jueves, 24 de noviembre de 2011

Agua que no has de beber átala a un palo

Siempre decía así mi amigo Oscar.
Agua que no has de beber átala a un palo.
Pocos han visto agua atada a un palo. Pero yo la vi.
Atadita y obediente, al lado de la casa del Zuñi.
El Zuñi, que era medio mago y medio sordo se llamaba en realidad Gervasio Emanuel Zuñiga, pero todos lo conocíamos como El Zuñi, pero eso sí,  cuando nos dirigíamos a él le decíamos Zuñi nomás. Porque así se hace.
Decía uno por ejemplo:
-El Zuñi hace semanas que no viene por el boliche.- Pero, cuando uno se lo encontraba se imponía un protocolar  -¿Qué tal, Don  Zuñi ? ¿Cómo anda usted?, ...hace mucho que no lo vemos por el boliche.
El Zuñi tenía su casa, su lagunita, dos caballos criollos y cinco o seis perros.  Y su ganado, claro que sí.
Nos reíamos porque decíamos que era más devoto de sus perros que de la Virgencita de Luján, aunque la tuviera siempre ahí, en primer plano.
Decíamos que más bien la que era devota de la Virgen de Luján era la Zuñi, es decir la mujer del Zuñi, que así la llamábamos.
Ella era devota al máximo de la virgencita enyesada. Le encomendaba cuanta cosa se le ocurría. Si ponía una torta al horno ahí nomás decía:
-Te encomiendo esta tortita, virgencita de Luján. Que salga tierna y muy rica.
Si había tormenta eléctrica ponía a la virgencita mirando para afuera y le decía:
-Te encomiendo virgencita a Gervasio Emanuel y a todos los otros animalitos de Dios.
Y Gervasio Emanuel no se ofendía por esta igualación con el resto de la fauna local porque  él era un  enamorado del bicherío y que su mujer lo metiera en la misma bolsa que a perros y a vacas le parecía una cosa de lo más natural.
Lo de las artes mágicas del Zuñi vino a tomar estado público cuando hizo  la laguna  que ahora llamamos La Lagunita del Palo.
El Zuñi andaba alunado por esa época. Alunadísimo. Había sido un año de seca. Una seca como no se recordaba en la zona.Una seca cruel por culpa de la cual andábamos todos de la cuarta al pértigo. Los animales estaban que daban pena, puro pellejo, buscando pasto y caminado por las aguadas secas. Había que  preocuparse por mantener los bebederos llenos y andar todo el día ajetreando para que el  ganado  no se viniera abajo. Unas tormentas secas, todo rayo y trueno, partían el cielo y la virgencita de Luján se la pasó todo el verano mirando para afuera por la ventana del rancho, con la encomienda de traer lluvia y cuidar el monte.
La cosecha era un fracaso, con unos trigos flacos y petisos como hacía rato no se veían.
Esa mañana el Zuñi se levantó distinto. Meditabundo. Es que había tenido un  sueño, contó después. Un sueño bien raro.
Se afeitó en el patio, que no hay mejor lugar cuando uno quiere afeitarse la pelusa.
Esmeralda, que era el nombre de la Zuñi para andar por  la casa, parloteaba que daba gusto. Pero el Zuñi, que era  medio sordo de los dos oídos,  pero sordo del todo del oído derecho, le apuntaba con esa oreja y se concentraba para rescatar los detalles del sueño antes de que se le perdieran para siempre.
Esmeralda iba y venía con el mate dulce, que dulce lo cebaba a la mañana, y le empujaba al borde del plato los cuadraditos de torta azucarada como para dejar constancia de que eran para él.
Ella ya se había el despachado el resto de la torta porque, si él era lento para comer, ella era ansiosa.
El Zuñi se puso las bombachas de trabajo, lavadas y planchadas como sólo su mujer sabía hacerlo. Duritas de plancha  y con ese olor a jabón blanco que era un olor que había que conocer para saber que era olor a limpio.
Se puso una camisa de cuadrillé amarillo. Prolijita. Quería aprestarse para la ocasión, pero no ameritaba vestirse como para ir al pueblo. Sí creía conveniente acicalarse, como para cumplirle al sueño.
Con una hachuela afilada se fue al monte y se trajo un palo largo y firme, restos de un eucaliptus que había partido en dos un rayo. La mitad del árbol había sobrevivido y los retoños estaban empenachando la cicatriz oscura, pero la otra parte, vencida por la quemazón, se había rendido para un costado y de ahí sacó el Zuñi el palo endurecido a fuego, algo que le había llamado la atención hacía unos días.
Mientras se tomaba otros mates le afiló la punta al palo, mientras la Zuñi, Esmeralda, le decía:
-Tené cuidado con las manos Emanuel, que siempre fuiste medio inútil vos.
Ni una vez le preguntó para qué quería el palo, tal vez porque estaba acostumbrada a sus rarezas o tal vez porque estaba más acostumbrara a que de tan sordo nunca le contestara,  y no tenía ganas de andar gritando para preguntarle.  Apenas si le daba la voluntad para hacerle escuchar que no se cortara un dedo, pero hasta ahí nomás le llegaban las ganas.
