El tío Ruben supo ser celestino en una época.
El tío Ruben tenía ocho años y andaba buscándole novio a la tía Albina.
Había decidido que había que casarla a toda costa.
El tío Ruben tenía muy en claro lo que sería un bueno novio para la tía.
Entre los candidatos favoritos estaban el dueño del cine y el almacenero por razones muy obvias. Kiosquero no había en esa época, sino hubiera encabezado la lista.
El tío empeñaba todas sus buenas artes (que no eran tantas) y todas las malas también (que esas eran muchas). Pero nada. No había caso.
No podía cerrar trato por más que la anduvo ofreciendo con las mejores referencias. Que era muy buena conversadora. Que para hacer huevos fritos había que tenerla en cuenta. Que sabía tejer escarpines. Que la tía Pipa decía que era muy escandalosa pero que no era para tanto. Que esto y aquello. Pero no podía colocarla.
Es que esta Albina era un caso serio.
Al final, cansado del fracaso, resolvió atacar con la publicidad masiva.
Se las ingenió para colgarle un cartelito en la espalda y así la pobre tía anduvo paseándose por todo el pueblo con un anuncio que decía "Vuzco Macho".
La ortografía identificó al autor y ahí nomás el tío Ruben, con ocho años recién cumplidos, vio bruscamente interrumpida su incipiente carrera publicitaria.
Es que el abuelo Pedro, que en esos tiempos era jovensísimo, lo corrió una cuadra entera y cuando lo llevó colgado de una oreja, a pedirle perdón a la tía Albina.
Y la tía Albina no paraba de llorar.
El pobre tío Rúben no entendía nada de nada. Es que el había visto que gracias a sus buenos oficios Albina había conseguido por lo menos tres encendidos candidatos en el boliche de la esquina.
- Esta Albina al fin y al cabo es la gata flora - dijo el tío - y el abuelo Pedro lo dejó sin ir al cine como un mes.
martes, 26 de junio de 2012
domingo, 24 de junio de 2012
La maldad
Había en el pueblo una laguna medio chica de la que asomaba una cruz grande, antigua, desproporcionada, pintada de verde por un moho insistidor.
Había una leyenda.
Decían que en ese lugar exactamente se había construido la primer iglesia del pueblo y que la había construido un cura que había sido castigado por Dios, y por eso la iglesia entera, con cura y todo, se había hundido, quedando a la vista solamente la cruz. Lo único sagrado de la iglesia maldita.
Los chicos del pueblo cazaban ranas en la orilla de la laguna, y de vez en cuando también sacaban una mojarritas transparentes con mucho gusto a barro.
Las ranas las comían fritas, salteadas en una sartén gigante de culo tiznado, que iba pasando de generación en generación para cumplir el propósito de comer las ranas en cuestión.
Nadie se había molestado en confirmar la leyenda porque el pueblo estaba un poco atravesado con relación a la civilización.
Nadie se había aventurado a bucear en el agua oscura de la lagunita.
De vez en cuando alguno emprendía una excursión náutica hasta la cruz y la rodeaba a remo lento, tratando de mirar para el fondo, intentando entrever el anclaje que la sostenía erguida año tras año.
Cuando hubo una seca terrible que asoló todo alrededor se creyó que la laguna iba a mostrarnos el misterio de la iglesia inundada. Pero aunque la laguna bajo 5 o 6 metros lo único que se pudo ver fue que la cruz seguía seis metros para abajo.
Con la laguna reducida algunos se animaron a ponerse las antiparras y a nadar alrededor de la cruz para ver la iglesia. Solamente pudieron ver algo que les pareció el fondo fangoso de la laguna.
Así es que se le atribuyó a la leyenda de la iglesia el mero carácter de leyenda y nada más.
Benítez, el historiador del pueblo, escribió en su libro que la leyenda había nacido junto con la construcción de la actual iglesia.
