Cuando tenía siete la abuela nos hizo una carpa.
No se si nos habrá querido tratar de indios sublevados o si fue una idea para mantenernos a todos amontonados jugando a Toro Sentado.
La armamos arriba de un montón de arena que había sobrado de la construcción de la pileta.
Graciela hizo en la entrada de la carpa un busto de Sarmiento. No me acuerdo si quiso de entrada que fuera de Sarmiento o la escultura empezó siendo el abuelo Pedro y cuando no le salieron los anteojos la acomodó para el lado del homenaje al maestro. Para mi que fue así, casi seguro.
Me acuerdo que pasábamos media tarde en el agua y la otra mitad cocinándonos adentro de la carpa que, eso sí, habíamos colocado estratégicamente abajo de un sauce.
Y como buenos pánfilos cada verano muchos años después seguíamos armando la carpa abajo del sauce, aunque el montón de arena hubiese desaparecido y Graciela ya no estuviera allí para hacer el busto de Sarmiento.
Y la carpa fue el mejor lugar para jugar por un buen tiempo, pero ese primer verano fue aquel en que dejamos a los más chiquitos en la carpa y desaparecieron.
Me acuerdo que fue una tarde de calor calor, de esas tardes en que el aire se va calentando por capas y bailotea adelante de los ojos dibujando espejismos en las calles de tierra.
Habíamos estado en la pileta jugando a juntar hojas de sauce, juego inventado por los grandes para que limpiáramos la pileta.
Hacíamos piloncitos en el borde y ganaba el que juntaba más. Otra muestra de lo pánfilos que éramos.
Cuando salimos amontonamos a los tres indios chicos dentro de la carpa, en parte para que no molestaran y en parte para que durmieran la siesta a la sombra.
Nosotras, muy señoritas, nos pusimos a tomar sol despatarradas en las reposeras. Marcelo se habrá quedado por ahí, haciendo alguna de esas cosas que a los chicos les gusta hacer.
No sospechamos nada del silencio que había en la carpa. Tal vez porque era un placer que los tres alborotadores estuvieran callados por un rato. Ana y Vero hinchaban un poco pero por aquellos días Alejandro era más incómodo que un puercoespín, en especial porque se le había dado por andar escupiendo a diestra y siniestra.
Debimos haber sospechado.
Cuando la tía llamó a Alejandro para tomar el Nesquick fuimos a buscarlos.
Y no los encontramos. La carpa estaba vacía.
La tía empezó a gritar y uno por uno nos metimos en la carpa para revisar los rincones, que como se sabe, en una carpa de indios son muy limitados.
Pero parece que era una obligación entrar y ratificar que no estaban.
Así desfilamos todos. La tía, mamá, el tío, Graciela, Marcelo, Cecilia y yo. Y papá y el abuelo y la abuela por supuesto. Claudia no entró porque declaró que estaba muy ocupada leyendo.
Lógicamente los desaparecidos por arte de magia no aparecieron. Tal vez es que no sabíamos que contramagia aplicar.
Parece que llamarlos a los gritos no funcionaba.
Llamar a la policía era un poco ridículo porque los muy tres habían desaparecido allí nomás adelante de nuestras narices, como quien dice.
Mamá lloraba sentada en una reposera, con las lágrimas resbalando por las mejillas y corriendo por debajo de los anteojos que insistían en correr también para abajo, como las lágrimas.
Es que mamá sabía de esas magias que se llevaban a los niños a mundos distintos y lejanos, a veces casi inalcanzables.
Papá le decía que no fuera pavota, que no podía ser que se los hubiera tragado la tierra, y entonces mamá lloraba más.
Y ahí nomás el abuelo trajo una pala y se puso a hacer un pozo adentro de la carpa.
Pero al poco de cavar resultó evidente que por el lado de los túneles no andaba el misterio. Allí no había nada.
- Bueno, nada que hacer - dijo el tío- mejor nos quedamos tranquilos y a esperar, ya van a aparecer.
Papá dijo - Bueno, a otra cosa mariposa...- y dio media vuelta, y salió, apuradón, como siempre hacía él.
Y todos nos quedamos mirándolo, porque salió para el lado de la parrilla a acomodar la leña y el carbón
- Este hombre es un poco bruto - dijo mami - desaparecen los tres nenes y él se pone a cocinar lo más campante.
Y así, mientras nosotros, los chicos, revisábamos el trigal, íbamos al almacén de la esquina y recorríamos los perales mirando para arriba, papá se limitaba a acomodar el asado y los chorizos sobre la parrilla.
Los grandes fueron en auto por los caminos de alrededor y hasta el pueblo, por las dudas. Y papá bajaba la parrilla acercándola a las brasas.
Se hicieron las tantas de la tarde y llegó la nochecita para quedarse.
Y ahí estábamos todos, cansados de buscar, pero entrando y saliendo de la carpa todavía, cuando desde la parrilla empezó a salir un olor a asado que te la voglio dire.
Ese olorcito inigualable de domingo, de bienestar, de buenas épocas.
Papá acomodaba los panes para tostarlos un poquito y ahí estábamos todos mirando la parrilla con un poco de cargo de conciencia.
Los tres monstruitos desaparecidos y no podíamos despegar los ojos de los chorizos mientras se nos hacía agua la boca, medio atormentados por nuestra espantosa humanidad.
...Y así estaba la cosa cuando escuchamos un griterío en la carpa, un bochinche como de gatos en una bolsa...y aparecieron los tres.
Muy orondos.
Verónica salió la primera, trayendo a Ana de la mano, que nos miró encantada. Al final salió Alejandro todo alborotado.
Venían los tres olisqueando el aire como tres cachorros.
- Yo dije que iban a aparecer - dijo papá - muy orgulloso de su contramagia.
Alejandro exigió un choripán, y mientras las mamás no sabían si abrazar o darle un chirlo a sus cachorros, el abuelo agarró una varilla de sauce y les dió en las patitas a Vero y Alejandro por andar haciendo magia por ahí.
Ana se salvó porque siempre se salvaba, pero cuando esa noche mamá me hizo bañarla yo no le pude sacar, por más esponja y jabón que usé, una especie de pátina dorada que se le había pegado por todas partes, señal indudable de que había sido participe necesaria de la brujería.
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