jovencísimos y ni Claudia, ni Ana, ni Vero habían nacido, recuerdo en especial un barrilete enorme que nos costó mucho remontar. .
Corríamos por el descampado para que el viento lo izara, papá adelante, los chicos sosteniendo la cola hecha de trapo.
A veces me parece estar todavía corriendo.
Sosteniendo la cola de trapo de un barrilete gigantesco. Papá corre adelante y los chicos gritamos mientras el barrilete comienza a remontarse.
De pronto, llega un viento grande y el barrilete se eleva más y más. Se nos escapa el piolín de entre las manos y el barrilete se eleva hasta desaparecer y perderse en el cielo al que van los barriletes perdidos.
Papá y los chicos nos quedamos mirando para arriba, hasta ya no verlo más.
A veces me parece que no hemos dejado de mirar el cielo esperando que un viento, esta vez benevolente, nos devuelva el barrilete del Cholo Catalán.
sábado, 6 de agosto de 2011
Violín en bolsa
Violín en Bolsa es un trabajador de la música, un musiquero.
Violín en Bolsa nació el mismísimo día de la música, un 22 de noviembre a eso de las 2 de la mañana, porque, como es bien sabido, desde el primer momento le gustó andar dando vueltas en mitad de la noche.
Dicen que nació musiquero porque la madre clavaba el dial en Radio Nacional a las seis de la mañana y se la pasaba todo el día meta zamba, tango, chacarera y milonga. Cuando llegaban los noticieros bajaba el volumen y cantaba por su cuenta, porque decía que para escuchar maldades mejor cantarse sola, que era más razonable.
Así es que Violín en Bolsa salió del vientre materno prácticamente como músico recibido en el conservatorio. De gurrumín ya andaba haciendo ruiditos armoniosos, buscando hacer su música primero con la boca y después con las patitas o las manos.
Donde le dejaban algún instrumento a su alcance ahí andaba él, toqueteando, sacándole sonidos a las cosas.
La quena y la flauta se le hicieron amigas ahí nomás. Y la armónica. Y hasta un piano que había en el cine parroquial.
De la guitarra ni hablar.
Pero de lo que se enamoró fue del violín.
Se enamoró y delinquió.
Esa fue su primera y única entrada a un calabozo. Y ahí nomas la sabiduría popular le impuso el sobrenombre: Violín en Bolsa, tres cuartos musiquero y un cuartito ladrón.
Fue una suerte que Parrondo le levantara la denuncia. De entrada estaba decidido a que lo procesaran, porque el violín lo había traído de no se qué pueblo de Polonia, y a Parrondo, que andaba abriendo su casa para todos, le había caído muy mal todo el asunto.
Pero cuando se enteró de que había sido un caso de puro amor ahí nomás cambió de idea. Le contaron que a Violín en Bolsa ni siquiera lo habían buscado. Estaba en la plaza, debajo de un árbol, tocando meta y ponga el violincito rojo.
Parrondo levantó la denuncia.
Ahora todos los domingos Violín en Bolsa ofrece un pequeño concierto en la casa de la calle Mitre, y desde la primavera hasta fines del verano, Parrondo deja las ventanas abiertas para que la música del violín salga por las rejas, toda firuleteada, y le cuente a la gente dolorosas y urgentes historias de amor.
Para Oscar Di Césare, mi amigo, que nació el día de la música y aunque no tocara el violín también era un enamorado de todas las armonías. Y para Parrondo, amigo de Verónica y de toda la familia Mirassou
Violín en Bolsa nació el mismísimo día de la música, un 22 de noviembre a eso de las 2 de la mañana, porque, como es bien sabido, desde el primer momento le gustó andar dando vueltas en mitad de la noche.
Dicen que nació musiquero porque la madre clavaba el dial en Radio Nacional a las seis de la mañana y se la pasaba todo el día meta zamba, tango, chacarera y milonga. Cuando llegaban los noticieros bajaba el volumen y cantaba por su cuenta, porque decía que para escuchar maldades mejor cantarse sola, que era más razonable.
Así es que Violín en Bolsa salió del vientre materno prácticamente como músico recibido en el conservatorio. De gurrumín ya andaba haciendo ruiditos armoniosos, buscando hacer su música primero con la boca y después con las patitas o las manos.
Donde le dejaban algún instrumento a su alcance ahí andaba él, toqueteando, sacándole sonidos a las cosas.
La quena y la flauta se le hicieron amigas ahí nomás. Y la armónica. Y hasta un piano que había en el cine parroquial.
De la guitarra ni hablar.
Pero de lo que se enamoró fue del violín.
Se enamoró y delinquió.
Esa fue su primera y única entrada a un calabozo. Y ahí nomas la sabiduría popular le impuso el sobrenombre: Violín en Bolsa, tres cuartos musiquero y un cuartito ladrón.
Fue una suerte que Parrondo le levantara la denuncia. De entrada estaba decidido a que lo procesaran, porque el violín lo había traído de no se qué pueblo de Polonia, y a Parrondo, que andaba abriendo su casa para todos, le había caído muy mal todo el asunto.