Había sido toda una epopeya popular la construcción de la preciosa iglesia del pueblo, casi una catedral en miniatura, con sus prolijos altares de mármol blanco y rosado, las columnas verde jade, y las extraordinarias pinturas del via crucis contando la historia del primogénito. Y mientras crecía la iglesia a impulsos de la personalidad díscola del cura Rae y sus historias, crecía también la leyenda de la iglesia hundida en la laguna.
Que era una iglesia construida por una familia de Buenos Aires que había prometido erigirla en memoria de una hija cautiva por los indios.
Que el cura que la construyó enterraba a los obreros en los cimientos a medida que morían de agotamiento y desnutrición. Que para hacer el altar de la virgen inmoló en cera una cautiva rescatada de no se sabe donde, una niña de tan solo 13 años. Que la iglesia fue pintada de rosa, al estilo de las casas de campo, pero que en lugar de usar sangre de bestias para colorear la cal fue utilizada sangre de indios y de gauchos.
Que la construcción se había terminado el día de la ascensión de la virgen y ese día se celebró la primer misa y justo en el momento de la consagración comenzó a caer una lluvia insistente que no dejó de caer por siete semanas.
Que los habitantes del pueblo vieron que una laguna negra se iba comiendo todo, primero los barrios más pobres, después las casas de ladrillo y al final empezó a subir los escalones de la iglesia y sepultó a la iglesia poco a poco.
Que el cura se subió al campanario y desde allí se quedó mirando la inundación y la huida de las carretas hacia los terrenos altos.
Y que al final el agua llegó hasta el campanario y lo último que supieron del cura es que tañia las campanas alocadamente hasta que al final solamente se escuchaba el sonido ahogado de las campanas en el agua.
Solamente la cruz había quedado.
Cuando el cura Rae construyó la iglesia nueva se preocupó mucho por pagarle bien a los obreros. Contaba los ladrillos cuidadosamente y cuando vio que los carretones empezaban a llegar cada vez más flacos no dijo nada.
Anotaba en una pizarra los carretones que llegaban y tachaba los que se iban pagando a fuerza de diezmos y limosnas. Era como un partido de truco. Anotaba con cinco palitos y cuando los pagaba tachaba el punto.
Iban por el doscientos cuando se dió cuenta que los carretones estaban enflaqueciendo. Y no dijo nada.
Anotó de cinco en cinco y no los pagó.
Cuando vio el carretón más flaco que nunca llamó al proveedor y juntos contaron los ladrillos. Eran 150 menos que los 1000 ladrillos que se suponía que traía cada carretón.
Ahí nomás multiplicó 850 por los carretones que estaban sin pagar y canceló la deuda de la iglesia con el proveedor. Y se cumplió con el dicho que dice Dios Proveerá. Eso dijo el cura. Y de un solo borrón le ganó el truco al ladrillero.
Al fin la iglesia nueva se terminó.
Los bancos los donaron las familias del pueblo. En cada uno una chapita de bronce dorado iba a dejar la memoria de esa gente.
Entretanto en la laguna verde la cruz anclada seguía dando que hablar. Un día amaneció toda blanqueada. Como de mármol.
Es que la seca había ido matando hasta el musgo y el sol había echo su tarea blanqueadora.
Los chicos tuvieron su momento. Cazaban a las ranas que huían de la seca y las freían y las vendían en cucuruchos de papel de diario.
Los mayores contaban la leyenda.
Contaban como había sido que la cautiva ahogada en cera caliente, disfrazada de virgen medieval, había elevado los brazos y se había quedado mirando al cielo, con un gesto desesperado. Y como el cura la había llamado la virgen del doloroso corazón.
Los adolescentes del pueblo organizaron una excursión de buceo en toda regla. Con antiparras. Tanques de buceo no había porque era un pueblo del medio de la pampa.
Las madres escandalizaron malamente pero es sabido que no es posible impedir que los adolescentes cumplan con los ritos de la hombría.
