domingo, 30 de septiembre de 2012

Pocas pulgas

Pocas pulgas era el perrito faldero de la profesora de letras.
Los chicos le habían puesto Pocas Pulgas porque al pobre lo bañaban más seguido que a hijo único. 
Encima la profesora le había puesto un moño rosa que el pobre lucía con dignidad pese a las cargadas del resto del perrerío.
Pocas Pulgas era un perrito demasiado acicalado y por si fuera la profe le decía Pupi, cosa que odiaba con todo su corazón de perro alfa.
El pobre Pocas Pulgas andaba de acá para allá, de escuela en escuela, muy de acompañante en el auto cola corta.
A veces lo dejaba en el auto entre clase y clase, con la ventanilla un poquito abierta para que  corriera aire y el pobre esperaba pacientemente,  muy de cogote parado miranda para afuera. Eso hasta que venían los perros callejeros a darle vueltas alrededor, matándose de risa por lo ridículo que quedaba con ese moño gigante más propio de un regalo de bazar que de un can en toda regla.
Lo que más enorgullecía a Pocas Pulgas era su prosapia.
Era hijo,  nieto y bisnieto  de perro callejero por parte de padre y por parte de madre tenía documento hasta  la quinta generación por lo menos.
Eso le había dado una elegancia propia de los corredores y por otra parte ese laissez faire, laissez passer propio de las clases altas.
Era bien consciente de que esa doble prosapia lo colocaba en la cumbre misma de la pirámide social perruna y aunque no pudiera digerir bien la cuestión del moño se bancaba las cargadas como un duque por una sola razón: por amor.
Es que Pocas Pulgas quería de verdad a la profesora de letras.  La quería por infinidad de razones entre las que no estaban precisamente esa manía de bañarlo día por medio, cosa que odiaba porque afectaba seriamente su pudor.
La quería en particular  porque su corazón de varón de bien le indicaba que esa dama prematuramente envejecida se andaba olvidando de vivir por querer enseñar poemas viejos y maneras de decir.
Por eso decidió que era hora de cambiar las cosas y un día, cuando la profesora de letras abrió el auto para meter una pila de carpetas y libros en el asiento de atrás, tomó impulso y se escapó.
Los chicos ayudamos poniendo carteles por el pueblo.  Responde al nombre de Pupi, decían los carteles, pero hubiera sido imposible reconocerlo después de cuatro días de vagar por ahí, ya que el moño, rosa y bien plantado en el cartel era a los pocos días un irreconocible colgajo en el cuello de Pocas Pulgas.
La profesora lo buscaba siempre que podía.  Andaba de acá para allá con el autito cola corta con la cabeza medio desenroscada de tanto andar mirando.  Se acostumbró a salir a horas impensadas para poder buscarlo tranquilamente sin que nadie pensara que estaba más loca que una cabra.
A veces salía a la hora en que no es tan de noche ni de día y llamaba Pupi, Pupi, con una voz que no alarmara porque quería llamarlo pero no asustar el vecindario.
También salía a caminar, primero una hora por día y más adelante hasta dos, y ahí se la veía, caminando a horas diversas por el pueblo.
Para la primavera ya había perdido unos cuantos kilos y desde las obras en construcción le caían los piropos como avioncitos de papel llenos de mensajes alentadores.
La manía de los libros no la había perdido así que andaba siempre con uno en la mano y cuando llegaba al parque de las Aguas Corrientes o a alguna plaza se sentaba de piernas cruzadas, porque ahora podía cruzar las piernas, a leer.
Así un día en Plaza Falucho conoció a su actual novio y prometido.  Un señor con tres hijos más malos que la peste.
Pocas Pulgas se había tomado la costumbre de vigilarla desde lejos, más para cuidarla que para otra cosa, por eso, cuando llegó a la conclusión de que el noviazgo ya estaba consolidado y no había vuelta atrás, un día se le apareció en la puerta, oloroso y decididamente varonil.
Ahora son una feliz familia de seis.
Ha vuelto a bañarse día por medio porque a decir verdad un perro que se precie de pertenecer sabe que las pulgas no son buena compañia.
Los chicos le compraron un collar de cuero con tachas y dejó oficialmente de ser Pupi, ahora lo llaman P.P. 

martes, 11 de septiembre de 2012

El cocorito

Y además de Uñaqui nos salió Cocorito.  Re cocorito  en realidad.
Porque como buen latinoamericano no se conforma con algo menos que re.
Vaya a saber por qué.
Tiene  pose natural de matoncito, cosa que demostró ni bien pudo pararse sobre dos las dos patas flacas que   Dios le dió.
Y ni que hablar cuando se arrodilla  y una vez en esa pose estira una patita como si fuera lo más cómodo del mundo quedarse haciendo nada tirado por el piso, pata para el costado y mirada desafiante como diciendo - - A ver, vení, vení si te animás.
Me pregunto cómo será dentro de algunos años y espero que siga siendo un poco Cocorito porque así me gusta a mi.  Cocorito y más lleno de risa que un cascabel.



Lunapedrera

En Lunapedrera había una zapateria en la que vendían solamente zapatos plateados.
Y como era la única zapateria de Lunapedrera todos en el pueblo todos usábamos zapatos color plata. 
Tanto nos acostumbramos que terminamos por olvidarnos que había otros colores con los que andar caminando. 
Un día vino un periodista y un fotógrafo y salimos en las revistas y en la tv y todos se rieron de nuestros zapatos y de nuestros pies. 
Y vino un comerciante de la ciudad y puso una zapatería y entonces tuvimos zapatos y zapatillas de todos los colores. 
Y así fue que la gente de Lunapedrera dejó de usar zapatos plateados. 
El problema es que ahora todos hemos olvidado el camino.  Antes bastaba con seguir la leve huella de plata para llegar hasta la sombra de la luna y desde allí era sólo cuestión de dejarse llevar. 
A veces me pongo mis zapatos plateados y salgo a caminar por Lunapedrera.   Paso por la zapatería y miro la vidriera vacía.  Miro la calle y espero encontrar el rastro plateado de los otros pies.  No lo encuentro y se me da por llorar.  Es que hemos perdido hasta la luna por esa manía de querer ser tan diferentes que ni los zapatos iguales quisimos tener. 

domingo, 2 de septiembre de 2012

La peliculita

La cámara avanza por una vereda.
La vereda está prolija y aunque el pasto escasea hay parches muy verdes.
La cámara muestra los árboles como si quien camina por la vereda los estuviese  mirando.
La cámara mira el tunel de árboles verdes y entre las ramas se ve un cielo azul celeste.
La cámara baja y muestra a un grupo de personas que caminan despacio.
Por la vereda avanza la abuela Ethel con Vero y Ana.  Vero va empujando un carrito rojo con dos bebés.  Uno rubio, otro castaño.
La cámara enfoca a la abuela Ethel bien de cerca y en ángulo.
La abuela Ethel camina despacio y Vero la agarra del brazo y le deja el carrito rojo a Ana.
Todos están sonriendo, riendo casi.   La cámara se eleva y enfoca hacia abajo y ahí está la tía Andrea sacando fotos para que todo sepan que Juan y Mateo estuvieron recorriendo la vereda de la casa de la abuela, en Saladillo.