Este cuento es para que lo lean cuando sean de verdad grandes.
Es el cuento de la muerte caminante.
La muerte que acecha a los que intentan cabalgar el mundo.
La muerte caminante es dueña de un violín que corta el alma con filos de cuchillo y es dueña de los secretos dolorosos de las personas. Los guarda en cajas pequeñas que esconde, una dentro de otra, en los bolsillos sin fondo de su traje.
La muerte caminante es ominosa, aparece durante las noches de insomnio y extiende sobre las personas capas de angustia finas y pegajosas como telas de araña envueltas en miel.
La muerte caminante es también llamada Señora de las Melancolías y le gusta llamarse así y que la llamen.
Pero no es mujer.
No es hombre.
No es mujer, ni hombre, ni transgénero. Es.
Lo que ocurre es que la llaman la muerte porque fue difícil pensar que su abrazo era el de un hombre, pero a decir verdad la muerte caminante no es mujer, ni hombre, ni transgénero. La muerte simplemente es.
Y duele tanto. El alma sufre tanto, pero tanto, que las personas sienten la añoranza por el porvenir silencioso que ella anuncia. Que él anuncia. Que anuncia.
Pero también da mucho miedo. Miedo a su mordisco venenoso. Miedo a la mutilación que la muerte implica.
Por eso prefiero no mirarla.
Esquivo su música. Esquivo sus luces rutilantes. Esquivo su voz maravillosa. Todo lo que me aterra y viene envuelto en capas de belleza. Todo lo que me aterra y llega espolvoreado de esa tremenda y dulce y ácida melancolía.
Le tengo miedo.
Cuando Juan y Mateo estuvieron en casa espantaron a la muerte caminante.
La corrieron con gritos y con risas y preguntas.
Y de noche no se acercó a casa porque ellos estaban ahí, guardianes.
Así es.
Muy pocos tienen el poder de espantar a la muerte.
Juan y Mateo lo tienen.
Por eso me cubro con su recuerdo y duermo.