Pero cuando se enteró de que había sido un caso de puro amor ahí nomás cambió de idea. Le contaron que a Violín en Bolsa ni siquiera lo habían buscado. Estaba en la plaza, debajo de un árbol, tocando meta y ponga el violincito rojo.
Parrondo levantó la denuncia.
Ahora todos los domingos Violín en Bolsa ofrece un pequeño concierto en la casa de la calle Mitre, y desde la primavera hasta fines del verano, Parrondo deja las ventanas abiertas para que la música del violín salga por las rejas, toda firuleteada, y le cuente a la gente dolorosas y urgentes historias de amor.
Para Oscar Di Césare, mi amigo, que nació el día de la música y aunque no tocara el violín también era un enamorado de todas las armonías. Y para Parrondo, amigo de Verónica y de toda la familia Mirassou
Los príncipes encantados
Como todos saben, cuando el mundo se organizó en reinos todos los reyes eran malas personas. Es que nadie llegaba a rey por ser un tipo manso, tranquilo o bonachón. A reyes llegaban los hombres con espadas, los que ganaban guerras y los que masticaban a sus enemigos y después escupían el carozo.
Esos reyes malos se quedaban con los caballos blancos y se casaban con las chicas más lindas de los pueblos y había costureras y zapateros que les hacían trajes y botas y cinturones anchos para salir a pasear por ahí.
Entonces la gente del pueblo los veía tan hermosos, tan ricamente ataviados (que quiere decir tan bien vestidos), con sus mujeres rubias y sus mujeres morenas pero todas hermosas como joyas, que esos reyes malos parecían buenos porque todo lo hermoso nos hace temblequear un poco el corazón.
En esos tiempos de reyes masticadores había un rey especialmente masticador.
Tenía 5.823 caballos blancos. Cada vez que invadía un país, cada vez que entraba a un pueblo, cada vez que se apoderaba de una región, sus tropas de hombres negros requisaban la región y exigían como tributo todos los caballos blancos.
Los había de todas las estampas. Magníficos caballos árabes robados de las caballerizas de los reyes vencidos y percherones de pechos gigantes robados a los campesinos. Había también unos caballos pequeñitos, con alzadas de un metro, de crines largas y lacias como melenas de princesa.
Cuando los caballos blancos se reproducían los potrillos eran cada vez más blancos, y no era extraño que de tanto en tanto nacieran caballos de ojos rojos.
El rey montaba uno de esos caballos de ojos rojos. Se sabía que los caballos de ojos rojos no veían bien y por eso el rey dejó de ir adelante en la batalla.
Con el tiempo los caballos de distinto pelaje pasaron a ser los de la plebe. De este modo los ricos comerciantes podían aspirar solamente a los caballos azulejos, y los labradores tenían que conformarse con los tordillos o los colorados.
Nadie quería a los caballos de pelaje manchado y ni siquiera los magníficos estrellados eran considerados dignos de un señor.
El rey, que era ya amo de todas las tierras que podían recorrerse con cincuenta recambios de caballos, era ya rey de dominios que incluían desiertos y montañas, bosques tropicales y llanuras.
Era un rey poderoso pero no tenía descendencia.
Se había casado con una doncella de los países centrales, una princesa de la llanura, una dama de la tierra de los caballos dorados, pero no habían tenido hijos.
La reina estaba enojada con su rey. La reina había sido princesa de las tierras en las que los territorios eran libres, tan vastos y tan ricos que carecía de sentido hacerse dueño.
Era una princesa de tribus nómadas, de las que crean sus fronteras con el alcance de sus flechas y el galope de un solo caballo.
Cuando vio los ropajes de su futuro esposo, los aparejos de plata de sus caballos blancos, las crines plateadas ondeando al viento, todo eso la encandiló y se casó, medio encandilada, medio enamorada, medio medio nomás.
Pero cuando pasó el primer enamoramiento, cuando las ropas llenas de pedrería y encaje comenzaron a pesarle, cuando se aburrió de andar montada en su sufriente caballito de ojos rojos, cuando se dio cuenta de que extrañaba a los caballos dorados de su tierra, entonces se enojó tanto con su rey que se negó a tener descendencia.
El rey pensaba entonces que todos sus vastos territorios dejarían de tener sentido. Comenzó a pensar que los ríos y los valles quedarían sin dueño y que el desierto de sal se tragaría las casas que se habían erguido en sus orillas para cosecharla.
El rey pensaba. Organizó su ejército y aseguró las fronteras. Se dijo que debía hacer dueños a todos y cada uno para que cuidaran su reino cuando ya no hubiera reyes, porque el no soportaba la idea de que vinieran otros reyes a hacerse de sus caballos blancos.
Y estaba en eso cuando la reina un día se despertó embarazada.
La panza le creció como un tambor y cuando el rey apoyaba su oreja cerca de su ombligo podía incluso oír un golpeteo como un redoble de tambores.