Cuando se lanzaron desde los gomones con un buen envíon, para llegar bien hondo, todos contuvieron el aliento.
Los chicos salian a respirar y volvían a sumergirse una y otra vez. - No se ve nada - gritaban desde el agua.
Después de un tiempo, aburridos de esperar novedades que no se daban alguien preparó el mate y alguien trajo las facturas.
Los adolescentes seguín sumergiéndose en el agua verde.
- Es inútil - gritaban - El pie de la cruz sigue y sigue hasta muy abajo.
Después fueron a buscar una soga y la ataron del gomón. Bajaron de a tres, agarrados del pie de la cruz y con la cabeza adentro de un fuentón de esos gigantes de aluminio.
Seis metros y tocaron fondo, después contaron.
Era un piso como de tejas, dijeron.
Pero no pudieron hacer nada más y por supuesto nadie les creyó porque no trajeron pruebas de la hazaña.
Ahora está lloviendo año tras año sobre la pampa. No ha habido secas como la de ese año. La laguna crece y la cruz se ve más chica y bien verde.
Los chicos siguen cazando ranas en la orilla de la laguna y vendiéndolas fritas para los viajes de fin de curso.
El pueblo es un poco famoso por esta cuestión de las ranas.
Dicen que la abundancia de ranas es una consecuencia directa de la iglesia hundida aunque nadie da una explicación científica sobre el tema.
Lo que se sabe en el pueblo es que las noches muy calladas, cuando se corta la luz y no hay televisor y la gente habla bajito, las voces de las ranas, desesperadas, gritan con la voz de la cautiva que encerrada en su traje de cera ardiente pide ayuda.
Y hay quien ha oído también las campanadas de la iglesia hundida. Dicen que el cura maldito sigue llamando a misa.
Había una leyenda.
Decían que en ese lugar exactamente se había construido la primer iglesia del pueblo y que la había construido un cura que había sido castigado por Dios, y por eso la iglesia entera, con cura y todo, se había hundido, quedando a la vista solamente la cruz. Lo único sagrado de la iglesia maldita.
Los chicos del pueblo cazaban ranas en la orilla de la laguna, y de vez en cuando también sacaban una mojarritas transparentes con mucho gusto a barro.
Las ranas las comían fritas, salteadas en una sartén gigante de culo tiznado, que iba pasando de generación en generación para cumplir el propósito de comer las ranas en cuestión.
Nadie se había molestado en confirmar la leyenda porque el pueblo estaba un poco atravesado con relación a la civilización.
Nadie se había aventurado a bucear en el agua oscura de la lagunita.
De vez en cuando alguno emprendía una excursión náutica hasta la cruz y la rodeaba a remo lento, tratando de mirar para el fondo, intentando entrever el anclaje que la sostenía erguida año tras año.
Cuando hubo una seca terrible que asoló todo alrededor se creyó que la laguna iba a mostrarnos el misterio de la iglesia inundada. Pero aunque la laguna bajo 5 o 6 metros lo único que se pudo ver fue que la cruz seguía seis metros para abajo.
Con la laguna reducida algunos se animaron a ponerse las antiparras y a nadar alrededor de la cruz para ver la iglesia. Solamente pudieron ver algo que les pareció el fondo fangoso de la laguna.
Así es que se le atribuyó a la leyenda de la iglesia el mero carácter de leyenda y nada más.
Benítez, el historiador del pueblo, escribió en su libro que la leyenda había nacido junto con la construcción de la actual iglesia.
Había sido toda una epopeya popular la construcción de la preciosa iglesia del pueblo, casi una catedral en miniatura, con sus prolijos altares de mármol blanco y rosado, las columnas verde jade, y las extraordinarias pinturas del via crucis contando la historia del primogénito. Y mientras crecía la iglesia a impulsos de la personalidad díscola del cura Rae y sus historias, crecía también la leyenda de la iglesia hundida en la laguna.
Que era una iglesia construida por una familia de Buenos Aires que había prometido erigirla en memoria de una hija cautiva por los indios.
