- Los antojos son cosa peligrosa- decía Ña María mientras le daba a la bomba y nos servía grandes tazas de agua fresca, salida de donde la tierra la esconde.
- Si a uno se le antoja una frutilla en pleno embarazo, ahí nomás hay que tocarse el traste, cosa que si queda la foto del antojo en el bebé, sea en el lugar donde no da el sol.
- Ése es el secreto- Decía Ña María - Agarrarse la manía de tocarse el traste es muy sano con esta cuestión de los antojos, porque así el bebé sale lisito y precioso.
- Claro - pensaba yo - mi mamá no tendría antojos porque no tengo ni frutillas ni otras marcas ni en la frente, ni en la nariz ni el traste.
- Mi mamá es una persona muy prudente - pensaba yo.- Muy propio de mi mamá no andar deseando.
Lo que no sabía por esa época es que mi mamá sí había deseado cosas, cosas de ser feliz nomás, cosas para el alma.
Y así quedé yo, con un alma medio tristona, un alma con unas manchitas como moretones chiquitos, como de golpecitos contra las incomodidades de la vida.
Porque cuando a mi mamá se le aparecía el antojo de ser feliz se ve que le venían también las tristezas, y se ve que se las guardaba adentro para no andar desparramándolas, porque así de prudente es mi mamá.
Y adentro estaba yo.
Por eso ando siempre triste yo.
Porque a mi mamá se le antojaban cosas de esas que se desean para el alma, y como no hay donde tocarse para que los deseos del alma no dejen marcas, yo, que era un bebé placentario en esa época, me quedé con los antojos de una vida más amable y un alma más machucada que lo normal.
-Así son los antojos- dijo Ña María- Dejan marcas. Y le daba a la bomba de la escuela, salida de donde la tierra la esconde.
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