Cuando las brujas se reunían en el campo, desde el pueblo se veía una luz rara, como de incendio, pero de color casi verde.
Decían que en los aquelarres se festejaba la esperanza, que es colorida como colorida es la primavera, y que por eso en las fogatas las brujas quemaban todo tipo de yuyos secos que producían llamas de colores.
Generalmente se reunían en verano, cuando el calor es tan intenso que las ranas extenuadas cantan pidiendo aire.
Los chicos nos quedábamos todos juntos, en el porche de la casa, con los pies mojados en charcos de agua que formábamos sobre las baldosas amarillas y rojas que el abuelo había puesto con esmero de ajedrecista.
Contábamos cuentos de aparecidos, de luz mala, de jinete sin cabeza y de lloronas, y por supuesto, cómo no, el cuento de la chica que vivía en el cementerio y salía a enamorar jóvenes que nunca volvían a encontrarla.
Este era una historia fabulosa. Un chico que volvía de un baile acompañando a una chica y le prestaba un saco porque hacía frío. Nunca volvía a verla. Pero el saco aparecía doblado (pulcramente claro) sobre la tumba de una chica muerta años atrás. Hermoso y escalosfriante.
Era un cuento de noche de verano.
Y sentados ahí, en el porche, con el campo de maíz ondulante flotando en la noche a nuestro alrededor, veíamos las luces del aquelarre. Verdes casi siempre pero a veces poderosamente anaranjadas.
Muy entrada la noche, cuando ya los grandes bajaban la voz para la charlas secretas, las veíamos irse. Figuritas aéreas, montadas en sus escobas poderosas, volando casi siempre hacia el Norte, hacia Europa, porque ellas viven en países antiguos donde pasan inadvertidas.
Así era. Y en las noches de aquelarre a veces nos permitían a los chicos tomar sidra, que en esta tierra baja es el jugo más dulce de las manzanas dulces.
Este verano, cuando el calor canse a todo el bicherío, ranas y arañas incluidas, creo que voy a salir de aquelarre
Generalmente se reunían en verano, cuando el calor es tan intenso que las ranas extenuadas cantan pidiendo aire.
Los chicos nos quedábamos todos juntos, en el porche de la casa, con los pies mojados en charcos de agua que formábamos sobre las baldosas amarillas y rojas que el abuelo había puesto con esmero de ajedrecista.
Contábamos cuentos de aparecidos, de luz mala, de jinete sin cabeza y de lloronas, y por supuesto, cómo no, el cuento de la chica que vivía en el cementerio y salía a enamorar jóvenes que nunca volvían a encontrarla.
Este era una historia fabulosa. Un chico que volvía de un baile acompañando a una chica y le prestaba un saco porque hacía frío. Nunca volvía a verla. Pero el saco aparecía doblado (pulcramente claro) sobre la tumba de una chica muerta años atrás. Hermoso y escalosfriante.
Era un cuento de noche de verano.
Y sentados ahí, en el porche, con el campo de maíz ondulante flotando en la noche a nuestro alrededor, veíamos las luces del aquelarre. Verdes casi siempre pero a veces poderosamente anaranjadas.
Muy entrada la noche, cuando ya los grandes bajaban la voz para la charlas secretas, las veíamos irse. Figuritas aéreas, montadas en sus escobas poderosas, volando casi siempre hacia el Norte, hacia Europa, porque ellas viven en países antiguos donde pasan inadvertidas.
Así era. Y en las noches de aquelarre a veces nos permitían a los chicos tomar sidra, que en esta tierra baja es el jugo más dulce de las manzanas dulces.
Este verano, cuando el calor canse a todo el bicherío, ranas y arañas incluidas, creo que voy a salir de aquelarre
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