Lo había leído en un libro de Galeano y se lo había tomado al pie de la letra.
Pero el espejo le hacía morisquetas y le decía "bobo, bobo". y al fin su propia imagen lo terminaba enloqueciendo.
Tornillito no sabía si ser malo o ser bueno.
Ser bueno lo hacía sentir un pelotudo, pero ser malo lo hacía ser pelotudo sin derecho a réplica. Un pelotudo hecho y derecho nomás.
Tornillito había nacido así, con dos vueltas de más, pasado de rosca.
Ya de bebé se andaba peleando hasta con los muñecos de peluche, y siendo un poco más grande se le daba por vapulear a la hermana menor, medio faltita ella. Sólo que, de tanto en tanto, la quería tanto que le dolía el corazón.
De grande andaba indeciso también entre ser bueno o ser malo.
Era como si un diablo amargo le estuviera zumbando en la oreja noche y día, diciéndole maldades y porquerías, y cuando el pobre quería entregarse y ser feliz el diablo amargo venía a decirle - Boludo, infeliz, no vez que te quieren cagar.
Así nunca podía hacer carrera. Desde adentro le venían las ideas buenas, prolijitas, pero cuando le llegaban a la superficie, ahí aparecía el diablo amargo y, páfate, no hacía cosa buena.
La cosa vino a solucionarse del modo más casual, como a veces ocurre.
Tornillito se quedó sordo.
Y el Diablo amargo no tuvo manera de hacerse oír, porque Tornillito lenguaje de señas no entendía.
Hay quien dice que resolvió volverse sordo para gustarse cuando se miraba en el espejo.
Yo creo que es así.
Porque desde que se quedó sordo, el espejo empezó a devolverle su hermoso rostro de hombre bueno.
Yo creo que es así.
Porque desde que se quedó sordo, el espejo empezó a devolverle su hermoso rostro de hombre bueno.