Pasaron ocho meses y veinte días y la reina parió. Dos príncipes parió. Como siempre pasa uno nació primero y el otro después, pero nacieron tan rápido y con tanto barullo que nadie se dio cuenta de atarle al primero una cintita roja y al final nadie supo cuál era el primero porque tan idénticos eran que hasta tenían sobre el hombro derecho la misma marca de nacimiento, una cruz de estrellas, como la cruz del sur.
El rey estaba loco de contento.
Hubo repiques de campanas, monedas lanzadas al aire y, muy lejos, porque la reina había prohibido escándalos, se escucharon salvas de cañones.
La reina en su cama gigante miraba a sus bebés y pensaba: dos príncipes nacieron. Y los ojos se le llenaban de lágrimas porque ella no quería tener hijos masticadores de enemigos.
El rey organizó un desfile para festejar la llegada de los príncipes. Las costureras y los costureros trabajaron día y noche para vestir a los señores y al pueblo. Los zapateros dedicaron días y días a hacer botas lujosas y zapatitos de brocato. Los zapatos del pueblo no importaban porque la gente descalza siempre es más mansa, decían los consejeros del rey.
Sumergido en los preparativos del boato el rey pensaba: ahora el reino no se quedará sin dueños, y ya veía un poco inconveniente sus planes de hacer que todos se sintieran dueños de esa tierra sin fin.
La reina le daba la teta a los principitos y los dos vástagos reales parecían contarle cosas con sus ojos mientras les daba de mamar.
Al fin llegó el gran día. Los corceles blancos enjaezados y magníficos relinchaban en las calles y un sol más brillante que de costumbre hacía brillar la pedrería y encandilaba a todos.
Subió la reina a la carroza real. Seis caballos de ojos rojos tiraban del carruaje. La reina llevaba en brazos a los dos príncipes. El rey acompañaba el cortejo en su propio corcel.
El pueblo gritaba al paso de los príncipes. Los señores del pueblo arrojaban monedas al paso y la multitud se abría y se cerraba como una flor.
De pronto los caballos de la carroza real enloquecieron. El llamado de una yegua madrina en la distancia fue escuchado por los caballos casi ciegos y salieron disparados los seis en un revoltijo de cascos.
La reina se tiró en el piso del carruaje sobre sus dos hijitos y se sostuvo con todas sus fuerzas. La cabalgata le pareció eterna, los brazos le dolían y los dos principitos lloraban y gritaban pero ella no podía dejar de aplastarlos con su cuerpo de tanto miedo como tenía de que salieran despedidos por el aire.
Poco a poco la carrera desbocada se convirtió en algo más normal. Los caballos aminoraron la marcha y al fin comenzaron a andar al paso.
Un silencio de campiña había en el aire cuando al fin la reina se animó a mirar. Estaban en el campo.
Al fin el carruaje se detuvo. Los caballos blancos pastaban en una llanura ondulante, con los ojos cerrados, mansamente.
La reina bajó del carruaje y luego bajó a los príncipes.
Extendió su vestido de hilos de oro y pedrería sobre el suelo y vestida con las enaguas reales se tendió al sol, con los dos principitos a su lado, y así, mientras les deba de mamar bajo el cálido sol del verano se quedó dormida.
Cuando despertó el sol estaba dorando el horizonte y la campiña se veía rojiza y mansa. Pero los dos príncipes no estaban junto a ella.
Un poco más allá, corriendo por la pradera, dos potrillos dorados iban y venían recorriendo el horizonte.
La reina sintió que se le salía el corazón y empezó a llamar a sus bebés. Juan María, Mateo, gritaba... y los dos potrillitos salvajes vinieron a hacia ella.
Cuando el rey por fin encontró el carruaje de la reina la noche había caído sobre el campo.
La encontró sentada sobre su vestido bordado, sentada como una flor sobre sus enaguas de encaje, con su pálido cabello desparramado sobre los hombros y dos potrillos dorados olisqueándola.
El rey no le creyó a la reina que esos dos potrillos de pelaje brillante eran los dos príncipes, y no se lo puede criticar porque nadie en su sano juicio lo entendería.
Sin embargo la reina insistía en que eran los dos principitos y le mostraba al rey que los caballitos tenían casi en el cogote una cruz de estrellitas como la cruz del sur.
El rey no salía de su desconsuelo. La reina se le había vuelto loca, decían todos, y ella se pasaba el día en los establos mimando a dos potrillos de los más comunes, de color marrón.
Entre los caballos blancos de la cuadra real los dos potrillos de patas largas aprendían a relinchar y levantarse sobre las patas traseras.
La reina se había negado a abandonar los establos y había organizado su dormitorio en un stud.
El rey, que pese a ser un rey masticador de enemigos era un rey enamorado de su reina pronto también mudó su despacho a los establos.
Y sus súbditos más allegados, como suele ocurrir con los súbditos más allegados, inmediatamente se mudaron a los establos también.
Y todos enloquecieron y empezaron a comprar los caballitos morenos de los campesinos, sobre todo los súbditos más súbditos que se sabe que súbitamente cambian de idea.
Así los caballos blancos dejaron de ser los únicos caballos de la aristocracia y los campesinos más pobres vieron de pronto valorizados sus caballitos criollos.
