Era también el recuerdo de la verdadera Soledad.
Se acercaba, digna y victoriosa con sus 200 kilos a cuestas y se restregaba en las piernas de Carlos como si fuera un cachorrito- Y entonces había que acariciarla, porque era como que estaba exigiendo una contundente caricia de hombre a chanchita.
Había quedado guacha, solita tras una mala parición. Y Carlos, el papá del tío José, que en esos tiempos se sentía también muy solo y triste, y también un poco extraviado allí en medio de la Pampa, la adoptó. Y le puso por nombre Soledad.
Así es que Soledad pasó a formar parte del árbol de memoria de la familia. Porque se juntaron dos tristezas para hacerse compañía y achicar la melancolía que cae sobre las cosas en el campo, al atardecer.
Vivió una larga vida, plena de pariciones. Porque nadie pudo volverla jamón en una carneada. Hubiera sido imposible comerse a Soledad.
Cuando la vida empujó a la familia para el pueblo, ella se quedó en lo del Vasco Sarasola. Y lo metió en cuanto lío pudo con el vecino, porque le encantaba pasar el alambre y hacerle desastres en el sembrado.
El vasco nunca se quejó de daños ni de gastos. Así es el vasco Sarasola. Un amigo de los de antes, de los que entienden lo esencial.
Y allí se quedó Soledad.
Y no importaba el paso de los años, bastaba con gritar bien alto “Soledad” para que ella apareciera con su trotecito corto, vendaval atropellado, buscando unas caricias.
Y se murió de vieja nomás. Pero su nombre quedo grabado en el árbol de memoria que sostiene la historia del tío José, y ahora nuestra historia.
Por eso, cuando se acerca la melancolía de la tarde, la tristeza del atardecer, el crepúsculo lento de la vida, bastará con gritar bien fuerte ¡Soledad! y si te esmeraste en regalar muchas caricias es posible, sólo posible, que una sombra, un desenfadado vendaval, se te acerque y se refriegue en tus pantorrillas para achicar la tristeza que el ocaso nos trae.
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