Que el cura que la construyó enterraba a los obreros en los cimientos a medida que morían de agotamiento y desnutrición. Que para hacer el altar de la virgen inmoló en cera una cautiva rescatada de no se sabe donde, una niña de tan solo 13 años. Que la iglesia fue pintada de rosa, al estilo de las casas de campo, pero que en lugar de usar sangre de bestias para colorear la cal fue utilizada sangre de indios y de gauchos.
Que la construcción se había terminado el día de la ascensión de la virgen y ese día se celebró la primer misa y justo en el momento de la consagración comenzó a caer una lluvia insistente que no dejó de caer por siete semanas.
Que los habitantes del pueblo vieron que una laguna negra se iba comiendo todo, primero los barrios más pobres, después las casas de ladrillo y al final empezó a subir los escalones de la iglesia y sepultó a la iglesia poco a poco.
Que el cura se subió al campanario y desde allí se quedó mirando la inundación y la huida de las carretas hacia los terrenos altos.
Y que al final el agua llegó hasta el campanario y lo último que supieron del cura es que tañia las campanas alocadamente hasta que al final solamente se escuchaba el sonido ahogado de las campanas en el agua.
Solamente la cruz había quedado.
Cuando el cura Rae construyó la iglesia nueva se preocupó mucho por pagarle bien a los obreros. Contaba los ladrillos cuidadosamente y cuando vio que los carretones empezaban a llegar cada vez más flacos no dijo nada.
Anotaba en una pizarra los carretones que llegaban y tachaba los que se iban pagando a fuerza de diezmos y limosnas. Era como un partido de truco. Anotaba con cinco palitos y cuando los pagaba tachaba el punto.
Iban por el doscientos cuando se dió cuenta que los carretones estaban enflaqueciendo. Y no dijo nada.
Anotó de cinco en cinco y no los pagó.
Cuando vio el carretón más flaco que nunca llamó al proveedor y juntos contaron los ladrillos. Eran 150 menos que los 1000 ladrillos que se suponía que traía cada carretón.
Ahí nomás multiplicó 850 por los carretones que estaban sin pagar y canceló la deuda de la iglesia con el proveedor. Y se cumplió con el dicho que dice Dios Proveerá. Eso dijo el cura. Y de un solo borrón le ganó el truco al ladrillero.
Al fin la iglesia nueva se terminó.
Los bancos los donaron las familias del pueblo. En cada uno una chapita de bronce dorado iba a dejar la memoria de esa gente.
Entretanto en la laguna verde la cruz anclada seguía dando que hablar. Un día amaneció toda blanqueada. Como de mármol.
Es que la seca había ido matando hasta el musgo y el sol había echo su tarea blanqueadora.
Los chicos tuvieron su momento. Cazaban a las ranas que huían de la seca y las freían y las vendían en cucuruchos de papel de diario.
Los mayores contaban la leyenda.
Contaban como había sido que la cautiva ahogada en cera caliente, disfrazada de virgen medieval, había elevado los brazos y se había quedado mirando al cielo, con un gesto desesperado. Y como el cura la había llamado la virgen del doloroso corazón.
Los adolescentes del pueblo organizaron una excursión de buceo en toda regla. Con antiparras. Tanques de buceo no había porque era un pueblo del medio de la pampa.
Las madres escandalizaron malamente pero es sabido que no es posible impedir que los adolescentes cumplan con los ritos de la hombría.
Cuando se lanzaron desde los gomones con un buen envíon, para llegar bien hondo, todos contuvieron el aliento.
Los chicos salian a respirar y volvían a sumergirse una y otra vez. - No se ve nada - gritaban desde el agua.
Después de un tiempo, aburridos de esperar novedades que no se daban alguien preparó el mate y alguien trajo las facturas.
Los adolescentes seguín sumergiéndose en el agua verde.
- Es inútil - gritaban - El pie de la cruz sigue y sigue hasta muy abajo.
