sábado, 7 de septiembre de 2013

Atolón

Frente a las playas de Carmen de Patagones, en el extremo sur de la Provincia de Buenos Aires hay un atolón.
La gente lo llama isla porque las arenas remolonas vienen a estacionarse sobre sus costados rocosos y convierten su silueta filosa y dura en una amable playa.   Pero es un atolón.
Hay dos formas de llegar al Atolón.
Una es por agua, claro.
Bote, gomón o similar.
Y la otra es por el túnel que une el continente por el Atolón.
El problema es que nadie conoce la entrada a ese túnel.  Bahhh, casi nadie.
Hay un viejo que si conoce la entrada al túnel que lleva al Atolón.
Yo lo conocí poco antes que el alsheimer se lo llevar para el otro país.
Me mostró la entrada al túnel una tarde que andábamos por los médanos buscando puntas de flechas.
- Es por acá - me dijo, sin decirme qué cosa era por acá.
Había unas pajas bravas señalando la boca del túnel.  -  Siempre hay pajas bravas en las bocas de los túneles me dijo, esa es la señal.
Ahí supe que lo que había por acá era un túnel y me quedé esperando que siguiera con la historia porque al viejo no había que apurarlo, había que dejarlo hablar a su tranco.
Pero esa tarde no supe nada más porque encontró una punta de flecha y empezó a contar la historia imaginada de cómo esa punta en particular había llegado hasta allí.
No volvimos a visitar la boca del túnel hasta el invierno siguiente cuando ya el viejo hablaba de los dos países al mismo tiempo.  Arrancábamos el día en Patagones y a media mañana ya andábamos hablando de cuando supo vivir en Corrientes, cazando en los bañados.  Después del mediodía comenzaba a asustarse porque el papá le iba a pegar si llegaba demasiado tarde, así que no dejé que pasaran las once y ya estábamos en la boca del túnel y ahí le pregunté donde llegaba.
- Al Atolón, me dijo.  Llega al Atolón.  Basta con ponerse un buen par de botas y entrar con una linterna potente y un perro y así se va.
Dos semanas más tarde bien calzado y con la compañía del perro del vecino, un pastor alemán de buen carácter, fui a dar un paseo por la playa e inspeccioné la entrada.
Ni bien empecé a despejar la boca de arena vi que no iba a poder parar y a la hora y media estábamos los dos, el pastor alemán y yo parados dentro de un túnel generoso, con el fondo de arena fina, a veces mojada.
Encendí la linterna y comencé a avanzar pero a la media hora de andar caminando sin mucha dificultad vi que el tunel se bifurcaba y no quise seguir.  El perro tiraba de la correa para adelante, pero mi miedo me tiraba para atrás y era más fuerte.
Iluminé bien las paredes y ahí en la bifurcación ví una flecha,  bah, una punta de flecha, parecida a las que encontrábamos en las dunas, apuntando hacia la bifurcación de la derecha.
Pero el miedo no es zonzo y no seguí.
Recién a la otra semana, con unos cuantos metros de cuerda y unos palos recios me animé a meterme en el túnel.



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