No fue toda la vida Don Antónimo.
De joven se lo conocía como Antónimo nomas.
Dicen que el sobrenombre se lo puso el periodista del pueblo, Dellatorre, quizá lo más culto que hubo por la zona en materia del cuarto poder.
Era escritor el hombre, es decir el periodista, y por aquellos años no era un dato menor.
Antónimo era el dueño de la librería y vendía además de los diarios de la Capital y las revistas de moda, uno que otro libro de vaqueros y por supuesto el periódico local.
La cuestión es que estas dos profesiones que giraban de algún modo alrededor de la tinta y el papel fueron uniendo a Don Antónimo y a Dellatorre que se tomaron la costumbre de juntarse en la imprenta para comentar las cosas del por allí. Durante uno de esos encuentros el periodista le enchufó el sobrenombre.
Es que no había cosa a la que Federico (que ese era su nombre de nacimiento) no se opusiese.
Si el intendente asfaltaba la calle del cementerio arrancaba conque antes tendría que haber pensado en el hospital que la gente se enfermaba antes de morirse.
Que si pintaban el monumento a la madre que más vale hubiera pulido el monumento del general que de tan verde ya parecía una alegoría a la primavera.
Que si la directora de la Escuela 1 organizaba una quermese para juntar fondos más vale que se hubiera acordado de preparar un kiosco para la sociedad rural que no había ni un solo puesto de choripán.
Dellatorre lo chuceaba con las primicias y se preparaba para el retruque medio muerto de risa por anticipado.
Cuando le puso Antónimo el sobrenombre fue todo un éxito. Y eso que el propio Dellatorre era viento en contra como el que más. Pero el pobre Antónimo, quizá por menos chinchudo se hizo del sobrenombre para siempre.
Tan exitoso fue el éxito del apodo que con el tiempo todos se olvidaron que se llamaba Federico.
Cuando se casó el cura tuvo que escribirse el nombre en un papelito, y la verdad es que estuvo bien nervioso, pero más que por el nombre fue por el miedo a que Antónimo, por contradecir nomás, dijera que no quería casarse y mucho menos por tanto tiempo.
Cuando se fue haciendo viejo no perdió el hábito de andar llevándole la contra a todo el mundo y si la librería siguió siendo un éxito fue porque siempre tenía lo mejor de lo mejor y porque no dejaba de ser muy pintoresca esa manía suya de discutir cuanta cosa se le ocurriera.
Cuando se murió Dellatorre la gente del pueblo le quiso poner un lindo epitafio porque había sido medio periodista y medio poeta y escritor de epitafios memorables.
El había sido el que había puesto en la tumba del tío tatarabuelo Andrés Mariotto "Trabajo y bondad. La eternidad fue su primer domingo".
De puro agradecidos nosotros también queríamos inventarle un epitafio a la tumba del periodista poeta. Pero a nadie se le ocurría nada.
Así que quedó en blanco el mármol de la tumba, apenas con el nombre y la fecha de nacimiento y de partida.
Hasta el día que el propio Don Antónimo fue a parar al cementerio.
Se había reservado un terrenito al lado del amigo, y en la tumba de Dellatorre había hecho escribir por el escultor del pueblo "Aquí está Dellatorre /con Don Antónimo al lado/en vida fueron amigos /por ser los dos mal llevados/ ahora ya no discuten/ la muerte les ha ganado/y yacen codo con codo/eternamente callados"
La viudas de los dos se encuentran de tarde en tarde frente a las tumbas.
Suelen sentarse en las lápidas de granito reluciente y se ponen a hablar de los dos maridos..
El mármol siempre está caliente porque el sol les da todo el tiempo.
soy tu fan...no puedo parar de leer!
ResponderEliminarRecién ve
Eliminaro tu comentario. Mil gracias, que lo diga la creadora de Petruja no es menor.