viernes, 20 de julio de 2018

Puma Locuaz

Puma Locuaz nació en León, Guanajuato, hijo de padre mexicano y de madre argentina.
Nació acompañado. Porque es mellizo de Pie Veloz.
Puma Locuaz sabe de palabras.  Sabe de palabras y metáforas porque nació con la habilidad de ponerle nombre a las cosas y a los hechos y hasta a los sentimientos de los otros.  Como si los viera dibujados sobre un papel, listos para ser descriptos con su precisión de diccionario.
Así es Puma Locuaz.
Pie Veloz en cambio nació para comprender al viento.  Quiere sentirlo en la cara, en los manos, en los brazos y en los pies.
Pie Veloz recorre los rincones, las alturas, las bajuras, todo y no puede estar quieto porque el viento se le escapa y no lo puede comprender. 
Pero de tanto insistir un día atrapará al viento.  Lo va a abrazar y lo va a empujar como una pelota.  Lo va a levantar, lo va a alzar y se lo va tomar entero.  Porque Pie Veloz es tan perseverante como certero es Puma Locuaz.
Son mis sobrinos.
Nietos y dignos herederos de Caballo Loco.  El abuelo que no conocieron pero que miraba con los ojos convencidos e ingenuos de Puma Locuaz y se afanaba por atrapar al viento,  como un día de estos lo va a atrapar Pie Veloz.


jueves, 19 de julio de 2018

Soledad

Soledad era una chancha.
Era también el recuerdo de la verdadera Soledad.
Se acercaba, digna y victoriosa con sus 200 kilos a cuestas y se restregaba en las piernas de Carlos como si fuera un cachorrito-  Y entonces había que acariciarla, porque era como que estaba exigiendo una contundente caricia de hombre a chanchita.

Había quedado guacha, solita tras una mala parición.  Y Carlos, el papá del tío José,  que en esos tiempos se sentía también muy solo y triste,  y también un poco extraviado allí en medio de la Pampa,  la adoptó.  Y le puso por nombre Soledad.
Así es que Soledad pasó a formar parte del árbol de memoria de la familia.  Porque se juntaron dos tristezas para hacerse compañía y achicar la melancolía que cae sobre las cosas en el campo, al atardecer.


Vivió una larga vida, plena de pariciones.  Porque nadie pudo volverla jamón en una carneada.  Hubiera sido imposible comerse a Soledad.

Cuando la vida empujó a la familia para el pueblo, ella se quedó en lo del Vasco Sarasola.  Y lo metió en cuanto lío pudo con el vecino, porque le encantaba pasar el alambre y hacerle desastres en el sembrado.
El vasco nunca se quejó de daños ni de gastos.  Así es el vasco Sarasola.  Un amigo de los de antes, de los que entienden lo esencial.
Y allí se quedó Soledad.
Y no  importaba el paso de los años, bastaba con gritar bien alto “Soledad” para que ella apareciera con su trotecito corto, vendaval atropellado, buscando unas caricias.

Y se murió de vieja nomás.  Pero su nombre quedo grabado en el árbol de memoria que sostiene la historia del tío José, y ahora nuestra historia.

Por eso, cuando se acerca la melancolía de la tarde,  la tristeza del atardecer, el crepúsculo lento de la vida, bastará con gritar bien fuerte ¡Soledad! y si te esmeraste en regalar muchas caricias es posible, sólo posible,  que una sombra, un desenfadado vendaval,  se te acerque y se refriegue en tus pantorrillas para achicar la tristeza que el ocaso nos trae.