Cuando la punta del palo estuvo bien afilada lo puso al lado de la ventana y  entró y puso a la virgen apuntando bien derecho como mirándolo.
Del cajón de Esmeralda se trajo la cinta rosada de un camisón floreado.
Cuando ella vió la cinta ya era tarde.  Ya la había cortado en dos pedazos y había dos lazos rosados atados bien fuerte al palo negro. La virgen vigilaba la maniobra.
Lo que se le complicó fue encontrar una cinta argentina. Se acordaba que había unas escarapelas en el costurero pero eran cortitas y  tuvo que pedirle ayuda a Esmeralda y soportar la perorata. Que el camisón era el bueno, por si se enfermaba, que para qué hacerle esa achuría, y alguna otra cosa que no pudo escuchar porque ella se olvidaba de despotricar apuntando a la oreja izquierda.
Al final, la cinta argentina salió de una camisa vieja, a rayas blancas y azules,  pero que estaba celeste y blanca de puro vieja y lavada nomás.
- La iba a usar como trapo -dijo Esmeralda- qué mas da.- Y le cortó tres tiras largas de la espalda de modo que salieron unas lindas cintas argentinas, que él ató al palo, con muchos nudos prolijos.
Y así quedó el palo, decorado con una cinta argentina, una rosa, otra argentina, otra rosa, y otra argentina al final.
Lo dejó apoyado al lado de la ventana, la virgen mirando fijo para el lado del palo.
Él se se fue a revolver al galponcito, buscando una maza que sabía que estaba pero que no usaba nunca.
Después desapareció y cuando Esmeralda tuvo listo el asado de cordero  y estaba por empezar a los gritos para llamarlo, se apareció todo sudado y metió la cabeza abajo de la bomba.
Cuando se sentó a la mesa era otro, pensó la Zuñi, se le había pasado la luna que ya llevaba como mes y medio sin aflojarle un día.
Comentó unas travesuras del cuatroojos, el perrito con dos manchas en la frente que era su preferido porque había aparecido el día que la hija se le fue a vivir al pueblo.
El vino lo tomó aguado, como siempre, con mucho hielo.
A la tardecita agarró el palo y rumbeó para el bajo.
Esmeralda lo vió caminar derechito hacia el atardecer.  Parecía una figurita de indio recortado contra la luz anaranjada, con ese palo que parecía lanza, todo decorado.
Se las arregló para clavar el palo en la tierra pero tuvo que cinchar como un loco.
Subido a un tronco le daba con la maza y  lo fue clavando hasta que las cintas le quedaron más o menos a metro y medio del piso.
Ahí paró y descansó.
Dio unas vueltas, medio alrededor del palo, medio yendo y viniendo por la hondonada, mirando el suelo, como buscando cositas.
La única que puede contarlo es la Zuñi, pero tampoco puede contar mucho porque se aburrió de mirarlo y se fue a descolgar la ropa del cordel. De paso le dio de comer a las gallinas y les volvió a poner agua porque, con esos calores, más vale que sobrara.
Por eso no vio volver al marido. Pero contó que le llamó la atención que del pajonal del bajo salían corriendo unas liebres y que unas perdices levantaron vuelo, y lo que más le llamó la atención fue el retumbar de un tucu tucu en los límites del patio, cosa que no escuchaba desde hacía años.
Cuando esa noche la hija los llamó al celular, Esmeralda le contó que estaba lloviendo, gracias a Dios.
-Sin rayos y sin truenos- agregó.
La hija le dijo:
-Pero qué  raro, mamá , si acá en el pueblo no llueve.
-Acá sí - le dijo la madre- una lluvia mansa pero que no se termina nunca, como si lloviera de día.
-Qué raro -dijo la hija- la verdad.
Y Esmeralda dijo que, pensándolo bien, era bien raro que en la radio no dijeran nada, en especial porque con el asunto de la seca caía medio milímetro y espaventaban por cien.
-Sí, es bien raro.
Cuando el sol despuntó, Gervasio Emanuel Zuñiga, el Zuñi, ya estaba de pie y le llevaba a su mujer un mate dulce, como sabía que a ella le gustaba a la mañana.
Ella se asombró de verlo tan cariñoso, porque pese a que siempre había sido un hombre bueno, eso de llevarle un mate a la cama era un acontecimiento.
La apuró a vestirse y desde la galería de la casa la llamaba.
Cuando ella salió y vio la laguna, tan bonita y tan brillante, con las vaquitas a la orilla y hasta una garza rampante rielando sobre el agua , casi se desmayó.
Decí que ahí estaba Emanuel, para atajarla. La agarró como cuando jóvenes, bien abrazada, pegándola al   costado, como de novios.  Le apoyó la pera en la cabeza y mirando la laguna azul por entre los pelos canosos de la mujer querida  le dijo.
-Ahí te até el agua, con la cinta de tu camisón y la cinta de la patria, con las cinchas del corazón, como me dijo ella, la virgencita enyesada.
Y de ahí, creo yo, vendrá el dicho que Oscar decía:  Agua que no has de beber, átala a un palo.
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domingo, 20 de noviembre de 2011