El tiempo pasaba.
Los caballitos se fueron convirtiendo en fuertes potros y el rey, pese a que nunca se resignó a ser un rey sin descendencia, tuvo que volver a pensar en un reino sin reyes.
La reina se ocupaba de los dos potros como si fueran sus hijitos, les leía largas historias y procuraba que aprendieran aunque sea de oídas todas las cosas que eran importantes.
En secreto sufría porque nunca serían como ella había soñado, pero ella afirmaba que eran los príncipes y así los trataba, aunque todos pensaban que estaba loca como una cabra.
El rey, que como ya dijimos la amaba mucho, se fue poniendo triste, y su único consuelo era pensar en que tal vez algún día, alguien le devolvería a sus hijitos y ella volvería a ser la de antes.
Sin embargo el tiempo pasaba y ni noticias de los niños que el creía perdidos.
Un día el rey, que ya no pensaba en masticar enemigos sino solamente en organizar su reino para cuando no hubiera reyes, decidió salir a recorrer sus tierras.
Organizó una comitiva real como nunca se había visto y un día, entre cornetas, el cortejo real salió por las puertas de la ciudad.
La comitiva estaba encabezada por el regimiento real de caballos blancos y su yegua madrina, de color marrón.
En el carruaje real, el mismo que años antes había llevado a los principitos, viajaban la reina y su rey. Esta vez seis caballos tordillos tiraban del carruaje y los dos potros dorados lo flanqueaban, cabalgando a su aire.
Después de veinte mudas de caballos llegaron a las praderas del sur, las tierras de la reina, donde había sido doncella.
La reina y el rey cenaban en una carpa blanca, con cientos de luces encendidas y en la pradera oscurecida la carpa parecía un farolito translúcido.
La corte pronto fue a dormir. Estaban extenuados. El rey se inclinó sobre sus almohadones de terciopelo y alargó el brazo para tocar con sus dedos el pelo de la reina. Es que no podía dormir sin enredar sus dedos en la pálida cabellera.
Los potros dorados retozaban por la pradera y al llegar la noche las estrellas del hemisferio sur se desparramaron por el cielo y entonces los potros se lanzaron al galope hacia la cruz del sur.
Cuando el rey y la reina despertaron la corte entera estaba ya despierta esperándolos.
Los dos potros dorados habían desaparecido durante la noche y simplemente ya no estaban más.
El rey organizó la búsqueda y diez patrullas salieron a recorrer la llanura.
La reina se quedó en la carpa blanca, encendiendo cada noche todas las luces y tocando campanas día tras día llamándolos.
Cuando el rey volvió había envejecido, su largo pelo oscuro mostraba un reflejo de plata en el costado.
La reina vagaba por el campo y se negaba a retirarse de las praderas.
Nunca volvieron los potros dorados. Pero un día dos adolescentes se perfilaron en el horizonte. Primero fueron solo figuritas recortándose contra un amanecer plateado, pero a media mañana ya se pudo ver a los dos chicos.
Venían desnudos y descalzos.
Cuando vieron a la reina salieron corriendo hacia ella que les abrió los brazos de par en par.
En el hombro derecho se les veían unas estrellas que formaban la cruz del sur y sabían todos los cuentos que cuando eran potros les había contado su mamá.
El rey nunca olvidó el tiempo en que era un rey sin descendencia. Tampoco olvidó el día que sus hijos volvieron desnudos y sin zapatos. Y aunque nunca pudo creer que sus hijos fueran dos potros dorados, en su fuero íntimo se dijo que nunca más desearía sólo caballos blancos. Y lo más importante es que el rey, antiguo masticador de enemigos, decidió que nunca, pero nunca, volvería a haber niños sin zapatos en su reino, y que su reino sería algo más que un reino, sería un país.
Tenía 5.823 caballos blancos. Cada vez que invadía un país, cada vez que entraba a un pueblo, cada vez que se apoderaba de una región, sus tropas de hombres negros requisaban la región y exigían como tributo todos los caballos blancos.
Los había de todas las estampas. Magníficos caballos árabes robados de las caballerizas de los reyes vencidos y percherones de pechos gigantes robados a los campesinos. Había también unos caballos pequeñitos, con alzadas de un metro, de crines largas y lacias como melenas de princesa.
Cuando los caballos blancos se reproducían los potrillos eran cada vez más blancos, y no era extraño que de tanto en tanto nacieran caballos de ojos rojos.
El rey montaba uno de esos caballos de ojos rojos. Se sabía que los caballos de ojos rojos no veían bien y por eso el rey dejó de ir adelante en la batalla.
Con el tiempo los caballos de distinto pelaje pasaron a ser los de la plebe. De este modo los ricos comerciantes podían aspirar solamente a los caballos azulejos, y los labradores tenían que conformarse con los tordillos o los colorados.
Nadie quería a los caballos de pelaje manchado y ni siquiera los magníficos estrellados eran considerados dignos de un señor.