Después fueron a buscar una soga y la ataron del gomón. Bajaron de a tres, agarrados del pie de la cruz y con la cabeza adentro de un fuentón de esos gigantes de aluminio.
Seis metros y tocaron fondo, después contaron.
Era un piso como de tejas, dijeron.
Pero no pudieron hacer nada más y por supuesto nadie les creyó porque no trajeron pruebas de la hazaña.
Ahora está lloviendo año tras año sobre la pampa. No ha habido secas como la de ese año. La laguna crece y la cruz se ve más chica y bien verde.
Los chicos siguen cazando ranas en la orilla de la laguna y vendiéndolas fritas para los viajes de fin de curso.
El pueblo es un poco famoso por esta cuestión de las ranas.
Dicen que la abundancia de ranas es una consecuencia directa de la iglesia hundida aunque nadie da una explicación científica sobre el tema.
Lo que se sabe en el pueblo es que las noches muy calladas, cuando se corta la luz y no hay televisor y la gente habla bajito, las voces de las ranas, desesperadas, gritan con la voz de la cautiva que encerrada en su traje de cera ardiente pide ayuda.
Y hay quien ha oído también las campanadas de la iglesia hundida. Dicen que el cura maldito sigue llamando a misa.
jueves, 14 de junio de 2012
El malón del Quequén
Carlos siempre decía que un día iban a llegar en malón.
Decía que no había que descuidarse, que un día llegarían de golpe y porrazo.
Y así llegaron.
Uno atrás del otro, sin dar tregua.
La primera en llegar fue Josefina, y atrás, ahí nomás, Lautaro.
No habíamos todavía empezando a acostumbrarnos a tener a esas personitas rondando por ahí cuando apareció Manuel y atrás Ignacio, y finalmente, pero más india que ninguna Valentina.
Era el malón más lindo del que se hubiera tenido noticias.
Y a decir verdad era un malón bochinchero y temible, pero de un temor de los buenos, temor por ejemplo a no poder dormir la siesta, o a que nos peguen un chicle en el flequillo o miedo a que nos dejen patas para arriba de puro atropellados.
Era el malón del Quequén.
Pero que cosa buena ese malón de sobrinos. Qué cosa buena.
Carlos era el Tata, el Gran Cacique Sordo.
El gran mentor de los asados, encantador de perros y de chicos.
El día que el Tata se fue para la otra tierra y fuimos a despedirlo se reunió todo el nieterío.
No he visto un velorio más bonito.
Allí estaba el gran malón.
A veces la vida recompensa - pensaba yo. Ahí estaban ellos. Estuvieron un rato largo debatiendo si Carlos se quedaría por allí sobrevolando, si sería fantasma o recuerdo.
- Un fantasma tal vez - dijo Josefina - pero no se, porque el Tata era muy bueno.
- Un recuerdo - dijo Lautaro - eso de las almas no me lo creo.
Ignacio nos hablaba de Martin Luther King, que al final como el abuelo ya no andaba por aquí, pero todos se acordaban de él. - Porque enseño a no discriminar . dijo Nacho - y me miraba a los ojos como diciendo no te preocupes tía gorda, no te voy a discriminar.
Se quedaron contentos cuando les dije que si, que las almas existen, y que la gente que amamos se queda con nosotros todo el tiempo. Y que no tenía duda alguna de que Carlos estaba por acá y por allá, fantasma de la pampa bárbara, riéndose con ojos claros en la mirada transparente de todo ese malón que el Quequén dejó arrimadito al mar, allá por las playas de Necochea.
Justo en el sur donde la tierra es verde y después se vuelve arena para meterse entre el cielo y el mar como una lámina.
Decía que no había que descuidarse, que un día llegarían de golpe y porrazo.
Y así llegaron.
Uno atrás del otro, sin dar tregua.
La primera en llegar fue Josefina, y atrás, ahí nomás, Lautaro.