Negro el once

Y yo soñaba que el señor de la punta decía -Negro el once.
Me habían dado las fichas salmón y las había puesto alrededor del once, en el cuadro con el diecinueve y al final, emocionada, había puesto una fichita en el negro el once.
Y el señor de la punta dijo -Negro el once.
Y José me decía -Bien Gordi, la pegaste.-  Y me daba unas palmadas en la espalda y me dejaba turulata de cariño.
-Negro el once
-Negro el once
-Negro el once
Por eso fui al casino, porque había estado soñando toda la noche con el negro el once y cada vez José venía y me daba unas palmadas en la espalda y me decía -Bien, gordi, bien, pegaste un pleno.
-El once es mi número -decía mamá en el sueño. Y papá ponía cinco fichas en el once porque era el número de mamá y el señor de la punta decía -¡Cero! -y pasaba el rastrillito, y papá, con el pelo blanco y la cara más blanca que el pelo ponía la última ficha otra vez en el once y se daba vuelta para no mirar, se iba hasta tres mesas más allá y volvía.  Y el señor de la punta decía -Rojo el treinta y seis. Y papá volvía y nos llevaba a todos a la rastra sin tocarnos, sin llamarnos, echándonos simplemente una mirada violeta, cortita y triste.
Pero el once era el número de mamá.

sábado, 19 de noviembre de 2011

Una historia triste: El último atún

Los lunes eran día de banco.
Y los martes, los miércoles, los jueves y los viernes.
Había tantos cheques voladores en su vida que en cualquier momento la Universidad le daba el título de ingeniero aeronáutico honoris causa.
Alfonsín era presidente y los bizcochitos de grasa costaban un Austral el cuarto. No había luz a partir de las 15 y el departamento estaba en el séptimo piso. Salía del trabajo a las 15, 30.
Pero lo importante era  ver el vaso medio lleno. Eso decían.
No está muerto quien pelea. Eso decían.
De esas épocas me acuerdo de cuando lo corrió el caballo un domingo que estaba repartiendo boletas en la otra punta de la ciudad. Era un caballo que se creía perro porque había sido criado como caballo guardián en una quinta de Camet, y cuando lo vio venir para dejar la boleta en la puerta lo empezó a correr, puro diente y patas, y lo llevó a mil como kilómetro y medio, hasta que al final se aburrió de correr, el muy maldito.
Prácticamente la pifió el día que se dio cuenta de que no había salida. Pero ese mismo día  lo conoció a Ramunno y fue como decían: un soplo de esperanza.
Ramunno le alquiló el departamento porque sí. Lo eligió de entre la parva de aspirantes a ojo nomás, y por eso pensó que en una de esas la suerte había pegado un viraje.
A Ramunno le respetó los alquileres al pelete. Ni un atraso. El viejo le había salvado la vida como salvan la vida los ángeles o los brujos. Lo había rescatado como quien rescata al gato más tullido de la canasta de gatos.
No está muerto quien pelea. Eso decían.
Y la fue peleando. La peleaba todos los días. Los lunes, los martes, los miércoles, los jueves y los viernes en el banco.
Sábados y domingos de caminata por los bordes de la ciudad, repartiendo boletas de a patacón por cuadra.
Es que la macana se la había mandado cuando quiso salvarse poniendo un negocito. Cuando se compró el kiosco y le pidió el préstamo al turco Julián. La piloteó como pudo casi un año. Cuando al turco los cheques le empezaron a rebotar como quien los tira contra un frontón, la cosa se puso fulera.
Un día un morocho acicalado se le apareció por el kiosco y arrasó con todos los puchos.
A la semana siguiente el mismo morocho de vaqueros de tiro bajo y botas negras bien lustradas se presentó y le explicó que no daba para más.
Cuando el morocho le rompió la rodilla con un fierro todavía se estaba riendo y  el tipo indignado por sus carcajadas le arruinó las costillas de un coscorrón. Era que, mientras le daba con el fierro, el morocho le decía que el turco lo había mandado a darle el últimoatún.