El rey, que era ya amo de todas las tierras que podían recorrerse con cincuenta recambios de caballos, era ya rey de dominios que incluían desiertos y montañas, bosques tropicales y llanuras.
Era un rey poderoso pero no tenía descendencia.
Se había casado con una doncella de los países centrales, una princesa de la llanura, una dama de la tierra de los caballos dorados, pero no habían tenido hijos.
La reina estaba enojada con su rey. La reina había sido princesa de las tierras en las que los territorios eran libres, tan vastos y tan ricos que carecía de sentido hacerse dueño.
Era una princesa de tribus nómadas, de las que crean sus fronteras con el alcance de sus flechas y el galope de un solo caballo.
Cuando vio los ropajes de su futuro esposo, los aparejos de plata de sus caballos blancos, las crines plateadas ondeando al viento, todo eso la encandiló y se casó, medio encandilada, medio enamorada, medio medio nomás.
Pero cuando pasó el primer enamoramiento, cuando las ropas llenas de pedrería y encaje comenzaron a pesarle, cuando se aburrió de andar montada en su sufriente caballito de ojos rojos, cuando se dio cuenta de que extrañaba a los caballos dorados de su tierra, entonces se enojó tanto con su rey que se negó a tener descendencia.
El rey pensaba entonces que todos sus vastos territorios dejarían de tener sentido. Comenzó a pensar que los ríos y los valles quedarían sin dueño y que el desierto de sal se tragaría las casas que se habían erguido en sus orillas para cosecharla.
El rey pensaba. Organizó su ejército y aseguró las fronteras. Se dijo que debía hacer dueños a todos y cada uno para que cuidaran su reino cuando ya no hubiera reyes, porque el no soportaba la idea de que vinieran otros reyes a hacerse de sus caballos blancos.
Y estaba en eso cuando la reina un día se despertó embarazada.
La panza le creció como un tambor y cuando el rey apoyaba su oreja cerca de su ombligo podía incluso oír un golpeteo como un redoble de tambores.
Pasaron ocho meses y veinte días y la reina parió. Dos príncipes parió. Como siempre pasa uno nació primero y el otro después, pero nacieron tan rápido y con tanto barullo que nadie se dio cuenta de atarle al primero una cintita roja y al final nadie supo cuál era el primero porque tan idénticos eran que hasta tenían sobre el hombro derecho la misma marca de nacimiento, una cruz de estrellas, como la cruz del sur.
El rey estaba loco de contento.
Hubo repiques de campanas, monedas lanzadas al aire y, muy lejos, porque la reina había prohibido escándalos, se escucharon salvas de cañones.
La reina en su cama gigante miraba a sus bebés y pensaba: dos príncipes nacieron. Y los ojos se le llenaban de lágrimas porque ella no quería tener hijos masticadores de enemigos.
El rey organizó un desfile para festejar la llegada de los príncipes. Las costureras y los costureros trabajaron día y noche para vestir a los señores y al pueblo. Los zapateros dedicaron días y días a hacer botas lujosas y zapatitos de brocato. Los zapatos del pueblo no importaban porque la gente descalza siempre es más mansa, decían los consejeros del rey.
Sumergido en los preparativos del boato el rey pensaba: ahora el reino no se quedará sin dueños, y ya veía un poco inconveniente sus planes de hacer que todos se sintieran dueños de esa tierra sin fin.
La reina le daba la teta a los principitos y los dos vástagos reales parecían contarle cosas con sus ojos mientras les daba de mamar.
Al fin llegó el gran día. Los corceles blancos enjaezados y magníficos relinchaban en las calles y un sol más brillante que de costumbre hacía brillar la pedrería y encandilaba a todos.
Subió la reina a la carroza real. Seis caballos de ojos rojos tiraban del carruaje. La reina llevaba en brazos a los dos príncipes. El rey acompañaba el cortejo en su propio corcel.
El pueblo gritaba al paso de los príncipes. Los señores del pueblo arrojaban monedas al paso y la multitud se abría y se cerraba como una flor.
De pronto los caballos de la carroza real enloquecieron. El llamado de una yegua madrina en la distancia fue escuchado por los caballos casi ciegos y salieron disparados los seis en un revoltijo de cascos.
La reina se tiró en el piso del carruaje sobre sus dos hijitos y se sostuvo con todas sus fuerzas. La cabalgata le pareció eterna, los brazos le dolían y los dos principitos lloraban y gritaban pero ella no podía dejar de aplastarlos con su cuerpo de tanto miedo como tenía de que salieran despedidos por el aire.
Poco a poco la carrera desbocada se convirtió en algo más normal. Los caballos aminoraron la marcha y al fin comenzaron a andar al paso.
Un silencio de campiña había en el aire cuando al fin la reina se animó a mirar. Estaban en el campo.
Al fin el carruaje se detuvo. Los caballos blancos pastaban en una llanura ondulante, con los ojos cerrados, mansamente.
La reina bajó del carruaje y luego bajó a los príncipes.
Extendió su vestido de hilos de oro y pedrería sobre el suelo y vestida con las enaguas reales se tendió al sol, con los dos principitos a su lado, y así, mientras les deba de mamar bajo el cálido sol del verano se quedó dormida.