No habíamos todavía empezando a acostumbrarnos a tener a esas personitas rondando por ahí cuando apareció Manuel y atrás Ignacio, y finalmente, pero más india que ninguna Valentina.
Era el malón más lindo del que se hubiera tenido noticias.
Y a decir verdad era un malón bochinchero y temible, pero de un temor de los buenos, temor por ejemplo a no poder dormir la siesta, o a que nos peguen un chicle en el flequillo o miedo a que nos dejen patas para arriba de puro atropellados.
Era el malón del Quequén.
Pero que cosa buena ese malón de sobrinos. Qué cosa buena.
Carlos era el Tata, el Gran Cacique Sordo.
El gran mentor de los asados, encantador de perros y de chicos.
El día que el Tata se fue para la otra tierra y fuimos a despedirlo se reunió todo el nieterío.
No he visto un velorio más bonito.
Allí estaba el gran malón.
A veces la vida recompensa - pensaba yo. Ahí estaban ellos. Estuvieron un rato largo debatiendo si Carlos se quedaría por allí sobrevolando, si sería fantasma o recuerdo.
- Un fantasma tal vez - dijo Josefina - pero no se, porque el Tata era muy bueno.
- Un recuerdo - dijo Lautaro - eso de las almas no me lo creo.
Ignacio nos hablaba de Martin Luther King, que al final como el abuelo ya no andaba por aquí, pero todos se acordaban de él. - Porque enseño a no discriminar . dijo Nacho - y me miraba a los ojos como diciendo no te preocupes tía gorda, no te voy a discriminar.
Se quedaron contentos cuando les dije que si, que las almas existen, y que la gente que amamos se queda con nosotros todo el tiempo. Y que no tenía duda alguna de que Carlos estaba por acá y por allá, fantasma de la pampa bárbara, riéndose con ojos claros en la mirada transparente de todo ese malón que el Quequén dejó arrimadito al mar, allá por las playas de Necochea.
Justo en el sur donde la tierra es verde y después se vuelve arena para meterse entre el cielo y el mar como una lámina.
martes, 12 de junio de 2012
Legítima defensa
Así estaba yo el día que me atacó la calandria. Perdida como turco en la neblina.
Andaba con la cabeza llena de pensamientos tristes. Faltaban como cuatro años para que nacieran Juan María y Mateotín y habían pasado como diez desde que el último y único malón de sobrinos arrasara por los lados del Quequén.
El día era más bonito que la miercoles pero el alma la tenía en vilo de tanta máquina que me había estado dando a causa de la soledad.
Y vino la calandria y me atacó.
Dos veces me atacó. Esperó que estuviera de espaldas y me pasó con un vuelo rasante entre los pelos. Dos veces me hizo lo mismo.
Y a decir verdad me pegué un susto soberano porque jamás me había atacado ente volador alguno.
Que al tío José lo habían estado persiguiendo unos huevos voladores, verídico es. Yo se los tiré uno por uno, la docenita entera una vez que me hizo perder la paciencia. Y los esquivó todos el muy saltimbanqui.
Que una vez vi volar una bandeja con un queso arriba, verídico es. La tiró el abuelo y me sobrevoló el flequillo, un día que al abuelo le hizo perder la paciencia la abuela Lita.
Por suerte la paciencia la volvió a encontrar y no se le perdió otra vez hasta unos cuantos años después cuando a la abuela se le dio por revolver el famoso asunto de los ombligueros, cuestión que hubiera merecido todo un libraco de Freud, pero por la cabeza de la abuela Lita el libraco.
Pero volviendo al tema de las calandrias debo decir que el día que me atacó la calandria lloré todo el día.
Lloré de soledad pero sobre todo lloré de superstición.
Porque no todos los días te ataca una calandria y yo me creí que la muy emplumada venía como la parca, a agarrarme de espaldas y a pura traición.
