Había en el firmamento (que viene a ser el cielo pero dicho a lo poeta) una estrella errante. Su vida era complicada porque transitaba por allí cuidándose de no alterar la gravedad de los planetas o el calor de su atmósfera u otro montón de cosas que no hay que alterar en el universo si uno quiere ser una buena estrella errante.
Un día se cansó de andar, cosa que le sucedió de puro vieja, y se puso de nombre Sol porque ese es un nombre muy bonito y que está de moda.
Una vez que se radicó sucedió que una serie de planetas, asteroides y lunas se le afincaron alrededor y así se armó el sistema solar, que es nada menos que un vecindario.
Entre los planetas del vecindario está el planeta Tierra que es mayoritariamente un planeta de agua y no de tierra. Pero como en la tierra viven los hombres y los hombres son un poco cortos de entendederas de movida creyeron que la Tierra es más tierra que agua y por eso el planeta no se llama Agua, como sin duda se llamaría si el nombre lo hubieran elegido las ballenas o los delfines.
Todo muy lindo. Pero un día, Sol, que siempre tuvo vocación de estrella errante, empezó a pensar en la posibilidad de hacer un viajecito.
Pero no fue posible. Es que, puesta a pensar, se dió cuenta que si empezaba un viaje todo el sistema solar se pondría de cabeza.
Los planetas se confundirían las órbitas, la luna y la tierra se separarían para siempre, los mares subirían y bajarían hasta que desapareciera la vida caminante en los planetas.
Todo un desastre.
Por eso Sol se quedó allí donde estaba. Brillando en el medio del Sistema.
Así, igualito que con Sol, pasa con casi todos nosotros. Dejamos de ser errantes cuando comprendemos que nuestra presencia es necesaria para el derrotero de los que nos rodean.
Y así son las vidas de las personas. Como soles que brillan exclusivamente para iluminar y dar calor a las vidas de otros.
Y si no lo hacemos, si no brillamos para otros, más temprano que tarde nos convertimos en agujero negro, que como todos saben es una fuerza entrópica cuyo sentido no se entiende.
Un día se cansó de andar, cosa que le sucedió de puro vieja, y se puso de nombre Sol porque ese es un nombre muy bonito y que está de moda.
Una vez que se radicó sucedió que una serie de planetas, asteroides y lunas se le afincaron alrededor y así se armó el sistema solar, que es nada menos que un vecindario.
Entre los planetas del vecindario está el planeta Tierra que es mayoritariamente un planeta de agua y no de tierra. Pero como en la tierra viven los hombres y los hombres son un poco cortos de entendederas de movida creyeron que la Tierra es más tierra que agua y por eso el planeta no se llama Agua, como sin duda se llamaría si el nombre lo hubieran elegido las ballenas o los delfines.
Todo muy lindo. Pero un día, Sol, que siempre tuvo vocación de estrella errante, empezó a pensar en la posibilidad de hacer un viajecito.
Pero no fue posible. Es que, puesta a pensar, se dió cuenta que si empezaba un viaje todo el sistema solar se pondría de cabeza.
Los planetas se confundirían las órbitas, la luna y la tierra se separarían para siempre, los mares subirían y bajarían hasta que desapareciera la vida caminante en los planetas.
Todo un desastre.
Por eso Sol se quedó allí donde estaba. Brillando en el medio del Sistema.
Así, igualito que con Sol, pasa con casi todos nosotros. Dejamos de ser errantes cuando comprendemos que nuestra presencia es necesaria para el derrotero de los que nos rodean.
Y así son las vidas de las personas. Como soles que brillan exclusivamente para iluminar y dar calor a las vidas de otros.
Y si no lo hacemos, si no brillamos para otros, más temprano que tarde nos convertimos en agujero negro, que como todos saben es una fuerza entrópica cuyo sentido no se entiende.
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