Cuando despertó el sol estaba dorando el horizonte y la campiña se veía rojiza y mansa. Pero los dos príncipes no estaban junto a ella.
Un poco más allá, corriendo por la pradera, dos potrillos dorados iban y venían recorriendo el horizonte.
La reina sintió que se le salía el corazón y empezó a llamar a sus bebés. Juan María, Mateo, gritaba... y los dos potrillitos salvajes vinieron a hacia ella.
Cuando el rey por fin encontró el carruaje de la reina la noche había caído sobre el campo.
La encontró sentada sobre su vestido bordado, sentada como una flor sobre sus enaguas de encaje, con su pálido cabello desparramado sobre los hombros y dos potrillos dorados olisqueándola.
El rey no le creyó a la reina que esos dos potrillos de pelaje brillante eran los dos príncipes, y no se lo puede criticar porque nadie en su sano juicio lo entendería.
Sin embargo la reina insistía en que eran los dos principitos y le mostraba al rey que los caballitos tenían casi en el cogote una cruz de estrellitas como la cruz del sur.
El rey no salía de su desconsuelo. La reina se le había vuelto loca, decían todos, y ella se pasaba el día en los establos mimando a dos potrillos de los más comunes, de color marrón.
Entre los caballos blancos de la cuadra real los dos potrillos de patas largas aprendían a relinchar y levantarse sobre las patas traseras.
La reina se había negado a abandonar los establos y había organizado su dormitorio en un stud.
El rey, que pese a ser un rey masticador de enemigos era un rey enamorado de su reina pronto también mudó su despacho a los establos.
Y sus súbditos más allegados, como suele ocurrir con los súbditos más allegados, inmediatamente se mudaron a los establos también.
Y todos enloquecieron y empezaron a comprar los caballitos morenos de los campesinos, sobre todo los súbditos más súbditos que se sabe que súbitamente cambian de idea.
Así los caballos blancos dejaron de ser los únicos caballos de la aristocracia y los campesinos más pobres vieron de pronto valorizados sus caballitos criollos.
El tiempo pasaba.
Los caballitos se fueron convirtiendo en fuertes potros y el rey, pese a que nunca se resignó a ser un rey sin descendencia, tuvo que volver a pensar en un reino sin reyes.
La reina se ocupaba de los dos potros como si fueran sus hijitos, les leía largas historias y procuraba que aprendieran aunque sea de oídas todas las cosas que eran importantes.
En secreto sufría porque nunca serían como ella había soñado, pero ella afirmaba que eran los príncipes y así los trataba, aunque todos pensaban que estaba loca como una cabra.
El rey, que como ya dijimos la amaba mucho, se fue poniendo triste, y su único consuelo era pensar en que tal vez algún día, alguien le devolvería a sus hijitos y ella volvería a ser la de antes.
Sin embargo el tiempo pasaba y ni noticias de los niños que el creía perdidos.
Un día el rey, que ya no pensaba en masticar enemigos sino solamente en organizar su reino para cuando no hubiera reyes, decidió salir a recorrer sus tierras.
Organizó una comitiva real como nunca se había visto y un día, entre cornetas, el cortejo real salió por las puertas de la ciudad.
La comitiva estaba encabezada por el regimiento real de caballos blancos y su yegua madrina, de color marrón.
En el carruaje real, el mismo que años antes había llevado a los principitos, viajaban la reina y su rey. Esta vez seis caballos tordillos tiraban del carruaje y los dos potros dorados lo flanqueaban, cabalgando a su aire.
Después de veinte mudas de caballos llegaron a las praderas del sur, las tierras de la reina, donde había sido doncella.
La reina y el rey cenaban en una carpa blanca, con cientos de luces encendidas y en la pradera oscurecida la carpa parecía un farolito translúcido.
La corte pronto fue a dormir. Estaban extenuados. El rey se inclinó sobre sus almohadones de terciopelo y alargó el brazo para tocar con sus dedos el pelo de la reina. Es que no podía dormir sin enredar sus dedos en la pálida cabellera.
Los potros dorados retozaban por la pradera y al llegar la noche las estrellas del hemisferio sur se desparramaron por el cielo y entonces los potros se lanzaron al galope hacia la cruz del sur.
Cuando el rey y la reina despertaron la corte entera estaba ya despierta esperándolos.
Los dos potros dorados habían desaparecido durante la noche y simplemente ya no estaban más.
El rey organizó la búsqueda y diez patrullas salieron a recorrer la llanura.
La reina se quedó en la carpa blanca, encendiendo cada noche todas las luces y tocando campanas día tras día llamándolos.
Cuando el rey volvió había envejecido, su largo pelo oscuro mostraba un reflejo de plata en el costado.
La reina vagaba por el campo y se negaba a retirarse de las praderas.
Nunca volvieron los potros dorados. Pero un día dos adolescentes se perfilaron en el horizonte. Primero fueron solo figuritas recortándose contra un amanecer plateado, pero a media mañana ya se pudo ver a los dos chicos.