Miss Tehuelche me vio tan compungida que me dijo - No se preocupe señora, no es mala suerte que los pájaros ataquen a la gente - Ah no? - le dije. Y ella me contestó - Claro que no señora, si nunca atacan...
Anduve compungida todo el día y la noche también. Y eso que era sábado. Pero suerte que era sábado porque ese domingo el tío, que andaba haciéndose el jardinero, encontró el nido justo en el lugar en el que la calandria me había atacado en un vuelo rasante de calandria.
Ese domingo a la noche mientras hacía nada me puse a pensar cuantas veces las personas andaremos metiéndole miedo a las calandrias y cuantas veces las pobres nos atacarán, pura pluma voladora, sólo para proteger el nido.
Y la gente no es muy distinta a las calandrias.
Por eso, isidoritos míos, hay que tener cuidado de no andar dándole miedo a la gente ni al bicherío, ya sea rastrero o volador, porque en una de esas uno termina confundiendo con mala suerte a la más justificada de las legítimas defensas.
Por suerte la paciencia la volvió a encontrar y no se le perdió otra vez hasta unos cuantos años después cuando a la abuela se le dio por revolver el famoso asunto de los ombligueros, cuestión que hubiera merecido todo un libraco de Freud, pero por la cabeza de la abuela Lita el libraco.
Pero volviendo al tema de las calandrias debo decir que el día que me atacó la calandria lloré todo el día.
Lloré de soledad pero sobre todo lloré de superstición.
Porque no todos los días te ataca una calandria y yo me creí que la muy emplumada venía como la parca, a agarrarme de espaldas y a pura traición.
Miss Tehuelche me vio tan compungida que me dijo - No se preocupe señora, no es mala suerte que los pájaros ataquen a la gente - Ah no? - le dije. Y ella me contestó - Claro que no señora, si nunca atacan...
Anduve compungida todo el día y la noche también. Y eso que era sábado. Pero suerte que era sábado porque ese domingo el tío, que andaba haciéndose el jardinero, encontró el nido justo en el lugar en el que la calandria me había atacado en un vuelo rasante de calandria.
Ese domingo a la noche mientras hacía nada me puse a pensar cuantas veces las personas andaremos metiéndole miedo a las calandrias y cuantas veces las pobres nos atacarán, pura pluma voladora, sólo para proteger el nido.
Y la gente no es muy distinta a las calandrias.
Por eso, isidoritos míos, hay que tener cuidado de no andar dándole miedo a la gente ni al bicherío, ya sea rastrero o volador, porque en una de esas uno termina confundiendo con mala suerte a la más justificada de las legítimas defensas.
martes, 5 de junio de 2012
Los zapatotos mágicos
Juan y Mateo de chiquititos tenían unos zapatotos mágicos.
La mamá se los ponía y los zapatotos los llevaban de aquí para allá a una velocidad de gateo espectacular.
Pero ni mamá, ni papá, ni Mateotito, ni Juan sabían que los zapatotos eran de verdad mágicos.
Por eso el día que Mateotito se paró y agarrado del andador dió su primer pasito y desapareció nadie supo lo que había pasado.
Mamá se agarraba la cabeza y lloraba con los ojos grandes y lo llamaba por teléfono a papá.
Asustada como estaba, buscaba por todos los rincones y mientras tanto lo agarraba a Juancito tan, tan fuerte que el pobre no paraba de llorar.
En una de esas sonó el teléfono. Era la abuela Ethel.
Mateotín estaba en Saladillo gateando atrás de Mandinga que no sabía donde meterse para que lo dejaran en paz.
La abuela Ethel había puesto los zapatotos mágicos en el estante más alto de la biblioteca porque, como dijo la abuela - Este nene es terrible, si le dejo los zapatos se nos va para Madagascar.
Esa noche, mientras Mateito dormía y Mandinga descansaba la abuela Ethel puso los zapatotos mágicos en una caja y la ató con doble vuelta con una cuerda azul. - Si estuviera el abuelo Juan, dijo la abuela, haría el nudo re bien, así que voy a tratar de hacerlo igual.
