domingo, 1 de marzo de 2015

Agua dulce, agua salada.

La merluza tenía claro, pero clarísimo, que ella era pez de agua salada. 
Pero vivía en el arroyo que pasaba por atrás de la casa del tío José.  
Y cuando el tío José se fue del campo ella siguió viviendo en el arroyo, aunque mucho más triste, porque se había acostumbrado a verlo pasar, cada día más alto y más hombre, de la casa al galpón y del galpón a la casa, hasta que se hizo tan hombre que se fue. 
Y allí se quedó la merluza, en el arroyo, a pesar de ser pez de agua salada. 
Al principio, pensaba que el tío José iba a volver, pero nunca pudo volver.  Pero esa es otra historia. 

Bueno, volviendo a la Merluza, ella era indudablemente pez de agua salada y vivía en un arroyito de agua dulce, tributario del gran río Quequén, que desemboca vuelto una gran lengua  que entra mansa en el enorme océano del sur. 
Vivir en un arroyo pampa le  trajo innumerables problemas de adaptación, porque ella, pobre, siempre se sintió culpable de no ser pez de agua dulce. 
Porque así es la vida, le dijo la Mojarra, los que no se adaptan, en el fondo  de su corazón, viven culpándose de lo que no pueden ser. 
La Mojarra había empezado como bruja en el Arroyo, pero cuando la Universidad se instaló en Quequén empezó a cursar psicología y cuando volvió al Arroyo, hecha toda una licenciada, ya no hubo pez que quedara sin psicoanalizar.  
Tenía dos servicios, el pago y el gratuito.  El gratuito tenía unos horarios medio raros, pero si uno era de trasnochar, podía agarrar tranquilo el de las seis de la mañana, eso sí, con el riesgo de quedarse dormido en medio de una sesión interesante. 
La Merluza prefería pagar e ir a la tardecita al consultorio propiamente dicho, y recostarse en un sofa de limo blando y usar los pañuelitos de alga que la Mojarra disponía en una mesita baja, hecha con un tronco que una tormenta pampa clavó en el fondo del arroyo.


La Mojarra, como buena psicóloga, la dejaba hablar largo y tendido, y de ese modo la merluza le contó que habían pasado muchos años hasta que al fin se dio perfectísima cuenta de que su medio natural no era el arroyo
-  Pero claro - dijo  la merluza-  eso no justifica que no haya sido capaz de adaptarme. 
La Mojarra entonces la miró con cara de psicólogo (ojos grandes, aleta cruzada y con leve movimiento) y le dijo 
- ¿Y cómo piensa Ud. que es alguien adaptado a su medio?.  
- Y bueno, alguien que no dice siempre lo que quiere.
Y ahí nomás la Mojarra le contestó 
- ¿Y qué cosa no hay que decir?
- Lo que se piensa. Lo que se piensa no puede ser dicho, eso creo.
-  Piense cosas que se puedan decir - le contestó la Mojarra. 
Y ahí nomás se terminó el tratamiento porque la Merluza era una rebelde y se negaba a pensar por  catálogo.  
La merluza se levantaba cada mañana, y lo primero que hacía era entrenarse.  Entrenarse para tratar con los peces de agua dulce. 
Se hacía unas gárgaras de agua dulce en primer lugar (cosa fácil, porque sólo tenía que abrir la boca)  y luego pensaba cosas positivas respecto al arroyo, el modo en que la corriente conservaba suave y blando el fango del fondo, la gracia conque la pequeña caída de agua volvía borrosa la visión, y así cosa tras cosa.  Porque lo que no quería la merluza es que se le escaparan los pensamientos sin procesar.
Pero ni entrenándose para pensar en positivo pasaba por adaptada. 
Es que muchos pensaban que era una boluda alegre cuando decía tantas positividades. 
Y eso cuando no  le chiflaba el moño y largaba unas cuantas verdades.  
No daba pie con bola la pobre Merluza a la hora de hacerse querer. 
Sin embargo, había algunos a los que, casi secretamente, les resultaba encantadora. 
Qué pena que nadie le decía que era una Merluza de lo más interesante.
Algún que otro bagre no podía dejar de sonreir cuando comentaba algo de la corriente del día y había unas cuantas ranas que querían tenerla como amiga.  Y ni hablar de las mojarritas transparentes, a ellas les encantaba sentarse a su mesa cuando coincidían en alguna fiesta del arroyo.
Pero nadie se molestaba en decirle que era muy estimada y la pobre Merluza sufría por sentirse grandota, desubicada y en fin, pez de agua salada. 
Por eso nunca dejó de sentirse desubicada en agua dulce. 
Un día descubrió que era un gran consuelo escribir cartas y mandarlas corriente abajo hasta el mar, para que luego, las otras corrientes, las que recorren orondas el océano, las llevaran a los lugares más remotos del agua grande. 
Eran cartas en las que les contaba a las ballenas francas su vida en el arroyo, pequeñas historias de juncos y de ranas. 
Eran cartas en las que les contaba a los tiburones el modo en que sonaba la lluvia sobre las piedras anchas de la orilla. 
Eran cartas dirigidas a las grandes tortugas del Pacífico en las que les contaba cómo era cabalgar con el tío José por el arroyo.
Así fue la Merluza haciéndose fama de artista y le fueron llegando otras historias para ser contadas.
Las traían los peones que trabajaban en los campos.  Las traían las vaquitas negras que asomaban su cara en el arroyo.  Las traían los mosquitos de vida breve y las lombrices largas de la tierra negra. 
La merluza un día vió llegar por el arroyo una montaña azul. 
Era una ballena enorme, una ballena cantora. 
Venía a pedirle un autógrafo, y a pedirle también que le escribiera una carta para contarle a los habitantes del agua salada qué difícil era vivir siendo ballena y queriendo ser pájaro. 
"Porque es así ", decía la historia que escribió la Merluza, "en el fondo todos somos peces de agua salada en agua dulce, o cetáceos con alma de pájaro, o de estrella, buscando siempre el modo de ser amados a pesar de ser nosotros mismos" y terminaba diciendo "Y porque es de verdad tan complicado,  la gran lección de la vida es aprender a no preocuparse tanto por uno mismo y, preocupándonos por los otros, señores míos, vamos a lograr que nos encuentren mientras estamos buscando"  











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