Venían desnudos y descalzos.
Cuando vieron a la reina salieron corriendo hacia ella que les abrió los brazos de par en par.
En el hombro derecho se les veían unas estrellas que formaban la cruz del sur y sabían todos los cuentos que cuando eran potros les había contado su mamá.
El rey nunca olvidó el tiempo en que era un rey sin descendencia. Tampoco olvidó el día que sus hijos volvieron desnudos y sin zapatos. Y aunque nunca pudo creer que sus hijos fueran dos potros dorados, en su fuero íntimo se dijo que nunca más desearía sólo caballos blancos. Y lo más importante es que el rey, antiguo masticador de enemigos, decidió que nunca, pero nunca, volvería a haber niños sin zapatos en su reino, y que su reino sería algo más que un reino, sería un país.
jueves, 4 de agosto de 2011
La tía y el devorador de pescados
-¿Un devorador de pecados? -dijo el tío.
-No, no. De pescados, PES CA DOS -dijo la tía.
-Devorador de pescados. De pescados con aletas, con escamas, de los que se venden en la pescadería.
-Un comedor de escamas, de agallas, de espinas.
-Un tragador de atunes, de gatusos, de esturiones.
-Un devorador de pescados necesito -dijo la tía -Para que se coma todo el pescado podrido que compré en mi vida.
-Un gran devorador de pescados necesito.
Es que la tía se había creído todo, todito, todo, lo que le habían enseñado en la escuela, en la iglesia y en el trabajo.
La tía se había tragado toda la constitución nacional y hasta la ley de impuesto a las ganancias, y hasta la ley electoral, se había creído.
La tía necesitaba un devorador de pescados. Uno que no tuviera problemas en tragarse todo el pescado podrido que la pobre, pobre, pobre, se había comprado.
Dedicado a todos los vendedores de pescado podrido. Mercadito Nacional Argentino con distribución
local y domiciliaria. Salud.
miércoles, 3 de agosto de 2011
Se hizo humo
Ella insistía que era medio mágico el padre del chico. Se había hecho humo hacía un montón de tiempo. Y cuando se volvió a materializar el pibe tenía como veinte años.
Eso sí, cuando se materializó no se parecía en nada a lo que ella recordaba.
De todos modos la corporización fue bienvenida.
Eso es lo que pasa cuando la gente es optimista. Todo se ve optimistamente.
Y ella era una optimista.
Cuando se olvidó abierto el gallinero y todas las gallinas fueron a parar al puchero del vecino ella pensó que bien aprovechadas estaban las gallinitas con tanto pibe como tenía el pobre.
Cuando perdió el reloj se quedó medio contenta pensando que ya no se tendría que apurar para llegar a horario.
Siempre era así, ella veía el lado positivo de las cosas.
Por eso cuando se ganó el millón del quini seis todos pensaron que bien se lo merecía.
Se ganó un millón entero, billete por billete y libre de impuestos.
Lo bueno es que lo ganó acertando seis números sobre 43 y esos números eran el 1, el 2, el 3 , el 4, el 5 y el 6. Así de optimista era.
El periodista del pueblo le preguntó en qué iba a usar el millón.
Ella le dijo que tendría que pensarlo y que por lo pronto lo dejaba en el banco por un mes.
Justo cuando se ganó el quini se le materializó el padre del nene.
Y ella,que era optimista, lo recibió con gusto.
-¡Qué suerte!- pensó- todas las cosas buenas llegan juntas.
Anduvo dando vueltas un tiempito preguntándose que hacer con el millón.
Dos televisores se compró.
Un autito se compró.
Un tapado de paño negro se compró.
Y después ya no supo qué hacer porque casa tenía gracias al Plan Federal.
Fue a ver al gerente del banco y el gerente del banco le quiso abrir una cuenta corriente con chequera y todo y ella pensó -Te jodés- pero como no le gustaba andar diciendo palabrotas solamente lo pensó.
Así que fue y se compró un microondas de contado rabioso.
Cuando el papá del pibe le pidió un préstamo ella le preguntó que para qué lo quería.
Él le dijo que para instalarse, para ser el padre que el pibe se merecía.
Ella le dijo que como no, que no había problemas. Y le dio plata.
Cuando él se hizo humo como la primera vez, ella, que era una optimista, dijo
-¡Qué suerte!, este hombre sí que sabe hacerse humo- y se alegró mucho porque ahora seguro que sería el padre que el chico merecía.
Ella bien lo sabía. Y así fue.
Eso sí, cuando se materializó no se parecía en nada a lo que ella recordaba.
De todos modos la corporización fue bienvenida.
Eso es lo que pasa cuando la gente es optimista. Todo se ve optimistamente.
Y ella era una optimista.
Cuando se olvidó abierto el gallinero y todas las gallinas fueron a parar al puchero del vecino ella pensó que bien aprovechadas estaban las gallinitas con tanto pibe como tenía el pobre.
Cuando perdió el reloj se quedó medio contenta pensando que ya no se tendría que apurar para llegar a horario.