Después le dió la caja a la tía Ana y le dijo - Ana, estos zapatos no pueden moverse de acá.
Fue la tía Claudia la que tuvo que llevar a Mateotín hasta León. No protestó porque se sabe que la tía Claudia es de lo más dinámica y fue y volvió trayendo en otra caja los zapatotos mágicos de Juan.
Mateotín y Juan tienen zapatos nuevos y mamá ha dejado muy claro que no habrá zapatos mágicos en la casa hasta que no sean mayores de edad.
Y la tía Ana está re contenta porque nadie le va a pedir nunca que tire las cajas de los zapatotos mágicos que ella guarda muy cuidadosamente en su placard.
La mamá se los ponía y los zapatotos los llevaban de aquí para allá a una velocidad de gateo espectacular.
Pero ni mamá, ni papá, ni Mateotito, ni Juan sabían que los zapatotos eran de verdad mágicos.
Por eso el día que Mateotito se paró y agarrado del andador dió su primer pasito y desapareció nadie supo lo que había pasado.
Mamá se agarraba la cabeza y lloraba con los ojos grandes y lo llamaba por teléfono a papá.
Asustada como estaba, buscaba por todos los rincones y mientras tanto lo agarraba a Juancito tan, tan fuerte que el pobre no paraba de llorar.
En una de esas sonó el teléfono. Era la abuela Ethel.
Mateotín estaba en Saladillo gateando atrás de Mandinga que no sabía donde meterse para que lo dejaran en paz.
La abuela Ethel había puesto los zapatotos mágicos en el estante más alto de la biblioteca porque, como dijo la abuela - Este nene es terrible, si le dejo los zapatos se nos va para Madagascar.
Esa noche, mientras Mateito dormía y Mandinga descansaba la abuela Ethel puso los zapatotos mágicos en una caja y la ató con doble vuelta con una cuerda azul. - Si estuviera el abuelo Juan, dijo la abuela, haría el nudo re bien, así que voy a tratar de hacerlo igual.
Después le dió la caja a la tía Ana y le dijo - Ana, estos zapatos no pueden moverse de acá.
Fue la tía Claudia la que tuvo que llevar a Mateotín hasta León. No protestó porque se sabe que la tía Claudia es de lo más dinámica y fue y volvió trayendo en otra caja los zapatotos mágicos de Juan.
Mateotín y Juan tienen zapatos nuevos y mamá ha dejado muy claro que no habrá zapatos mágicos en la casa hasta que no sean mayores de edad.
Y la tía Ana está re contenta porque nadie le va a pedir nunca que tire las cajas de los zapatotos mágicos que ella guarda muy cuidadosamente en su placard.
domingo, 3 de junio de 2012
Todo era relativo en esos mundos de Dios.
Y todo es una cuestión de la mente - dijo la tía Andrea.
Es que había llegado a esa conclusión gracias una longaniza colgada en el gancho del lavadero.
El tío José tenía esa costumbre.
Cuando le daba por hacerse el chacarero iba y se compraba una longaniza, un bastón o dos choricitos miserables y los colgaba del gancho del lavadero como quien pone a secar una carneada completa.
Así fue que un día, cuando la tía fue al lavadero, medio olvidada de estas mañas, y sintió un tufo medio raro, mezcla de olor a pata y algunas otras suciedades, lo primero que pensó fue en llamar al tío José con cinco acentos, como hacía cuando andaba buscando a alguien a quien culpar por todas las desgracias.
Y ahí estaba preparándose para gritar - Joséééé...- cuando miró para arriba y la vio.
Una longaniza perfecta, colgada muy oronda, desafiando al destino.
Y así aprendió que la mayor parte de los terrores son cosa de la mente.
Repentinamente el apestoso olor a pata se había transformado en la feliz expectativa de una picada espectacular, con aceitunas verdes y hasta un vinito.
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