Siempre era así, ella veía el lado positivo de las cosas.
Por eso cuando se ganó el millón del quini seis todos pensaron que bien se lo merecía.
Se ganó un millón entero, billete por billete y libre de impuestos.
Lo bueno es que lo ganó acertando seis números sobre 43 y esos números eran el 1, el 2, el 3 , el 4, el 5 y el 6. Así de optimista era.
El periodista del pueblo le preguntó en qué iba a usar el millón.
Ella le dijo que tendría que pensarlo y que por lo pronto lo dejaba en el banco por un mes.
Justo cuando se ganó el quini se le materializó el padre del nene.
Y ella,que era optimista, lo recibió con gusto.
-¡Qué suerte!- pensó- todas las cosas buenas llegan juntas.
Anduvo dando vueltas un tiempito preguntándose que hacer con el millón.
Dos televisores se compró.
Un autito se compró.
Un tapado de paño negro se compró.
Y después ya no supo qué hacer porque casa tenía gracias al Plan Federal.
Fue a ver al gerente del banco y el gerente del banco le quiso abrir una cuenta corriente con chequera y todo y ella pensó -Te jodés- pero como no le gustaba andar diciendo palabrotas solamente lo pensó.
Así que fue y se compró un microondas de contado rabioso.
Cuando el papá del pibe le pidió un préstamo ella le preguntó que para qué lo quería.
Él le dijo que para instalarse, para ser el padre que el pibe se merecía.
Ella le dijo que como no, que no había problemas. Y le dio plata.
Cuando él se hizo humo como la primera vez, ella, que era una optimista, dijo
-¡Qué suerte!, este hombre sí que sabe hacerse humo- y se alegró mucho porque ahora seguro que sería el padre que el chico merecía.
Ella bien lo sabía. Y así fue.
martes, 2 de agosto de 2011
La reina del bosque
Había un bosque en el sur.
Un bosque todo de piquillines.
Pinchudo el bosque. Monte le decían.
Había una reina en ese monte y andaba montada en un tractor.
Enlazaba los piquillines y los tironeaba fuerte hasta arrancarlos.
Era la reina del monte.
Había también jabalíes, y unos animalitos que vivían de a muchos en cuevas invisibles. Vizcachas se llamaban y, en las noches de luna, sus ojos brillaban como fueguitos fatuos.
Llovía poco en ese bosque.
Las hadas no lo habitaban. Ni los duendes. Ni las brujas. Porque era un bosque lleno de espinos.
Sin embargo había una reina en ese bosque, y andaba montada en un tractor.
Soñaba con ser reina de una llanura de trigales, y tiraba de los piquillines y los algarrobos hasta arrancarlos de raíz.
Grandes humaredas señalaban los confines de su reino. Eran los piquillines ardiendo al atardecer.
Ella soñaba con trigales y no sabía que vendría el viento a llevarse la tierra. Que vendría la lluvia a arrasar con el humus. Que volvería el viento. Que uno y otro se alternarían y, de tanto en tanto, volverían las mareas doradas del trigal pero cada vez más de tanto en tanto, hasta desaparecer.
Después llegaría el arenal. La cosecha amarga del desierto.
Pero ella no lo vio.
Ella se durmió y soñó con su mar bamboleante de trigo, con su llanura rubia de granos, con su inmenso horizonte de cielos de azulejo.
Está soñando ahora.
En las noches tachonadas de estrellas voladoras se escucha el sonido de su respiración dormida.
Es la bella durmiente de la Patagonia árida, y un día vendrá la lluvia y en la lluvia montado su príncipe azul.
Cuando llegue la lluvia, se llenará su frente de gotas cristalinas, y ella y el trigo despertarán.
Dedicado a la mamá de Nancy Boelter. Reina guerrera del trigal.
Sin embargo había una reina en ese bosque, y andaba montada en un tractor.
Soñaba con ser reina de una llanura de trigales, y tiraba de los piquillines y los algarrobos hasta arrancarlos de raíz.
Grandes humaredas señalaban los confines de su reino. Eran los piquillines ardiendo al atardecer.
Ella soñaba con trigales y no sabía que vendría el viento a llevarse la tierra. Que vendría la lluvia a arrasar con el humus. Que volvería el viento. Que uno y otro se alternarían y, de tanto en tanto, volverían las mareas doradas del trigal pero cada vez más de tanto en tanto, hasta desaparecer.
Después llegaría el arenal. La cosecha amarga del desierto.
Pero ella no lo vio.
Ella se durmió y soñó con su mar bamboleante de trigo, con su llanura rubia de granos, con su inmenso horizonte de cielos de azulejo.
Está soñando ahora.
En las noches tachonadas de estrellas voladoras se escucha el sonido de su respiración dormida.
Es la bella durmiente de la Patagonia árida, y un día vendrá la lluvia y en la lluvia montado su príncipe azul.
Cuando llegue la lluvia, se llenará su frente de gotas cristalinas, y ella y el trigo despertarán.
Dedicado a la mamá de Nancy Boelter. Reina guerrera del trigal.
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